HOMILÍA SOBRE LA
MULTIPLICACIÓN DE LOS PANES
“¿Dónde
podremos conseguir pan para que coman?"
(Jn 6,5 )
1814
Causa asombro el considerar la
preocupación ansiosa, el cuidado afanoso, que suelen tomarse por las cosas
humanas, no sólo los mundanos y los paganos, sino los seguidores del Evangelio,
los mismos siervos del Redentor que, tanto descuidan los bienes que les están
preparados en el cielo. Saben bien, que este mundo es un valle de lágrimas, en
el cual deben permanecer sólo muy poco y por el cual pasarán como peregrinos,
sin embargo no logran menospreciarlo; saben bien, cuáles son los verdaderos
bienes del cielo y que sólo llegará a poseerlos quien suspira por el cielo, sin
embargo, sólo los observan fríamente; saben bien, que sirven a un Dios providente
por bondad y por naturaleza, que alimenta a las aves del cielo, que viste los
lirios del campo, que gobierna, nutre y conserva cada cosa y, sin embargo,
confían demasiado en su industria engañadora y no esperan en este Dios
omnipotente y generoso; saben, en definitiva, como lo enseña el Apóstol, que
todo bien viene sólo del cielo, sin embargo, todo bien lo esperan de la tierra.
Es por esto, precisamente, que Dios la vuelve infecunda y llena de espinas
cuanto más se confía en ella y derrama más en abundancia sus beneficios cuánto
más se elevan de la tierra para abandonarse y descansar sólo en Él. Olvidemos,
por tanto, al menos un poco esta miserable tierra y sigámoslo, por un instante
al menos, con el numeroso gentío sobre la montaña, que circunda el mar de Tiberíades
y Galilea, y seremos confirmados en esta verdad, de manera que nos animemos a
poner todas nuestras esperanzas sólo en Él.
El mar de Tiberíades, que con
frecuencia nos recuerda el Evangelio, no era un amplio seno de mar, sino más
bien un lago de Galilea, llamado así por una ciudad erigida sobre su ribera por
el Emperador Tiberio. El Señor navegó muchas veces en este pequeño mar, pero
esta vez, nos dice el Evangelio, que fue seguido por una gran multitud debido a
los prodigiosos milagros que obraba en los enfermos - Lo acompañaba muchísima gente a causa de las señales milagrosas que
lo veían hacer en los enfermos- (Jn 6,2).
Pero si el Señor viajaba por mar, ¿cómo podían seguirlo las muchedumbres? En un
mar tan pequeño no podían grandes naves transportar tanta gente y el mismo
Señor solía navegar en la agrietada barcaza del pobre Pedro. Entonces ¿cómo
sucedió aquel hecho? He aquí cómo fue.
Toda aquella gente era práctica en
aquel lago y conocía muy bien cuanta era su extensión. Dijeron entre ellos: - Tenemos
la ribera, vayamos a su encuentro; en algún lugar lo encontraremos. Y así,
animándose unos a otros, todos se encaminaron al mismo tiempo y desde las más
lejanas ciudades acudieron en masa a aquellos desiertos, no sólo los sanos y
los robustos, sino los viejos y los niños, los hombres y las mujeres, los
enfermos y los desfallecientes, todos se marcharon en busca del Redentor y sólo
anhelaban el momento de encontrarlo y poderlo escuchar. Ahora díganme, mis
hermanos, ¿qué les parece esta muchedumbre devota? Si por suerte os hubierais
encontrado en aquellos lugares, ¿os parece que lo habrías seguido por aquellas
playas, por aquellos bosques, por aquellos precipicios, por aquellas selvas y
por aquellas montañas? ¿Os parece que lo habríais seguido aún siendo débiles,
enfermos, desprovistos y con peligro de la vida? Yo temo que algunos se reirían
y se darían por muy contentos con esperarlo cómodamente en casa o en la
iglesia. Pero quiero suponer que, por curiosidad o por devoción, lo seguiríais
también y que por escucharlo no ahorraríais ni esfuerzos, ni peligros, ni
sudores. Y ¿por qué, entonces, nos lamentamos para venir a escucharlo en su
Iglesia, por venir a obsequiarlo y recibirlo en sus Sacramentos? ¿Por qué somos
tan perezosos toda vez que se trata de buscar al Señor para estar con Él?
