Reflexión triduo solemne en San Juan

Reflexión adaptada a los tres días del Triduo solemne en S. Juan

26, 27 y 28 mayo de 1830

 

Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos.

(Apoc 21,3)

 

Entre las admirables visiones que tuvo en Patmos, el más sublime de todos los videntes y de todos los profetas, el Apóstol San Juan, una de las más sorprendentes y de las más valiosas fue la de la celestial Jerusalén y lo que por sobre todo otro objeto hirió al mismo tiempo su mirada y su corazón, fue el ver que, como en un inmenso e inefable Tabernáculo, Dios mismo se complacía habitar junto a los hombres, en la más grande intimidad y bondad.

¡Oh, qué veo!, exclamó ¡Oh, qué veo!

¡Dios que habita en medio de los hombres! ¡Dios que habita en medio de los hombres! - Ésta es la morada de Dios con los hombres -. ¡Con cuánta mayor razón, nosotros podemos exclamar, más aún cómo exclamaríamos, si fuese nuevo para nosotros el grandioso misterio del Señor Sacramentado que veneramos sobre los altares! Pero este misterio no es nuevo para nosotros, mis hermanos, no es nuevo y, por eso, precisamente, no nos maravillamos; sin embargo, por esto no deja de ser tan grande, admirable y portentoso. Si nosotros no lo recordamos, si nosotros no le prestamos atención, no es culpa del gran Dios que habita en la Eucaristía; la culpa es nuestra, la culpa es nuestra.

Por tanto, ya que tengo la hermosa ocasión de reflexionar con vosotros, yo quiero precisamente hablaros de esta grande e incomparable fortuna nuestra, o sea, de la felicidad de tenerlo en nuestra Iglesia y poderlo así manifiestamente, libremente y cómodamente adorar  - Ésta es la morada de Dios con los hombres -.

Y, pareciéndome que son tres las razones que, principalmente explican mejor nuestra consideración:

·         la presencia del gran Dios que adoramos,

·         el modo con el cual se ofrece a nuestra adoración,

·         y el fin por el cual se ofrece,

yo pienso, precisamente, en las tres tardes destinadas para esto, detenerme a considerarlas, comenzando esta tarde por la primera, o sea, qué importante es para nosotros el tener presente y expuesto sobre los altares a nuestro gran Dios y así poderlo adorar. Ésta es la morada de Dios con los hombres -.

Nosotros lo adoraremos, por otra parte, sin olvidar precisamente las santas almas que sufragamos y que no deben ellas tampoco quedarse sin ayuda.

Creería inútil detenerme a demostraros o a hablaros sólo de la presencia real de Jesucristo en la Hostia Santa que veneramos, puesto que ninguno la ignora y desde pequeños la conocemos y confesamos solemnemente. 

Sólo os ruego recordar que aquí lo tenemos en la manera más amable y más completa, de tal modo que sólo podría ser mayor en el cielo.

·      Aquí velada y, si bien escondida, verdadera y concentrada, dado que aún en el cielo, es incomprensible la Divinidad;

·      Aquí, viva y amante, la perfectísima humanidad, tal como un día  en el seno de María y como ahora a la derecha del Padre;

·      Aquí el Cuerpo, aquí la Sangre sacratísima;

·      Aquí el espejo límpido y primero de la esencia divina, su alma grande;

·         Aquí, para decir brevemente, con las expresiones davídicas, el Memorial, el Compendio, la grandiosa unión de lo más sublime, maravilloso, inconcebible y aún amable en todas sus misericordias, nuestro Buen Dios.

Ahora bien, mis amados hermanos, veis que no se trata de tener aquí la presencia de un simple hombre, ni de un gran hombre y ni siquiera de un señor monarca de la tierra (que tampoco creamos tener una gran cosa); sino que está aquí Aquel que a todos los reyes los lleva en un puño y son nada. Poderosos del mundo, ¿qué sois delante de mi Salvador, delante de mi Dios? También vosotros lo veis: está aquí, nosotros lo adoramos y como su rebaño somos alimentados por Él y estamos ante Él, gozosos y devotos.

Él no es un Rey o un Dios que acepta sólo a ciertas personas, que a éstos acoge y a aquellos rechaza. Él acepta, Él abraza tanto al más pobre como al más rico, al más grande como al más vil; y no hay hombre tan ignorante y mezquino que no pueda acercarse a hablarle y desahogar los más vivos, los más tiernos y más cálidos afectos con Él. Es más, son los más pobres, los más mendigos, los más afligidos y oprimidos los que Él desea tener más cercanos para confortarlos.

