OBLIGACIÓN DE HACERSE SANTOS[1]
Pax vobis. Evangelio de la 3° fiesta de
Pascua
He aquí, que hemos llegado, queridísimos, yo al final de mis fatigas por ustedes y ustedes a la última de las pruebas que deben darme de su paciencia y de su buena atención. ¿Con qué palabras, por lo tanto, oportunas y a su vez suaves podré presentarme a ustedes que no sean las que me ofrece el Evangelio de hoy, y con las cuales les he anunciado la paz: Pax vobis? No hay cosa, ustedes lo saben, que consuele más el espíritu humano, como la paz. Con ella en el corazón, el hombre aun siendo pobre, aun siendo miserable, vive de alguna manera contento; sin ella, aún los más ricos, aún los que reinan son infelices. ¡La paz por tanto les dejo, oh hermanos, la paz! ¡Pax vobis! Paz en el alma, paz en el cuerpo, paz en sus familias, paz en su pueblo, paz con los hombres, y paz con Dios: ¡Pax vobis! ¡Pax vobis!... pero, ¿cómo les puede ayudar este lisonjero anuncio de paz, si no hay algún fundamento para esperar la paz?
Oh mis queridos oyentes,
yo bien me doy cuenta que serán como aquellos faltos profetas, de los cuales
habla Jeremías, que gritan siempre paz, paz, pero no la tienen nunca: Pax,
pax, et non erat pax.[2] Puedo
muy bien decirles que tengan paz con Dios y con sus almas, pero mientras estén
acosados por la culpa, hasta sentirse en el gran peligro de condenarse, hasta
sentirse lejos del Paraíso, y muy cerca del infierno, difícilmente podrán tener
paz: Pax, Pax, et non erat pax. Pero yo hoy, he resulto dejarlos con la
paz. ¿Cómo hacerlo? Estén atentos, queridos. Yo, observo, que entre los
cristianos reinan dos gravísimos engaños: uno es creerse que el hacerse santos
es propiamente sólo de algunos y no de todos y por eso no piensan en ello; el
otro es que no todos pueden serlo y por eso no aspiran a ello. Lo cierto es que
los unos y los otros, o por mucho temor o por demasiada esperanza, caminan por
un camino incierto e inseguro; no tienen paz ni la podrán tener nunca: Pax,
pax, et non erat pax. Yo les demostraré brevemente que viven engañados,
haciéndoles ver que todos estamos obligados a hacernos santos, y que todos
podemos serlo si lo queremos. ¡Oh la hermosa y dulcísima verdad, si fuera bien
entendida por los cristianos! Traten por lo tanto, de entenderla bien ustedes,
y tendrán la verdadera paz; y en cuanto a mí, podré anunciarla con seguridad,
gritando con el Señor: ¡Pax vobis, pax, vobis!
Diciéndoles que todos
tenemos la obligación de hacernos santos, no quiero hacerles creer que todos
tenemos la obligación de hacer milagros, y de obrar maravillas. Aquellos que
nosotros llamamos santos por excelencia, suelen ser honrados por Dios con la
gracia de los milagros, pero la verdadera santidad no consiste en hacer
milagros. Éstos son indicios de santidad, pero no son la santidad. La verdadera
santidad consiste en el exacto cumplimiento de la ley de Dios y en un empeño
vivo de crecer en la virtud. Digámoslo más brevemente. La verdadera santidad
consiste en hacer la voluntad de Dios. Quien la hace, dice el Señor, entra
triunfalmente en el reino de Dios: Qui facit voluntatem Patris mei qui in
coelis est, ipse intrabit in regum coelorum.[3]¿Quieren
persuadirse ahora de que todos estamos obligados a hacernos santos?
Primeramente díganme: ¿Estamos obligados a intentar ir al Paraíso? ¿Quién puede
dudarlo? pero si en el Paraíso no entra si no el que trata de hacer la divina
voluntad, hemos dicho ya que es lo mismo que hacerse santos, ¿cómo podemos
hacer a menos de no intentarlo? ¿Quieren un mandato más expreso y más claro?
Sepan – dice San Pablo –
que la voluntad de Dios respecto a ustedes, es ésta, que se hagan santos: Haec
voluntas Dei, santificatio vestra.[4]
Entonces, ¿porqué
razones creen que el Señor les haya provisto de tantos instrumentos de gracia y
de santidad: sacramentos, oraciones, indulgencias, el santo sacrificio de la
misa, la palabra divina y la asistencia del Espíritu Santo? Son medios y ayudas
para la santidad: no puede habérnoslos dado sino para que nos sirviéramos de
ellos y hacernos santos: Haec voluntas Dei, santificatio vestra. ¿Por
qué razón, creen ustedes que nos haya dado en su Pasión tantos ejemplos de
pobreza, de humildad, de dulzura, de mortificación, de retiro, de penitencia,
de padecimiento?
