HOMILÍA PARA EL DIA DE LA SANTA NAVIDAD – 1839
“Se ha
manifestado … a todos los hombres” (Tt 2,11)
Dios hecho
hombre, hombre niño, niño pobre y depositado en un pesebre, más aún en una
gruta, en una cabaña abierta, donde no encuentra al nacer más confort que el
que le ofrecen las dos pobres bestias, de su pobre Madre y del pobrísimo Padre
adoptivo, que lo aguardaban entre el sufrimiento, la maravilla y el estupor;
pero este pobrísimo Niño que es venerado por los pastores, celebrado por los
Ángeles, adorado por los Magos y temido por los Reyes, es el gran misterio que
nosotros celebramos y por el cual este día, que alegra a todo el mundo, abre el
curso a tantas solemnidades bellas y devotas.
¿Cómo callar
en este día? Por una parte, un Dios que se humilla tanto por nosotros exige
reconocimiento; por otra parte, el hombre, exaltado a tanta gloria, quiere
expresar su alegría y júbilo extraordinario.
¿A cuál de estos deberes podemos nosotros satisfacer con el callar inoportuno? No, se debe hablar; y si tanto no se puede decir, que iguale el doble y grande argumento, dígase lo que se pueda y aunque fuese menos por el gran peso del misterio, diría el gran Pontífice San León, la misma opresión, la misma deficiencia nuestra, será una especie de elogio para un objeto tan sublime. Y esto mucho más, hijos míos, porque reflexionando bien, podemos hacerlo con gran provecho para nosotros; y en la suma humillación de nuestro Divino Salvador hecho Niño y qué Niño, tenemos una gran lección para humillar nuestro orgullo y en la gloria que lo rodean y exaltan nuestra humanidad, tenemos otra lección para elevar nuestro pobre y mísero corazón a otras esperanzas, que no son las de este mundo. - Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente, aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios - (Tt 2,11-13).
Por tanto,
hijos míos, esta doble instrucción que Él viene a darnos, sea el dulce
argumento del presente sermón y el fruto sea tal que, gracias a la asistencia
divina que imploro, aumente, al mismo tiempo la gloria a Dios y en nosotros el
fervor de la santa alegría y de la piedad.
Esto tiene de característico
el ejemplo de los grandes: ser fácilmente imitados. Sea por aquella innata
inclinación que todos tenemos de imitar las mejores cosas, o bien por seguir a
quien resplandece en las acciones grandes y luminosas, o mejor todavía, el
empeño de tener el favor de aquellos que distribuyen gracias y beneficios a los
amigos más estimados, el hecho está que todos buscan imitar, lo más que pueden,
no sólo las acciones, sino también los gustos, los modos, las costumbres, las
preferencias y, a veces, hasta los caprichos y los vicios más grandes. Más aún,
se consideran hombres muy prudentes y de gran inteligencia aquellos que
adivinan sus gustos y que advierten sus deseos.
Por tanto,
¿será sólo el Salvador no imitado y seguido? ¿El Unigénito Hijo de Dios, el
Verbo eterno hecho hombre para el hombre, Dios verdadero con el Padre y con el
Espíritu Santo, que tiene poder sobre todos los reyes y monarcas, el único artífice
de la naturaleza y de las cosas, aquel en el que somos y existimos y del cual depende
todo nuestro bien, incluso la vida y la respiración? Este único Dios nacido,
este único Rey de Reyes ¿no puede ser imitado? ¿O no será más bien Él sólo al
que quieren imitar los hombres, al menos sus seguidores y aquellos que se
glorían de ser suyos? Y aquí notad, mis queridos, que los grandes del mundo son
imitados sólo porque son grandes, aún cuando no manifiestan en algún modo su
voluntad o el deseo de serlo. ¿Qué cosa no se haría, si alguno manifestase el
deseo de ser seguido en su forma de vivir, de vestir o de conversar? ¿Quién no
se creería indigno de su gracia y casi todavía de su tolerancia, en el caso que
se negara a hacerlo? Y si él hiciese una ley, ¿cómo se podría ser tan audaz de
transgredirla? Y si alguno la violase, ¿qué indulgencia o qué piedad podría
obtener? ¿Cómo, diría aquel Señor, ‘tengo derecho de mandar y de exigir aún lo
que a mí no me gusta o no me es cómodo practicar; me limito a mandar sólo lo
que yo mismo obro, sin embargo no soy obedecido? ¿Debería bastar mi ejemplo y
no basta ni siquiera mi ley?