Venid, les dice, venid a mí, vosotros que estáis cansados y agobiados por el peso de vuestras aflicciones y de los angustiosos trabajos que no os dan respiro; de toda pena, de toda cruz y de toda debilidad  yo sabré protegeros y os restauraré por completo.

Nosotros quizás entendemos muy poco la suerte que tenemos en el tener siempre así con nosotros y poder tan libremente adorar a nuestro buen Dios, precisamente porque siempre lo tenemos y no se nos prohíbe jamás acercarnos. Sabemos que las almas fervorosas del resto de Israel no sabían estar sin Él y vemos en las Divinas Escrituras que los israelitas, esclavos en Babilonia, lloraban día y noche y parecían alimentarse de llanto, sólo porque no tenían el templo y el arca, que tenían antes en Jerusalén; y si sentían decir a los asirios - ¿En dónde está tu Dios? Son mis lágrimas mi pan, de día y de noche, mientras me dicen todo el día: ¿En dónde está tu Dios? – (Sal 41,4). Exclamaban luego: - ¿Cuándo podré ir a ver la faz de mi Dios? -. (Sal 41,3). ¿Y que había ante ellos?

Las lágrimas de aquel pueblo me hacen pensar, muy oportunamente, en la imagen de las santas almas del Purgatorio, que con tanta pena y tormento están privadas de Dios y alejadas de Él. (aut. Vol. 3, p.3, interno p. 11-12).

 

Ésta es la morada de Dios con los hombres.

Pondrá su morada entre ellos.

(Apoc 21,3)

Ciertamente se maravilló el Profeta y Evangelista Juan al ver que en la Jerusalén celestial Dios se complacía en habitar junto a los hombres; pero mayor fue su sorpresa al ver que en medio de ellos no estaba como un Dios, rodeado de infinita gloria y majestad, sino más bien como Padre o amantísimo Rey, que se complacía al verse rodeado por su afectuoso y devoto amado pueblo - Pondrá su morada entre ellos -.

Es lo mismo que decir, si no me equivoco, que no solamente se sorprendió de ver a Dios presente entre los hombres, sino mucho más, de ver el modo con que Él se complacía de habitar con ellos, que es lo que precisamente nos hemos propuesto tomar esta tarde como objeto de nuestra breve reflexión sobre el grandísimo objeto de nuestra adoración.

Hagámoslo entonces, ya que pienso que será útil principalmente para avivar nuestra devoción hacia el Sacramento grandísimo que veneramos y para acrecentar nuestra piedad hacia las santas almas que nos hemos propuesto sufragar.

No faltan los cristianos poco prudentes o poco fieles que, al escuchar que se les anuncia el misterio de Jesús Sacramentado y de su presencia real en el Pan eucarístico, se atreven a interrogarse por su gloria y majestad y por qué nada de Sí mismo ha querido dejar visible a nuestras miradas; no advierten los imprudentes que entonces no sería necesaria la fe, cuya práctica sobre la tierra, será luego premiada en el cielo, donde veremos, cara a cara, lo que aquí hemos creído y adorado en las sombras del misterio; tampoco advierten que fue precisamente una sapientísima creatividad de su infinito amor, para que pudiésemos nosotros aprovechar su presencia real, estar en torno suyo y deleitarnos con Él, como un verdadero pueblo cariñoso. - Pondrá su morada entre ellos -.

En efecto, ¿quién osaría, no digo acercarse a recibirlo como alimento, sino también a venerarlo sobre los altares, si Él fuese visible a nuestra mirada?

Por poco que Él hubiese dejado transparentar su inefable divinidad y aún su sacrosanta humanidad divinizada, sería suficiente para deslumbrarnos y oprimirnos, de modo que no osaríamos ni siquiera a acercarnos; o, al menos, lo haríamos tan temblorosos y estremecidos, que no nos atreveríamos a fijar la mirada en Él o decir una palabra o elevar un suspiro. ¿Quién se creería capaz de estar ante Él?

Hermanos pecadores que, permaneciendo en el pecado, sois enemigos de Dios, ¿tendríais corazón para estar delante de Él? ¿No temeríais aquella mirada que hace temblar la tierra y horrorizar el universo?