No por otra cosa, sino
para que lo imiten – lo dice él mismo -: Exemplum dedi vobis, ut quemadmodum
Ego fecit, ita et vos faciatis.[5] ¿Por
qué razón creen ustedes que él haya llamado a los apóstoles y a los discípulos
sus amigos, sus parientes, sus hermanos? Lo dice él mismo ante las turbas:
porque hacían la divina voluntad, que es lo mismo que decir, porque eran
santos: Quincumque fecerit voluntatem Patris mei, ipse meum frater, soror et
mater mea est.[6]
Finalmente, ¿por qué razón creen ustedes que el Señor ha tenido y tiene tanto
cuidado de nosotros, unas veces afligiéndonos otras consolándonos, a veces con
su gracia, y otras veces con castigos? Es inútil volver a decirlo: porque nos
quiere santos: Haec est voluntas Dei, santificatio vestra. Todo lo que
Dios ha hecho por nosotros y todo lo que quiere que nosotros hagamos, tiende a
la santidad.
Pero quiero convencerlos
con una razón más fácil y al alcance de todos. ¿Cuál es el título que se da y
que damos nosotros mismos a la Iglesia de Jesucristo? Seguro que el de santa.
Creo en la Santa Iglesia Católica, lo decimos todos los días. Y ¿quién
forma esta Iglesia? Los fieles seguidores de Jesucristo. Y estos fieles
seguidores de Jesucristo, ¿quiénes son? Somos nosotros, me responderán, y todos
aquellos que creen y profesan su Evangelio en esta misma Iglesia. Entonces,
¿cómo es esto? Nosotros somos los seguidores de Jesucristo que es el santo
por excelencia: nosotros que somos sus fieles, nosotros que somos los miembros
de su Iglesia que es santa ¿pretenderemos no ser santos? ¿No
pretenderemos ni siquiera esforzarnos por serlo? Lamamos santa a la
Iglesia de Jesucristo ¿y pretendemos que sea luego un conjunto de inicuos, de
pecadores? La cabeza es santa ¿y los miembros serán pecadores? ¡Eh!
queridos míos, desengañémonos. Si para estar en la Iglesia verdadera, o mejor
para salvarse bastara creer en el Evangelio, creer en los otros dogmas de la
Religión Católica, les aseguro que todo el mundo sería católico. Sin embargo no
es así, en cuanto que quiere vivir a su modo, y no quiere vivir como santo. Los
infieles aún son infieles, los judíos aún son judíos, los herejes, son herejes,
porque no quieren vivir bien, porque no quieren hacerse santos. El verdadero
cristiano, el verdadero católico, o debe ser santo o debe empeñarse en serlo.
En la Iglesia primitiva los fieles se llamaban santos; era lo mismo decir cristiano
que decir santo; y eran de verdad santos. La virgen Santa Bibiana
viéndose instigada al mal, respondió: ¿No saben que yo soy cristiana y que
nosotros no hacemos nada malo? Cristiana sum, nihil apud nos admittitur
sceleris? ¡Oh! ¡Qué hermosa sería la Iglesia de Jesucristo si todos
pronunciáramos la máxima de esta santa y las de los primeros cristianos! ¡Qué
felicidad más grande sería si cuando alguno se viese incitado al mal,
respondiera como esta santa: Yo soy cristiano, soy seguidor de Cristo, y por eso,
quiero mejor, padecer o morir, soportar cualquier cosa antes que cometer el
mínimo pecado: Cristiana sum, nihil apud nos admittitur sceleris. Pero...
¡qué desgracia el ver con qué facilidad todos tendemos a seguir el mal, a
hacerlo y a sugerirlo también a los otros! ¡Ah! ¡queridos míos, nosotros somos
cristianos, cristianos de nombre. Es verdad que también los pecadores están en
la verdadera Iglesia; ¿pero saben cómo están? Como la cizaña entre la buena
simiente, como la paja entre el buen grano; como los peces malos en la red: el
Señor mismo nos lo dice. Pero... ¡vendrá pronto el Señor a separar los buenos
de los malos, el grano bueno de la paja y tanta cizaña para tirarla al fuego.
No por esto su Iglesia
deja de ser santa ni dejamos de tener la obligación de ser santos. En esta
Iglesia entramos por medio del santo Bautismo: y es en este momento cuando
nosotros prometemos hacernos santos. En esta Iglesia se participa de los santos
Sacramentos, pero éstos no se administran sino a los que son santos o que
tomaron la firme resolución de hacerse santos. De esta Iglesia se pasa al
paraíso, que es la misma Iglesia triunfante, pero no pasa más que el que es
santo; y ustedes bien saben que si alguno de estos santos tuviera alguna
mancha, la debe reparar primero, en el fuego dolorosísimo del Purgatorio. ¿Y
ustedes, quisieran decirme ahora que no estamos obligados a hacernos santos?