Pero ustedes se quejan
injustamente; me decís: - nosotros somos devotos, escuchamos con gusto la
divina palabra de sus ministros, cuánto más lo escucharíamos si viniese a
predicarla personalmente como un día entre los hebreos. También abandonaríamos
nuestra ciudad, nuestras casas y caminaríamos días enteros para encontrarlo.
¡Ciertamente no nos ganarían los judíos, si tuviésemos una suerte igual! Y
entonces, ¿por qué no lo hacéis para ir, no diré ya a verlo así a las corridas
o en un bosque, sino a poseerlo, y sin duda, a gozarlo por toda la eternidad?
Harías tanto para escucharlo y ¿por qué no lo hacéis para poseerlo? El Señor
nos invita al monte de la santidad, a su Paraíso, ¿por qué no vais? ¿Por qué
rápidamente retrocedéis ante la mínima dificultad y al primer tropiezo? ¿Por
qué os quejáis así de todo? Vosotros bien decís: - sentado, desde el púlpito es
lindo predicar la paciencia, pero si se encontrase en ciertas situaciones, ¡si
supiese cuántas necesidades se deben tolerar! ¡Si supiese lo que significa no
tener nunca una consolación! Lo sé, por desgracia, y os compadezco, pero
también sé que quien sirve verdaderamente al Señor, sabe vencer todas las
dificultades, como la vencieron aquellas multitudes y no se ve jamás privado de
la verdadera alegría, es más, recibe consolaciones mucho mayores cuanto está
más dispuesto a seguirlo en los afanes, en las angustias y en las penas.
Abraham, Job, Tobías y otros muchos santos, tanto del nuevo como del antiguo
testamento, son una evidentísima prueba; es más, todas las Sagradas Escrituras
nos aseguran esta dulce verdad.
Mirad la prueba concreta en las
turbas evangélicas. El Señor, como nos advierte otro Evangelista, había ido a
una alta montaña a rezar. Pero cuando vio acudir a la gente, dispersos por
aquella playa y por aquellas selvas, guiadas sólo por el deseo de encontrarlo,
salió de su retiro, descendió de la montaña, vino al descampado, los reunió en
un amplio campo, sanó todos sus enfermos, los consoló y les habló todo aquel día
de su Paraíso y de su Iglesia - vio todo ese pueblo y sintió
compasión de ellos (Mc 6,34) - Jesús los acogió y se puso a
hablarles del Reino de Dios, y devolvió la salud a los que necesitaban curación
(Lc 9,11) -. No me digáis que el Señor os abandona, que estáis
privados de consolaciones cuando lo servís de corazón. Decid más bien, que sois
vosotros los primeros en abandonarlo; es más, vuestras aflicciones crecen más,
cuanto más os alejáis de Él; decid, más bien, que quisierais unir las
consolaciones del mundo con las de Jesucristo, o al menos que quisierais las
consolaciones sin abrazar las cruces. Seguidlo al monte de la piedad, seguidlo
como lo seguían las muchedumbres y no temáis.
Ellos estaban encantados,
extasiados, consolados de tal modo, que aunque Él los despidiera, no supieron
alejarse y, aún desprovistos de todo, quisieron seguirlo a la montaña desierta
en la cual se internó. ¿Desearíais saber la causa de nuestra pusilanimidad en
el seguir al Señor y en el encontrar el padecer? Porque no queremos comenzar,
porque arrastramos la cruz, como el Cirineo obligado a llevarla, pero no la
llevamos un solo paso para seguir al Señor. Y es por esto, que nosotros no
sabemos cuál es la dulzura, cual el gozo que Dios hace probar a sus siervos aún
en el sufrimiento. Probadlo, dice el Real Profeta, y entonces veréis cuán dulce
es el Señor - Gustad y ved cuán suave es el Señor -. Seguid al gentío y os quedaréis convencidos.