Pues bien, he aquí aquella mirada, pero cerrada, para no ver vuestros pecados, o sólo para verlos y repararlos; es más, los ve pero siente compasión en vez de indignación, y vosotros no comprendéis o no advertís como Él os mira; dejaos atraer por tanta bondad y convertios.

¡Felices vosotros si os fijáis un poco la mirada en Él y comprendéis cómo os llama, cómo os invita! Pero vosotros no le prestáis atención y mostráis así vuestra estúpida ceguera y a la vez su invencible misericordia y grandeza.

Grandeza, digo, hermanos, grandeza. ¿Quién y cuál es aquél grande y poderoso del mundo que no asuste a cualquier enemigo? ¿Qué son aquellos altos y sólidos palacios? ¿Qué son aquellas armas y aquellos custodios celosos y prudentes? ¿Qué significan aquellos baluartes y aquellas reforzadas trincheras? ¿No son todos argumentos de celos, de sospechas, de temor y de terror? ¿Por qué sois tan poco visibles, Reyes de la tierra? ¿Por qué es castigado con la pena de muerte, cualquiera que se atreve, sin ser invitado, a presentarse ante el soberbio trono del grandioso Asuero? ¿Quién podría dudarlo? Vuestra caducidad, vuestra frialdad, vuestro miedo y vuestra verdadera mezquindad.

Entonces ¿Cómo es que estáis delante de mi Dios, de mi Jesús, de mi Rey Sacramentado? Él ve comparecer en su presencia a sus enemigos y no abaja ni cambia la mirada; los ve rodearlo y no teme; acercársele y no los aborrece; burlarse y quizás escarnecerlo y aún, alguna vez, hasta insultarlo y no obstante no se indigna, no los reprende, no los reprueba, no los vigila, o si los vigila es solamente para convertirlos. ¡Dios! Bastaría un solo rayo de luz que partiese de aquella Hostia, para aterrarlos, pero Él no se turba, no se mueve, ni quiere que se turbe la paz de sus confiadas y ávidas ovejas, por las insolencias que se hagan o por algún mercenario o algún lobo rapaz.

Él se ha hecho alimento y bebida para sus amados, sólo se mostrará a ellos como buen pan, pan vivo, pan del cielo, alimento y bebida de Paraíso. - Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida -. Y si sus perversos enemigos, osaran con labios profanos, es más, sacrílegos, gustar de aquella Mesa, Él no se turbará, ni verán alterarse las apariencias de pura bebida, que volverá a ellos como veneno incurable y mortal. Pero hacedlo, entonces, impunemente, para que la paz no se turbe y el gusto no se cambie y no se disminuya la avidez y la insaciabilidad de su anhelante grey. - Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.

Pero nosotros somos un verdadero pueblo. Nuestros hermanos gimen en el Purgatorio, exiliados y abandonados. Podemos, por tanto, rezar por ellos. Y ¿no lo haremos?

 

Ésta es la morada de Dios con los hombres.

Pondrá su morada entre ellos.

(Apoc. 21,3)

Era ya demasiado al ojo vidente del gran profeta de Patmos ver cómo Dios se complacía de estar en medio de los hombres como Rey y como Padre, más que como Dios; pero no advirtió que aquel pueblo aventurado y feliz y, a la vez bueno y piadoso, lo viese y lo tuviese con Él, con tanta ternura y familiaridad y que, sin embargo, no dejaba de tenerlo y considerarlo como a su único y verdadero Dios. Lo cual, si entiendo bien, es la perfecta unión y la completa felicidad que está prometida a todos en el Reino de los cielos. Nosotros no lo tenemos aquí de manera completa como esperamos tenerlo en el cielo; pero, por otra parte, lo tenemos de tal manera que podemos gloriarnos con el salmista que no hubo jamás una nación que pudiese tener algún Dios tan cercano a sí como nosotros tenemos a nuestro buen Dios.

Y éste es, precisamente, el fin por el cual nuestro Divino Salvador quiere ser adorado por nosotros bajo las especies sacramentales; todo lo que confiere esta unión con Dios será el objeto de nuestra reflexión, de la que sacaremos motivo para fortalecer al mismo tiempo nuestra piedad y la devoción hacia las almas del Purgatorio a las cuales nos proponemos sufragar.

Considerando bien, podemos nosotros unirnos con Dios sobre la tierra de dos modos: el 1º es gracias a la fe y a la caridad, por las cuales el alma se une a Dios, ve a Dios y habla con Él y le expresa sus afectos, obtiene gracia, misericordia y aún secretas consolaciones.