Es ciertísimo que para
salvarse, basta morir en gracia de Dios; y que alguno entra en el Paraíso
quizás después de una vida tibia, fría y alguna vez también mala; pero esto
será un milagro, Que Dios lo hace de vez en cuando, y pretender que lo haga con
nosotros sería lo mismo que obligarlo a que no lo hiciera. Observen un poco
como les molesta tener un súbdito o un servidor cualquiera, que hace todo a la
fuerza y más bien muestra empeño en engañarlos que en servirlos. Ustedes no
están dispuestos a compadecerlo, y compadecerán más bien a un pobre enfermo, a
un impotente que hiciera menos que él pero que muestra deseo de hacer más de lo
que puede. Así hace el Señor con nosotros. Él sufre, compadece, ayuda, perdona
a quien ve empeñado en hacer todo lo que puede, que desea hacer más de lo que
hace y se preocupa por no poder hacer todo lo que él quisiera. Pero se enfada y
detesta, a quien siempre se muestra con pesar de huir del mal y hacer el bien,
se contenta con poco y no piensa en lo mejor, lleva una mala vida, o alterna el
mal con el bien, y no se apresura ni piensa en repararla. El Señor odia y
detesta, en pocas palabras, a todos los que quieren salvarse sin ser buenos, a
los que quisieran ir al Paraíso sin ser santos: Escribe, - dice un día el Señor
a San Juan,- escribe al Obispo de Laodicea, que no me gusta su conducta, y que
empezaré a abandonarlo. - ¿Por qué, Señor mío, por qué debo darle una noticia
de tan mal gusto? –Porque es muy tibio, no piensa en el Paraíso, porque se
ocupa demasiado de las cosas de este mundo. No digo que sea un malvado, pero es
muy dejado y no me gusta; y por eso, si no se arrepiente, si no hace
penitencia, y si no es más fervoroso, yo lo alejo de mí: Quia tepidus es, et
neque calidus, neque frigidus, incipiam te evomere ex ore meo.[7]
Entonces, dirán que un poco de bien y un poco de mal, tienen la barca derecha,
que no es necesario hacerse santos, que ustedes no quieren estar tan arriba,
que es suficiente con no ser malos... Les digo que corren más riesgos que los
mismos malos. Primeramente porque aburren al Señor con este sistema de
indiferencia y con este aire de seguridad. El Señor se compadece de los malos y
trata de convertirlos con su gracia, pero ustedes le son odiosos y parece como
si buscara olvidarlos. En segundo lugar, aún cuando Dios los amara y los
prefiera a los malvados, es más fácil que se conviertan ellos, que ustedes, ya
que ellos temen por su mala suerte, conocen su miserable estado y se
convierten, se convierten de verdad. Ustedes por el contrario no piensan nunca
en convertirse, porque no creen tener verdadera necesidad, y si se van a
confesar, creen haber hecho todo con decir sus pecados. ¡AH queridísimos!
¡Cuántos se engañan con esto! No quisiera aterrorizarlos demasiado, pero no
puedo dejar de inculcarles, que, todos aquellos que no piensan hacerse santos,
se engañan, y se engañan con gran peligro para sus almas.
Y quedarán más
convencidos si se ponen a reflexionar hasta qué grado de santidad debemos
aspirar. ¡Oh queridos míos! Temo sorprenderlos y también infundirles miedo;
pero, no teman, que yo no les diré nada que no sea verdadero, y después de
haberlos desengañado, no dejaré de consolarlos. Habiéndoles dicho y demostrado,
que todos estamos obligados a hacernos santos, podrían ahora preguntarme cuál
santidad, quiero decir ¡Hasta qué punto debemos ser santos? – Yo no quiero
responderles desde mi autoridad; y para que no crean que exagero demasiado la
cosa, recurro a las sagradas Escrituras. Ante todo pregunto a San Pablo y él me
responde, que debemos tratar de imitarlo a él, como él ha imitado a Jesucristo:
Imitatores mei estote sicut et ego Chisti[8]; no
contento con esto nos advierte que debemos tratar de imitar siempre a los más
santos, y ser más santos que ellos: Aemulamini charismata meliora[9]: no
contento con esto todavía, en cientos y más lugares de sus epístolas nos hace
saber que debemos imitar al mismo Jesucristo. Y esto lo decía, no ya como
propia doctrina, sino como enseñanza del divino Maestro. Bien sabía él que
Jesucristo se había dado como modelo a todos los hombres, a fin de que todos lo
imitaran. Más todavía. El Señor mismo, como si no fuera suficiente ejemplo de
santidad, propone a sus seguidores, no su ejemplo, sino el ejemplo mismo de su
divino Padre: - Sean misericordiosos, grita, y sean perfectos como es perfecto
el Padre que está en los cielos: Estote misericordes, sicut et Pater vester
misericors est[10]. Estote
perfecti sicut et Pater vester coelestis perfectus est[11].
Cuando hayan cumplido toda la ley, agregaba, y cuando hayan hecho todas las
cosas que yo les he enseñado y mandado, digan entre ustedes mismos: -Nosotros
somos siervos inútiles sobre la tierra: Servi inutiles sumus[12]. ¿Quién,
por más santo que sea, tiene el coraje de decir: - He hecho tanto que basta, ya
no debo hacer más? – Adelante, adelante grita san Juan, no es tiempo de reposo.