El Señor luego de haber rezado, y
rezado largamente, como si no los hubiese visto todavía, levantó la mirada y
recorrió con la vista todo su alrededor, viendo aquella gran multitud que lo
rodeaba, se volvió a sus discípulos, pero especialmente a Felipe, quizás el más
práctico en este punto; - Dijo, ¿dónde compraremos tanto pan para que coman? Aunque
Él lo decía para probarlo en su fe, agrega el Evangelio, porque ya sabía cómo
sería el resto - Esto lo decía Jesús para ponerlo
a prueba, porque él sabía bien lo que iba a hacer. - ¿Cómo hacemos, Maestro, respondió Felipe, para
saciarlos a todos? - Doscientas monedas de plata no
alcanzarían para dar a cada uno un pedazo de pan -. Y aún teniendo dinero, ¿cómo podríamos conseguir pan
en estos desiertos?
Me parece sentir a ciertos hombres
de mundo, que no confían para nada en Dios y todo lo esperan de la industria
humana, que también ellos gritan, quizás para eximirse de la obligación de la
santa limosna, que no se puede vivir, que no es posible resistir tanto, que es
necesario, por fuerza, abandonar a los pobres, que en estos tiempos todos somos
pobres, que ya hay tantos pobres que no se puede respirar más.
Está todo bien, pero el Señor no os
manda dar lo que no podéis. No quiere el Señor que os hagáis cargo de todos sus
pobres, pero quiere que cada uno haga de su parte cuanto él puede; luego, él
pensará en el resto. Volved a las turbas y veréis lo que el Señor exige de
vosotros. Sentid la respuesta desesperada de Felipe y sentid al hermano de
Simón Pedro, Andrés, que lleno de la confianza que no tenía Felipe, dijo: - Señor, aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos
pescados. Pero ¿qué es esto para tanta gente? -. ¡Andrés no temas! Has dado al Señor todo lo que has podido, ten buen
ánimo, Él proveerá para todos. Rápido, discípulos míos, llamad a toda esta
gente, hacedla sentar sobre la hierba, disponedla en orden, numeradla, hacedla
acomodar para comer. - Pero, Señor, son cinco mil hombres y además las mujeres
y los niños, ¿qué queréis darle de comer? - Hacedlos sentar, y a mí dejadme el
resto. Andrés, dame aquellos panes y aquellos pescados. Y he aquí, que los tomó
entre sus manos, levantó sus ojos al cielo, dio gracias a su Eterno Padre, los
bendijo, los partió y, poco a poco, los entregó a los discípulos para que los
entrgaran a la gente hambrienta.
¿Lo creeréis? Aquel pan y aquellos
pescados comenzaron a crecer y crecieron de tal modo que, después de estar
todos saciados, recogieron por mandato del Señor lo que sobró y llenaron doce
canastos. - Y todos comieron hasta saciarse. Se recogieron doce
canastos de pedazos de pan y las sobras de los peces -. No debe sorprendernos, dice San Agustín, que aquel
que hace crecer y multiplicar las hierbas en la tierra, sin tierra las hace
crecer en sus manos, que crearon el grano, el cielo y la tierra. Aquellos
panes, dice San Basilio, florecían, por así decir, en sus sacratísimas manos y
se reproducían unos a otros. San Juan Crisóstomo dice que crecían en las manos
de sus discípulos y San Hilario, dice que en las mismas manos de los que lo
comían. Yo pienso que crecían en las manos de todos, no por virtud de todas las
manos, sino en virtud de la Bendición divina que el Señor impartía a aquellos
panes y a aquellos pescados. ¡Oh, si entendiesen los cristianos, que más vale
un trozo de pan, una escasa limosna, una mísera sobra con la Bendición del
Señor, que las riquezas de un Reino; que cuanto menos apegados a los bienes de
la tierra, cuánto más se empeñarían en procurarse las Bendiciones del cielo!
Vosotros sois infelices con vuestros haberes y con todas vuestros cuidados: una
pequeña parte de aquello que poseéis os haría felices, si fueseis bendecidos
por el cielo. Aquel dice no tener ni siquiera para él, y yo le digo que,
queriendo, podría tener para él y para los pobres de Jesucristo. Los cinco
panes y los dos pescados, comidos en secreto, no habrían bastado a saciar a los
apóstoles; porque Andrés los puso en común, el Señor los bendijo y bendecidos
por Él saciaron cinco mil hombres y muchas mujeres y niños, como no lo hubiera
podido hacer una bien provista ciudad. Probad a compartir con los pobres del Señor
vuestras provisiones, vuestros dineros, a pesar que sean escasos y pequeños, y
veréis, entonces, cuál será la Bendición para vosotros.