Por tanto, el desobediente cargue con el castigo y pague el precio de su arrogancia.
Ésta es
nuestra situación, hijos míos, que este Dios Salvador manda y realiza, más aún,
acata primero la ley y luego nos la impone; da primero el ejemplo y luego
agrega la orden. Y exclama: “Yo voy adelante, vosotros seguidme. Os he dado
precisamente ejemplo para que hagáis en todo como hice yo. - Os he dado
ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo os he hecho con vosotros - (Jn 13,15). Quien no me sigue, no es digno de mí; Yo soy el
Camino, la Verdad y la Vida. ¿Donde encontraréis todo esto si no en mí?
Nosotros
estamos predestinados por Dios a la gloria de los Cielos, concluye San Pablo,
pero para ir al Cielo y gozar de la vida, de la presencia y de la felicidad de
Dios, es necesario antes, formar en nosotros una imagen que nos haga conformes
al Unigénito Hijo del Padre - los predestinó a reproducir la imagen de su
Hijo - (Rom 8,29). De tal modo
que entre nosotros y el Hijo de Dios no haya otra diferencia que la de la
primogenitura - para que fuera Él, el
primogénito entre muchos hermanos -.
¿Cómo
entonces, si nosotros aspiramos a esta fraternidad divina, a esta imagen de
semejanza, o sea si aspiramos a salvarnos, podremos eximirnos de una tal imitación?
Él lo desea, Él lo quiere, Él nos lo impone. O renunciamos a Él y nos declaramos
enemigos, o de lo contrario somos sus amigos y lo seguirlo. Nos lo dice Él mismo:
- El que no está conmigo, está contra mí - (Mat 12,30).
Y aquí
agregad, porque es muy importante, que mientras a quien no lo sigue está
amenazado el infierno, a sus imitadores está prometido el Paraíso. En efecto,
Él dijo: ‘Sí, Padre bueno, Vos me habéis dado todo poder en el Cielo y en la
tierra y yo establezco y quiero que, donde esté yo, estén mis seguidores, mis
siervos y mis fieles imitadores. – Padre, quiero que donde yo esté estén
también conmigo los que tú me has dado – (Jn 15,24). Es como decir, mis queridos hijos, que de la misma
manera, que para quien lo imita el premio es el Paraíso, para quien no quiere
imitarlo el castigo es el infierno.
¿Ahora
qué decís, hijos míos? ¿Debemos o no debemos imitarlo? Y si debemos imitarlo
¿lo hacemos? Este es el punto fundamental sobre el cual os ruego que reflexionéis
bien. Dado que, como lo advierte el Apóstol, para instruirnos, enseñarnos y
darnos ejemplo, Él no esperó la Cruz y tampoco se limitó a la predicación del
Evangelio, sino que, desde la cuna, desde su nacimiento, desde su primera
aparición entre nosotros, se manifestó como maestro, profeta y doctor y todo
sabiduría para nosotros. – Se ha manifestado a nosotros –. ¿Para qué
sirven, en efecto, los pañales que lo envuelven, las semblanzas infantiles y
todo el conjunto de necesidades e impotencias, que siempre rodean la primera
edad en la cual el hombre es tan incapaz de proveerse a sí mismo, si no para
hacernos comprender cuál y cuánta sea la sumisión que debemos tener a las
disposiciones del Cielo? ¿Qué cosa nos quieren decir aquella gruta, aquel
pesebre en el cual nace, desterrado y abandonado de todos, excepto de María y
de su padre adoptivo José, si no cuánto son inútiles e inoportunas nuestras
ambiciones y el afán por las grandezas humanas? Las tinieblas de aquella noche,
el frío de aquella estación, la aspereza de aquel pesebre, la escasez de
aquellas pajas, el viento, la lluvia, la nieve que se concentran allí y que
seguramente penetraban en la mal resguardada cueva, ¿no condenan bastante
nuestras comodidades, nuestro bienestar, nuestros comportamientos, nuestras
modas y nuestros placeres?