Quien es justo se haga más justo, y quien es santo se haga más santo: Qui
justus est, justificetur adhuc, et sanctus sanctificetur adhuc[13]. No
quien ha comenzado alcanza al Señor, sino el que persevera hasta el final, éste
será salvo: Non qui inceperit, sed qui perseveraverit usque in finem, hic
salvus erit[14].
Vayamos a Dios, busquemos a Dios, deseemos a Dios; no tengamos otro fin ni otra
medida que Dios mismo. Ninguno llegará a ser santo como María Santísima, pero
si alguno pudiera llegar, aunque fuera santo como Ella, no podría aún decir
basta; porque el modelo de nuestra santidad y de nuestra perfección es
solamente Dios: Estote perfecti sicut Pater vester coelestis perfectus est.
No porque nosotros debemos o podemos llegar a ser perfectos como Dios, sino
porque sobre nuestra santidad no debemos ponernos límites; porque debemos
procurar ir siempre adelante, y porque ninguno puede decir basta. Sean santos,
dice Dios, porque yo soy santo: Sancti estote, quia ego sanctus sum[15].
Juzguen ahora ustedes, y decidan si tenemos todos o no la obligación de
hacernos santos.
Me parece, sin embargo,
sentir que todos o casi todos se quejan conmigo por estas enseñanzas, que los
aterrorizan y les hacen dudar de su suerte: y ¿cómo, me dicen, cómo podemos
nosotros aspirar a ser santos, a hacernos santos con tantos vicios, con tantas
debilidades, con tantas pasiones, con tantos pecados? ¿Cómo podemos pretender
la santidad nosotros, que no tenemos tiempo suficiente para recitar alguna
breve oración, visitar una iglesia, y practicar alguna obra de piedad? ¿Cómo
nos haremos santos nosotros, que nunca hacemos penitencia, y sudamos y
fatigamos para hacer un ayuno mandado por la Iglesia, y muy raramente lo
observamos? ¿Cómo podemos nosotros ser santos, si no somos capaces de
abstenernos de ciertas faltas y de ciertos pecados, de los cuales siempre nos
confesamos, y en los cuales de tanto en tanto más o menos recaemos? ¿Cómo?...
He entendido todo, mis
oyentes, y, después de haberlos puesto en una justa u necesaria agitación, paso
a consolarlos y a tranquilizarlos. Y como lo que más debe aterrorizarlos son
sus pecados, yo me atrevo a interrogarlos así: ¿Hacen ustedes todo lo posible
para no volver a cometerlos? ¿Lo desean al menos vivamente? ¿Piden al Señor que
los libre de ellos? ¿o recayendo nuevamente en ellos se sienten amargados?
¡Tratan de confesarse en seguida? Si no es así, tienen mucha razón de temer;
pero si tienen estos santos temores; esta santa premura, estos santos deseos,
este santísimo disgusto, no teman; no serán todavía santos, pero pueden llegar
a serlo. Continuando el camino con este santo temor por los pecados de ustedes,
mueven al Señor para que tenga compasión hacia ustedes: Él los ayudará con su
gracia; y poco a poco triunfarán en todo, y se harán santos de verdad. Por lo
tanto el ser pecadores no debe hacerlos desesperar de hacerse santos; más bien
debe empeñarlos a serlo con más fuerza y vigor.
Pero ustedes no pueden
rezar, no tienen comodidad, no tienen tiempo, ocasiones, y no pueden hacer
aquél bien que pueden hacer tantos otros.- Este es uno de los engaños más
grandes y más universales. Todos dicen, que querrían hacer, y que harían mucho
bien si se encontrasen en un estado diverso de aquél en el que se encuentran, y
no advierten que harían aun menos, y que la verdadera santidad, después de la
observancia general de la ley de Dios, consiste en el cumplimiento de los
propios deberes. El Señor nos lo ha dicho muy claro, que no se salva aquél que
solamente reza: Non qui dicit mihi: Domine, Domine; sino aquél que
cumple la divina voluntad; sed qui facit voluntatem Patris mei, quiin coelis
es, ipse intrabit in regnum coelorum[16]. La
divina voluntad en general para todos los hombres es su santa ley, la divina
voluntad para cada uno en particular son los deberes del propio estado.
Cúmplanlos y serán santos. Ustedes padres,sean un buen jefe de casa,
custodiando, gobernando y dirigiendo con el santo temor de Dios sus familias.
Madres, sean madres atentas, ejemplares y diligentes, educando en el santo
temor de Dios a sus hijos e hijas. Los dependientes e hijos de familia, sean
dulces, obedientes, mansos y devotos; los trabajadores sean exactos en el
cumplimiento de sus oficios, sinceros en los contratos, justos en las ventas y
en las compras. Los campesinos sean asiduos y diligentes en sus trabajos. Los
ricos sean piadosos, den limosnas y sean afables y benignos con los pobres. Los
pobres sean respetuosos, pacientes y resignados en sus necesidades. Todos, en
fin, estudiemos el modo de cumplir con exactitud nuestros propios deberes y
todos seremos santos. En todos los oficios del mundo hay santos, y en todos
pueden haberlos; ellos se hicieron santos, y nosotros debemos hacernos santos
con el cumplimiento de nuestros deberes.