El otro modo es el de la comunión sacramental por la cual el alma, es más, el hombre se une a Dios de una manera tan perfecta que mayor no podría, no sólo tenerse, sino ni siquiera imaginarse. Pero estos felices momentos son demasiados rápidos, demasiados veloces. Es una especie de Paraíso.

Pero volviendo a la primera idea, o sea al primer pensamiento del destino incomparable de aquel que, animado de pura fe, permanece aquí honrándolo, os ruego, hermanos, me digáis, si lo sabéis, ¿qué otra cosa se puede desear sobre la tierra que aquellas delicias que son más apropiadas para gozar y deleitar el espíritu?

¿Puede el espíritu tener o desear más cercano, más amado y más amoroso a su Dios? ¿Puede desear mejor medio y tiempo para expresar todos sus afectos, sus deseos y desahogar su amor? ¿Hay alguna gracia o plegaria que aquí no se pueda requerirle mil veces? ¿No se puede aquí volverse mil veces inoportuno de tanto insistir, como nos dice el Evangelio, hasta que se obtenga la gracia?

No puede negarse que el beneficio de quien lo recibe al comulgar es sumamente grande, en lo que respecta al acercarse y a la posesión total; diría que es casi una cierta identificación con nosotros mismos; pero aquellos felices momentos son demasiados rápidos, demasiados veloces. Aquellos son una garantía, casi una muestra de Paraíso; pero un Paraíso que escapa casi apenas comenzado. Es una garantía, es una muestra de Paraíso, pero que no es siempre abierto para todos, ni se da a todos.

Se excluyen los niños pequeños, incapaces todavía de gustarlo; y se niega a los que no han hecho ayuno de todo otro alimento, como no preparados a un alimento que es totalmente divino; y se rechazan los impuros, los temerarios y los profanadores. Y para quien está demasiado ocupado o distraído no parece oportuno. Quien no siente gran hambre de Él, no logra gustar el sabor, ni la más mínima alegría. Con frecuencia es negado a quien más ardientemente lo desea. Y para aquellos impíos que alimentan en su seno la culpa, ¡oh Dios! la fe empuña una espada todavía más cortante que la que el querubín celestial empuñaba en las puertas del Edén para echar afuera nuestros imprudentes progenitores. La adoración, por el contrario, es una bendición que a ninguno se niega. Aún el niño, aún el deficiente, aún el nutrido con alimento terreno, aún el andrajoso y el inculto, aún el cargado de preocupaciones y aflicciones, también el afligido, el angustiado, el lloroso, el apasionado y hasta los mismos pecadores tienen el paso libre, tienen acceso, tienen paz y en todo tiempo y a toda hora de estos beatos días, a todos está permitido gustarlo, a todos, a todos. Desde aquel trono de viva misericordia parece gritar a cada uno que lo mira: ¡Venid, venid todos, que a todos espero e invito; venid y gustad, probad la dulzura de vuestro buen Dios; venid, venid!

Que si ciertamente no es permitido aquí alimentarnos, como cuando se lo recibe en la Comunión sacramental, nadie puede negar, que un alma verdaderamente hambrienta del divino Pan, no pueda alimentarse de manera espiritual que, si bien no iguala la suerte del verdadero comulgante en lo que respecta a la realidad de la presencia, sin embargo, la puede igualar y quizás a veces superar en lo que respecta a la abundancia de las gracias, que son los efectos más preciosos de este místico pan.

Porque si alguno verdaderamente me ama, decía ya el amante Señor, si alguno me ama no lo dejo nunca solo. Yo vendré a él, con el Padre y el Espíritu Santo y gozaremos de permanecer en él para siempre en felicísima mansión. – Si alguno me ama, guardará mis palabras, y mi Padre lo amará y vendremos a él para hacer nuestra morada en él. – (Jn 14,23). Por tanto, ¡qué podría hacer, decir y aún gustar un alma verdaderamente amorosa! ¡Cuántas veces puede unirse y volverse a unir con su Dios! ¡Cuántas veces puede saciarse de aquel celestial divino Pan! Aquí he encontrado a mi Amado, puede decir con la Amada de los Cánticos, lo estrecharé al pecho, no lo dejaré separarse más de mí. Con tal pan, con tal alimento, con tal Sacramento, ¿qué cosa no obtiene un alma fervorosa y fiel?