Por mucho tiempo Elías fue
alimentado por un cuervo allá en la caverna junto al torrente Cherit cuando por
su intermedio Dios castigó a Acab con los tres años de dura sequía; pero antes
que se cumplieran el Señor quiso probar la constancia y la fe de una pobre
viuda, tan pobre como virtuosa. Dijo el Señor: - Elías, el cuervo no vendrá más, el río se seca.
Parte, ve a Sarepta, que yo he hablado con una cierta mujer y ella te proveerá.
Partió el Profeta y, junto a las puertas de la ciudad, vio una mujercita que
estaba recogiendo algunas trozos de leña e, inspirado por Dios, supo que era la
que el Señor le había indicado. - Buena mujer,
dijo el Profeta; un sorbo de agua, por favor, que muero de sed -. La pobre mujer interrumpió su ocupación y se
apresuró a proveerlo. Pero el Profeta que, con la sed también sentía hambre, le
dijo: - La verdad que un poco de agua no basta, por favor, Tráeme también un pedazo de pan, para
calmar mi hambre. - Pero, hombre de Dios, ¿cómo traerte pan, si ni siquiera lo
tengo? Para no engañarte, tengo sólo tres gotas de aceite en un cántaro y un
puñado de harina. Pienso preparar esto para mí y mi hijo; será lo último que
comeremos antes de morir”. (1 Re 17, 12). Elías le dijo: ‘No temas, anda a tu casa a hacer lo que dijiste. Pero
primero hazme un panecito a mí y tráemelo, , y después te lo haces para ti y tu
hijo. Porque así dice el Señor: No se terminará la harina de la tinaja y no se
agotará el aceite del cántaro hasta el día en que Yahvé mande la lluvia a la
tierra’.
¿Qué os parece? ¿le habríais
vosotros obedecido? Oh, vete al diablo, perezoso como sois, ¿tenéis tanto
coraje de hacerme semejante pregunta? La primera caridad comienza por mí y mi
hijo. Si el Señor quisiese esto de mí, habría hecho que yo lo tuviese para ti y
para nosotros. Vete al diablo, falso Profeta, que con tu hipocresía quieres
privarme aún de este último consuelo. Así habríamos respondido al Profeta en
una circunstancia tan crítica; y así, en mucha mejor situación, responden
algunas veces, los cristianos a los pobres. Pero la viuda honesta no respondió
así. Partió inmediatamente y obedeció en todo al Profeta, no sólo en aquel día,
sino por todo el tiempo que él habitó junto a ella, y aquel poco aceite y
aquella escasa harina, no faltaron nunca - No se terminará
la harina de la tinaja y no se agotará el aceite del cántaro hasta el día en
que Yahvé mande la lluvia a la tierra -. (1
Re 17,14). Con
esto se salvó la mujer, se salvó el hijo y aún mereció salvar a un Profeta, que
poco después le resucitó a su hijo muerto. Pero si ella se rehusaba a hacerlo,
¿cómo podía salvarle la vida? Necesitaba un milagro y obtuvo un milagro porque
fue misericordiosa. ¡Cuántos milagros haría el Señor, si estuviésemos todos
animados por la caridad fraterna! ¡Cuántos milagros deja de hacer porque se lo
privamos! ¡Cuántas multitudes de pobrecillos serían saciados y aún están
hambrientos, porque a ellos se esconde aquel poco que el Señor sabría
multiplicar! ¡Cuántos, finalmente, que por ser mezquinos se hacen infelices! La
viuda de Sarepta y las multitudes saciadas por el Señor son suficientes para
instruirnos sobre este punto.
Pero, es necesario estar en guardia
contra otro defecto que disgusta mucho al Señor y que es tan indigno como el
primero. Éste es el de solamente seguir y temer al Señor para que nos provea en
las necesidades temporales, o bien, seguirlo con entusiasmo en la prosperidad y
abandonarlo cuando cambia nuestra suerte. Volvamos a las muchedumbres. Ellos
estaban tan sorprendidos por el prodigio realizado que todos, a una voz, decían
que Él era el Mesías que debía venir a salvar el mundo. Y estaban tan
convencidos, que querían hacerlo Rey a toda costa; pero el Señor, que todo lo
sabía, se retiró solo al monte y se escondió de ellos. Sin embargo, toda esta
fe era interesada y ruin, de modo que cesó cuanto terminó el milagro y luego de
unos pocos días, no sólo no lo querían Rey, no lo predicaban Mesías, no lo
llamaban Profeta, sino que no querían escucharlo más y hasta algunos de sus
queridos discípulos lo abandonaron.