Pero el demonio que lo
sabe y lo conoce, es justamente en estos deberes que trata de hacernos faltar:
y nos mete en la cabeza que nosotros seremos fácilmente más santos en otro
estado: - Tú te has equivocado de vocación, dice a alguno, en cambio, si te
encontraras en otro estado, serías santo. ¡Qué comodidad tienen aquellos para
hacer el bien! Tú sin embargo estás siempre ocupado, y no tienes un momento de
respiro. Por ahora es inútil que te pongas a hacer el bien; espera que se
arregle aquél asunto, espera que se termine aquél lío en el que te encuentras,
y entonces verás que podrás hacer algo por el Paraíso... ¡Terribles engaños,
mis queridos, terribles engaños! Estén atentos. Si todavía no han elegido su
estado, recomiéndense al Señor y verán ciertamente para poder elegir aquello
que les parece más oportuno para salvarse. Pero si ya lo han elegido, sea el
que sea, pueden y deben hacerse santos en él. Aún si se hubieran equivocado, lo
que está hecho, hecho está; no pueden volver atrás: será necesario algún
esfuerzo más, pero pueden salvarse y hacerse santos. Y sobre este punto quiero
hacerles observar que todos los estados tienen sus dificultades, y muy a menudo
las tienen todavía más de aquellos que parecen más seguros. Los pobres, por
ejemplo, no pueden persuadirse de que en su estado sea más fácil salvarse que
en el de los ricos; sin embargo el Señor, que conocía el estado de unos y
otros, los juzgaba diversamente y decía: - ¡Hay de los ricos, hay de los
ricos! Los atribulados creen que serían más buenos si estuvieran contentos;
sin embargo el Señor, que conocía a unos y otros, decía: ¡Hay de aquellos
que ríen, hay de aquellos que ríen! Los seglares no llegarán nunca a
persuadirse que los sacerdotes y las otras personas eclesiásticas no puedan
hacerse santos con mayor facilidad de cualquier seglar: y parece que dicen
bien, y deberían decir bien, y debería ser así, y parece que no podría ser
diversamente; sin embargo, ¡ah! mi Dios, ¿Cuánto hace temblar esto! No
reflexionan los seglares, que si los otros tienen una obligación, nosotros
sacerdotes tenemos cien; que si los demás tienen que pensar en hacerse santos,
nosotros debemos pensar y pensar seriamente, y pensar siempre en hacer santos
también a los otros; que aquello que para los otros es industria honesta, para
nosotros es avaricia; aquello que en los otros sería una broma y algo
perdonable, para nosotros es un escándalo tremendo; aquello que para los otros
será inadvertencia, para nosotros es ignorancia culpable; lo que para los otros
es una simple irreverencia, para nosotros es profanación, es sacrilegio; y que
para nosotros es pecado grave y mortal, según San Bernardo, lo que en ellos
puede ser ligero y venial; no piensan finalmente, que así como somos distintos
de los demás en la dignidad y ministerio, así debemos serlo en virtud y
perfección, y que aquello que a menudo es suficiente para hacer santos a los
otros, no lo es para nosotros ni siquiera para excusarnos ante Dios. No piensan
que nuestro gran ministerio sería capaz de hacer temblar a los mismos ángeles,
según un santo Padre. Estoy muy lejos de querer desacreditar el estado
sacerdotal, que indignamente profeso, y que reconozca como uno de los dones más
grandes que me haya hecho el Señor: pero les digo ciertamente que yo, más que
todos los otros, tengo un gran motivo para temblar. Ciertamente, al menos por
lo que yo pienso, es más fácil que se salven los seglares que los sacerdotes.
Repito que es un gran
engaño del demonio el decir: -Me salvaría más fácilmente en otro estado; como
es también otro gran engaño el esperar un tiempo más cómodo para hacer el bien.
Dios los guarde, mis queridos, de diferir el empeño por hacerse santos con la
esperanza de que podrán hacerse santos más fácilmente.
Les parece que dejándolo
para más adelante les será menos difícil: mas yo sé por experiencia y por
pruebas, y puedo decírselos y asegurarles, que sus dificultades crecerán
siempre más, hasta la muerte. Examínense ustedes mismos, y se darán cuenta que
están ahora más embrollados de lo que estaban antes, y asegúrense después, que
el demonio no gana nunca tanto como cuando gana con la adulación de que el bien
se puede hacer más tarde: -El infierno, decía un alma santa, está lleno de
buenas intenciones, ¿saben porqué? porque casi todos los condenados tenían la
intención de hacer el bien, pero lo dejaban siempre para después y esperando un
tiempo más cómodo. Por lo tanto no nos engañemos más, no nos engañemos por más
tiempo. Todos podemos hacer el bien, y hacernos santos en nuestro estado: mas
quien tenga ocasión no espere otro tiempo para hacer el bien: Dum tempus
habemus, operemur bonum[17].