Este acto en el cual lo adoramos no es el verdadero y real sacrificio, como cuando Él estaba allá sobre la cruz y está cada día entre las manos de los sacerdotes; pero ¡cuántas veces en la adoración se vuelve a ofrecer esta víctima de expiación y de paz, que está a la vez silenciosa y parlante, y que siempre redunda de una sangre que grita al cielo inmensamente más fuerte que la sangre de Abel! ¡Cuántas veces con la Virgen Dolorosa, allá sobre el Calvario, muestra al Padre los excesos divinos de esta víctima sacrosanta y lo invita y le ruega y aún lo provoca santamente animada! ¿Por qué no sabe, no puede en tal situación y con una prueba así entre las manos? ¿Qué cosa no obtiene para sí y para los otros del aplacado cielo? ¿Qué no obtiene también para vosotros, hermanos disipados del siglo? ¡Y vosotros no sois capaces de entenderlo! Id, por tanto, a alimentar vuestros caprichosos consejos, seguid el gusto necio que os arrebata, pero no turbéis tan bella paz, no profanéis esta imagen suave y dulcísima de Paraíso. Gozad de vuestras diversiones y de vuestros placeres, pero dejadnos a nosotros esta celestial alegría.

Y a vosotros, almas devotas que alimentáis una fe pura, me dirijo ahora  y os digo con el salmista: “Dejad, dejad que los estúpidos y necios se pierdan en sus vanidades y en sus necedades y venid durante estos días a tener una dulce pausa en este templo y a exultar jubilosos en la presencia de nuestro buen Dios; caigamos de rodillas, adorando y confesando así la presencia real de nuestro Señor Jesucristo en la Hostia Santa y nuestro gozo se exprese ante Él con salmos de armonioso júbilo. Adorémoslo, devotos e inclinados, mis hermanos, que Él es grande, majestuoso, tremendo y delante de Él todas las otras divinidades son mentira; adorémoslo con profunda humildad porque Él no rechazará a su pueblo, por más que tenga en un puño los confines de la tierra y mire desde lo alto de las cimas de nuestras montañas.

Venid, adorémoslo, porque el mar es suyo, Él lo hizo un día y también este mundo terreno fue creado por sus manos; venid a postraros delante de Él y adoradlo porque es verdadero Dios; porque Él no es pan, no es criatura mortal, sino que es el Dios que nos hizo, creándonos un día de la nada. Lloremos, lloremos de ternura y amor porque Él, que es nuestro verdadero Señor y buen Dios y nosotros somos su amado y bendecido pueblo, es más, el verdadero rebaño que tanto amó y tanto ama hasta alimentarlo de sí mismo.

¡Oh Pueblo! ¡Oh pueblo! ¡Oh alimento! ¡Felices de nosotros si sabemos adorar a este Dios y aprovechar tan grande don!

¿Qué cosa no podrá la Eucaristía otorgar a través de la adoración a aquellas santas almas del Purgatorio, que no pueden comunicarse más con este divino sacramento, ni ofrecer este Divino sacrificio, ni adorarlos, como nosotros, sobre los altares? Bien lo veis que basta sólo el quererlo. Pero ¿quién será aquel que no lo quiera?

Nos compromete a hacerlo el miserable estado y la pobrísima condición de las almas purgantes; nos compromete a hacerlo la inmensa facilidad con la cual la podemos hacer; nos compromete sobre todo la inmensa bondad de este Dios amorosísimo que, así como está unido a nosotros y desea estarlo siempre aquí, sobre la tierra, anhela también tener unidas a Sí a aquellas almas en el cielo, en su gloria. Por tanto, ahora mientras podemos ayudarles, hagámoslo; es el tiempo de apresurar el momento en el cual para siempre se reúnan con Dios; y luego, si se unen a Dios, podrán ayudarnos a nosotros y quizás mucho más, porque a ellas y a Dios nos reuniremos en su gloria.

 

Nota bene (de Don Giacomo Gianelli)

Las citadas reflexiones hechas en la Parroquia de San Juan Bautista de Chiávari, fueron ampliados de modo admirable y como de verdadero orador en el 1839, vestido además del roquete y la estola, con la capa episcopal, antes de ir a Bobbio.

                                     Fdo. Can. Gianelli Giacomo 

 

Pred. Aut. Vol 3, p.3