Pero, ¿por qué? porque habló de un
pan más noble y delicado, de un pan que no saciaba la carne, sino que
vivificaba el espíritu, de un pan venido del cielo, de un pan deseado por los
mismos Ángeles, de un pan que debía ser el más precioso de todos los tesoros,
es más, el compendio de todas las maravillas obradas por Dios en beneficio del
género humano; quiero decir de la SANTA EUCARISTÍA.
Después de haberla preparado con la
multiplicación del pan que, según Alberto Magno, era una viva figura, les
explicó todo el misterio del Pan Eucarístico, advirtiéndoles que no había otro
pan capaz de dar vida - Si no coméis de este pan, no
tendréis vida en vosotros - pero ellos,
viendo que este pan celestial consistía en su cuerpo y en su sangre, luego de
haberlo tenido entre ellos, dijeron que éste era un lenguaje demasiado elevado,
un lenguaje demasiado duro que no se podía oír. Y si no hubiese sido por la
constancia de Pedro, lo habrían abandonado también los Apóstoles. Judíos
insaciables, grita San Jerónimo, se ve, por desgracia, que es la gula y la
inmoderación que os guía y no la piedad. Cuando estabais hambrientos, os
proveyó y vosotros lo aclamasteis como Rey, Profeta y Mesías; ahora que os
habla de un pan totalmente celestial y espiritual, rehusáis escucharlo.
¿Pero qué podemos decir de aquellos
cristianos que tienen tan poca estima por este angelical Pan Divino? ¿Qué
podemos decir de aquellos cristianos que parecen no darle importancia, como si
fuese la cosa más despreciable del mundo? ¿Qué podemos decir de aquellos
cristianos que, casi como si estuviesen condenados a consumir un cáliz de
amarguísima hiel, se acercan una sola vez al año y quizás dejan morir
miserablemente el alma bajo el horrible peso de la censura eclesiástica por
años, como un trágico presagio que morirán eternamente?
¿Qué podemos decir de aquellos
cristianos que lo respetan tan poco, que con su poca reverencia lo insultan, que
lo ultrajan cuando lo reciben contaminados por la culpa? ¡Oh Dios! ¿qué diremos
de aquellos cristianos, de su frialdad, del descuido, del poquísimo celo con
que estiman un Sacramento tan venerable?
Amorosísimo Dios, Redentor
adorable, Señor dulcísimo que nos has dado todo por el exceso de tu infinito
amor, en el Pan Eucarístico; nos diste todo cuanto puede dar un Dios
omnipotente e infinito, que es el Todo, ¡Oh cuánto era mejor para Vos, dejaros
ver sólo por los Serafines del cielo y donaros sólo a los Beatos que te hacen
una corona en el cielo! ¡Cuánto mejor era que te dieras a los bárbaros que te
habrían respetado más que nosotros! Aún entre los animales habrías encontrado
una recepción más digna que la que encontráis en medio de nosotros! ¡Hijos
ingratos!...
Pero ¿qué sería de nosotros si te
alejaras? ¿No nos aseguraste que pereceremos sin este pan de vida y que no
podemos vivir de otra manera si no nos alimentamos dignamente?
Bendito seas mil veces, Señor, y
todo en el Paraíso os bendiga por nosotros, porque nos amaste tanto hasta
sufrir los insultos de los inicuos para socorrer vuestros hijos. Nosotros,
enriquecidos de este Pan celestial, no envidiaremos más el maná de los hebreos,
ni el pan que diste a las multitudes, ni los delicados alimentos del mundo,
sino que sólo desearemos este Pan de vida y mientras los profanos del mundo se
alejan, nosotros gritaremos con Pedro: “Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”
(Jn 6,69)
Prédicas
autógrafas Volumen IV, páginas 246-252