No me digan: no podemos,
porque puede darse que no puedan rezar por largo tiempo, arrodillándose, con
las manos juntas y compuestamente, mas al menos pueden rezar; y si no pueden
rezar mucho, recen poco. No sabrían hacer meditaciones bien ordenadas, recitar
oraciones estudiadas, bien compuestas y afectuosas según la manera de pensar de
ustedes; mas piensen en las máximas eternas, piensen seriamente y digan de
corazón al Señor aquello que saben, y no vayan a buscar otras cosas: el Señor
mira el corazón, no las palabras. ¿No podrán dar limosnas? recen,
compadézcanse, aconséjense, corríjanse. Su estado no les permitirá hacer largas
oraciones y rigurosas penitencias, pues hagan sólo aquello que pueden; al menos
ofrezcan al Señor sus dificultades, sus fatigas, sus sudores, al menos lleven
con paciencia aquellas tribulaciones, aquellas desgracias, aquellas
enfermedades, aquellas cruces que Dios les envía, y quizás a Él le serán mucho
más agradables que aquellas penitencias que ustedes quisieran hacer. No pueden
predicar y convertir el mundo a la fe; pero pueden dar buen ejemplo; vean que del
ejemplo que dan en el vestir, en el hablar, en el conversar y en el actuar no
se pueda aprender sino el bien, y entonces harán más bien que el que hacen los
mismos predicadores. Si desean hacer algo más y no pueden, lloren en lo secreto
de sus corazones, lloren no sólo sus propios pecados sino los pecados de todos
los hombres, la desgracia de los herejes, de los incrédulos, de los infieles,
de los obstinados.
¡Ah! ¡Mis queridos! ¡Si
supieran que la santidad más grande está en el corazón y no en la apariencia de
lo que se ve! Díganme con sencillez: ¿ la sustancia de nuestra ley, no consiste
en amar al prójimo y en amar a Dios? Y el prójimo y Dios ¿no se aman con el
corazón? Y hablando especialmente de Dios ¿no es verdad que debemos amarlo con
un amor entrañable, con un amor ardiente, con un amor tan grande que supere
grandemente la esfera de nuestras acciones? Y he aquí, mis oyentes, el más
grande motivo por el cual, no sólo, todos podemos y debemos hacernos santos,
sino también por el cual Dios no ha querido poner algún límite a nuestra
santidad, diciendo que debemos ser perfectos como Él: Sancti estote, quia
ego sanctus sum. Estote perfecti sicut Pater vester coelestis perfectus est.
Todos nosotros tenemos un corazón y un alma hecha sólo para amar, y capaz de
amar lo indecible. A todos se propone el mismo Dios a amar, todos tenemos las
mismas razones para amarlo; por lo tanto todos podemos amarlo cuanto queramos;
en este amor consiste la verdadera y sublime santidad; por lo tanto podemos ser
santos en el grado más sublime que queramos. Imaginen el amor más grande que
haya tenido una criatura por Dios; cada hombre ayudado por la divina gracia,
que Dios no niega nunca a quien se la pide con humildad, puede amarlo aún más.
Y la razón principal es ésta: porque siendo Dios más amable cuanto más nos ama,
puede amarse siempre más, y siempre más merece ser amado. ¡Oh Dios! ¡Oh
Caridad! ¡Oh Divino Amor! ¿cuando aprenderemos a amarte como se debe?. Aprende
de una vez, miserable cristiano, aprende, que en cualquier estado que te
encuentres eres capaz de amar a tu Dios, y de amarlo cuanto quieres; que en
todos los estados hubo santos, y que se hicieron santos justamente por la
gracia de este amor. Aprende, que tienes un alma, la cual te asemeja a Dios,
creada por Dios, que es espiritual y que la envileces forzándola a amar a las
criaturas. Aprende, que esta alma no puede encontrar reposo si no es en Dios.
Alza de una vez, alza esta alma y este corazón del mundo y lánzate en Dios,
busca a Dios, ama a Dios y serás santo. Si alguno te dice que no debes hacerlo,
te engaña; si alguno te dice que no puedes, te engaña todavía más. Animo
entonces, animo. Todos debemos hacernos santos, todos podemos serlo; hagámonos
santos de verdad. No es difícil el hacerse santos, lo difícil es querer serlo.
El primer recuerdo que
les quiero dejar es tan importante, que, si tuviera tiempo, les haría sobre
ello una larga exhortación. Presten atención para entender el espíritu y la
importancia, y para que después no lo olviden. Ésta consiste en el formarse un
sistema de temor de Dios; pero de un cierto temor, que no es entendido por
todos. Es como una mezcla de humildad, de mansedumbre y de resignación, por el
cual el hombre se deja guiar más por Dios que pos sí mismo. Considera tanto el
mal y el bien que le acontece como un don de Dios; y no sabiendo si es mejor
para él ser mas bien rico que pobre, humillado o ensalzado, sano o enfermo,
afortunado o desgraciado, vivir mucho o poco tiempo, llevar un género de vida
que otro, toma todo como lo mejor, y en todo dice con Job: Sit nomen Domini
benedictum. Se acostumbra a no querer hacer mal a ninguno, y a hacer el
bien a todos en cuanto puede; se acostumbra a no vengarse nunca de las ofensas
recibidas de los demás; más bien busca recompensarles con el bien que pueda
hacer; a suspirar siempre por el Paraíso y a esperarlo de la misericordia de
Dios, persuadido de no merecerlo; y finalmente a compadecer siempre a todos,
por ser él mismo compadecido por Dios. Este, como ven, es el sistema que
encuentro en todos los santos, y casi lo llamaría el espíritu de los santos. Es
un poco difícil, no lo niego, el ponerlo en práctica; es un don particular de
Dios; pero, si lo quisiéramos y si lo pidiéramos con humildad, nos lo daría
también a nosotros.
¿No les he demostrado que
todos debemos hacernos santos? Pues bien: este es el fundamento sobre el cual
debemos establecer nuestra santidad. Es un poco difícil, lo repito; pero es lo
que más vale, más que cualquier penitencia que no parta de este mismo
principio.
Establézcanse este plan,
y no teman.
¿Quieren que les diga
como pueden ayudarse para hacerlo? Consideren el estado en que nos encontramos
todos: ignorantes, inclinados al mal, capaces de cometer cualquier pecado y
pecadores de verdad que no sabemos ni cuál será nuestra suerte ni cómo nos
encontramos frente a Dios. Somos tan estúpidos, que aveces encontramos el mal
donde buscamos el bien, e ilusionándonos de poder hacer el bien hacemos el mal.
¿Cómo es posible, por tanto, que un buen cristiano, en este estado, pueda tener
el coraje de confiar y de suspirar más bien una cosa que otra, cuando ve que el
Señor dispone diversamente? Debe hacer cuanto pueda para que las cosas vayan
bien; pero cuando ha hecho todo de su parte no debe preocuparse de más.
2° Recuerdo. Pensar
seriamente y con frecuencia en la salvación de la propia alma. Quien no piensa,
muestra no querer salvarla tratándola como cosa de poca importancia. Es
necesario pensar en los grandes peligros en que nos encontramos y en la gran
facilidad que tenemos de perderla si no la cuidamos. Quien piensa seriamente en
esto, es casi seguro que la salva, etc.
3° Recuerdo. Frecuentar
la Palabra de Dios y los Santos Sacramentos. Primero por las grandes ventajas
que recibiremos; segundo para no encontrarnos confundidos ante el trono de
Dios, etc.
4° Recuerdo. Valentía
ante los respetos humanos. Se muestra demasiado indigno de Dios quien se
avergüenza de servirlo. etc.
He aquí que hemos llegado, queridos, yo al final de mis
fatigas por ustedes, y ustedes a la última prueba que me han dado de la
paciencia en escucharme. Como mejor he podido y me lo han permitido las
circunstancias, he procurado hacerles conocer la enormidad y la malicia del
pecado, primeramente en general, después en algunas de sus diversas especies, como
sería el odio, la impureza, la murmuración, el escándalo. He tratado de darles
una verdadera idea y de imprimir en sus corazones los cuatro puntos principales
de las máximas eternas: Muerte, Juicio, Infierno y Paraíso. Les he mostrado la
preciosidad del tiempo, y la necesidad de convertirse, sin dilatación, y les he
hecho ver cuanto sea oportuno a este respecto y cuan grande el beneficio de la
Confesión Sacramental. Les he hecho ver que las tribulaciones no son una
desgracia sino una gran fortuna para quien las recibe con humildad, y que no
existe cosa más dulce que la ley de Dios.
Hoy finalmente les he
demostrado, que todos estamos obligados a hacernos santos, y que todos podemos
serlo, si lo queremos. Pero, ¿lo seremos nosotros? ¿Llegaremos todos a serlo
verdaderamente? ¿Nos encontraremos todos un día en el Paraíso, o algunos de
nosotros iremos condenados al Infierno? ¡AH! queridos oyentes, ustedes
llorarían por mí si supieran que me sucediera tal desgracia, y yo lloraría por
ustedes si supiera que a uno sólo tocaría el Infierno. Por lo tanto, mis
queridos, ¿Por qué tardamos sin razón, a pensar seriamente en nuestra eterna
salud?.. ¿Por qué tardamos en comenzar a hacernos santos? ¿Hasta cuando
seguiremos abusando de la divina misericordia, despreciando el Paraíso,
caminando hacia el Infierno, y pretendiendo después salvarnos? ¡Ah tiemblo al
pensar en el abuso que hacemos del tiempo! Tiemblo, ¡y pobre aquél que no
tiembla! Temblemos todos pues, y comencemos una vida nueva, una vida santa.
Ayudémonos mutuamente con nuestras oraciones. Recen por mí, y yo, indigno
ministro del Señor, rezaré siempre por ustedes. Oren para que me sean
perdonadas todas las faltas que yo pueda haber cometido al predicarles la
divina palabra, y yo rezaré para que ésta produzca en ustedes frutos de vida
eterna. Oren, para que el Señor no permita que me dañe yo mismo después de
haber predicado a los otros su Evangelio, y yo oraré para que todos ustedes se
salven, y sean santos... Pero, ¿qué valor pueden tener mis indignísimas oraciones?
¡Ah!, ven querido Jesús, a bendecir nuestras almas, nuestros cuerpos, nuestros
propósitos y nuestros votos. Ven a bendecir este pueblo, que postrado ante ti,
dolido de sus pecados, humillado y confundido implora misericordia y perdón.
Soy yo, el primero, oh Señor, en confesarme indignísimo pecador delante de
todos. Yo en primer lugar, confieso haberte ofendido con miles de pecados, y
por todos te pido, lleno de confusión, el perdón, pidiéndote oportunidad de
penitencia. Perdóname especialmente, oh Señor, las muchas faltas cometidas en
mi ministerio, y especialmente en la administración que he hecho de tu divina
palabra. Mas no me basta este perdón, oh mi Dios: es necesario que tu bendigas
mis fatigas, a fin de que sirvan de ventaja para mí y para este pueblo. Bendice
pues tu santa palabra, haz que brote en nuestros corazones, haz que nos
salvemos. Bendice estas lágrimas, estos suspiros: haz que crezcan en nosotros
hasta la muerte, a fin que siempre lloremos nuestros pecados. Bendice este
pueblo en general y bendice a cada uno de ellos en particular, para que todos
se hagan santos. Haz que en ellos se extingan todos los odios, todas las
disensiones, todas las discordias; que cesen entre ellos los escándalos, los
vicios, los pecados; que reine entre ellos la concordia, la unión, la paz, la
religión, y que te sirvan todos con un solo corazón y una sola alma. Bendice
sus campos: bendice sus familias, bendice al clero, y bendice en modo
particular su dignísimo Pastor, de manera que después de haberlos guiados a todos
a ti con celo, con piedad y con el ejemplo, pueda con todos ellos presentarse
confiado ante ti, y recibir la corona de la vida eterna. Y como nosotros no
somos sino una pequeñísima porción de tu Iglesia esparcida en todo el mundo, te
rogamos bendigas a esta Iglesia tuya, para que crezca, se dilate y se extienda,
para que todos los hombres, turcos, hebreos, infieles, heréticos, cismáticos e
incrédulos entren en la misma para conocerte y adorarte en espíritu y en
verdad. Bendícela pues; bendice cada rango y cada orden; bendice a todos los
príncipes católicos y en modo particular nuestro augusto soberano, y entre
ellos conserva el celo, la concordia, la Religión y la paz. Bendice a todos los
ministros de los Altares. Bendice a los Obispos, y bendice copiosamente con
generosas gracias al Pastor universal, tu vicario en la tierra, el jefe de tu
misma Iglesia, el reinante Sumo Pontífice Pío VII, que con especial asistencia
nos has conservado en medio a tantos peligros, a tantas persecuciones y tantas
tempestades, haciendo resplandecer en ello la fuerza admirable de tu brazo
omnipotente, y la indefectibilidad de aquella fe y de aquella Iglesia, que has
confiado a sus cuidados paternos... ¡Ah Señor! no debería tener el coraje, más
quiero rogarte que bendigas también a los obstinados pecadores. Yo sé que son
tus enemigos, yo sé, que continúan injuriándote, rechazándote, insultándote:
pero también, oh Señor, son tus criaturas, y son más en tu Iglesia.
Tú eres rico en
misericordia, tú los esperas, los buscas, los invitas todavía. No son dignos de
tu bendición, no son capaces de recibirla, mas bendícelos por piedad. Servirá
al menos a disponerlos, a moverlos, a enternecerlos. Servirá, Señor, espero, a
que se conviertan. Bendícelos pues, y bendícenos a todos. Amen.
A. Gianelli, Homilías
(por el sacerdote A. Marcone – Génova, 1875. Vol. II págs. 252-270).
De la obligación de hacerse santos
[1] Homilía última para cuaresma conservada por D. Repetti.
[2] Jer. 6,14.
[3] Mt. 7,21.
[4] Tes. 4,3.
[5] Jn. 13,15.
[6] Mt. 12,50.
[7] Ap. 3,16.
[8] 1Cor. 11,1.
[9] 1Cor. 12,30.
[10] Lc. 6,36.
[11] Mt. 5,48.
[12] Lc. 17,10.
[13] Ap. 22,11.
[14] Mt. 10,22.
[15] Lev. 11,44.
[16] Mt. 7,21.
[17] Gál. 6,10.