La
excelente caridad de José, el sumo pudor de María, en cuyas manos Él se
abandonó prefiriéndolas a las de los Ángeles, ¿no bastan a hacernos comprender
cómo la castidad y la virginidad son amadas y preciosas a los ojos de Dios y
tenidas en altísima consideración y como, al contrario, cuánto aborrece las
obscenidades y todas las abominaciones de los sentidos? No os parece una
escuela muy sabia la que él inaugura en su pesebre, en su bella primera
aparición entre nosotros, a tal punto que podemos decir, que ya comienza a
enseñar a todo el mundo? - Se ha manifestado a nosotros -. Esta
enseñanza, si nosotros queremos escucharla, ¿no será capaz de hacernos
renunciar y detestar verdaderamente todo género de impiedad y todo deseo vano
para hacernos empeñar en una vida sobria, modesta, justa, piadosa y cristiana? -
Renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia
y piedad en el siglo presente -. Decid, hermanos e hijos míos amadísimos,
si no es necesario precisamente renunciar a la fe, o reconocer en el puro y
simple misterio del nacimiento del Salvador la enseñanza y el reproche más
adecuado para nosotros. Decid, si no es necesario cerrar los ojos para no
quedar humillados y confundidos. - Se ha manifestado a nosotros -.
Pero no creáis
que él viene sólo para confundir: Sí, Él quiere denunciar los males de hoy,
pero Él apunta, es más, es su gran objetivo, elevar nuestras mentes y nuestros
corazones a los verdaderos bienes, a la verdadera alegría, a las verdaderas
grandezas eternas, celestes, divinas, porque son bienes, gozos y grandezas de
Dios que nosotros estamos llamados a poseer en Él y a gozar eternamente con Él.
- Aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran
Dios -.
Son para
nosotros prenda y garantía las cortes de los ángeles, que casi olvidadas del
cielo, descienden a alabar y a bendecir al Creador que se abaja a tanto para
salvar al hombre y despertar en él la esperanza del Paraíso. ‘Paz, paz, gritan,
paz a todos los que tienen buena voluntad’, es decir, que aman el bien, que
buscan el bien, que quieren hacer el bien. - En la tierra paz a los hombres
de buena voluntad - (Lc 2,14). Paz en las conciencias, paz en la vida, paz en la
muerte, paz para toda la eternidad. - En la tierra paz a los hombres de
buena voluntad -. Son prenda y garantía los pastorcitos de Belén que,
siguiendo la invitación de los ángeles, se acercan al pesebre y, en aquel
maravilloso Niño, iluminados por la luz divina, reconocen, adoran y glorifican
a su Dios Salvador y lo anuncian en toda aquella región. Prenda y garantía son
los tres magos, que desde el lejano Oriente, guiados desde lo alto, lo buscan,
lo adoran y, habiéndole obsequiado sus dones, vuelven contentos a predicarlo en
sus lugares de origen, aún a costa de perder sus tesoros, gloria, reinos y la
misma vida; y parecen decirnos, como allá en Jerusalén y a su enceguecido
pueblo: “Por qué no lo reconocéis vosotros también? ¿Por qué no lo honráis?
¿Por qué no lo imitáis? ¿Acaso es poca la enseñanza que os ofrece? - Se ha
manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres -.
¿Por
qué buscar estímulos externos, si no existe ninguno más fuerte, ni más elocuente
que el que Él nos da de sí mismo, con solo contemplarlo? - Se ha
manifestado, se ha manifestado a nosotros -.
¿Hay
algo que os enseñe más que aquel establo, que aquel pesebre, que aquellos
animales que rodean al Salvador del mundo? ¿Hay algo que os instruya más que
aquellos pobres pañales, aquella escasa paja, la desnudez, la miseria y el
sufrimiento en el que nace el Dueño del universo?
¿Hay
algo que os ilumine más que la modestia, la reserva, la pureza, de la que
solamente ha sido rico el Nacimiento del Verbo de Dios Encarnado? Hijos míos,
venid al pesebre de mi Jesús. Y decid si hay cosa más capaz de confundiros y, a
la vez, enterneceros, iluminaros y conmoveros, que aquella pobreza, aquella
humildad, aquella mansedumbre, aquellos vagidos, aquellas lágrimas, aquellos
sufrimientos que ha elegido experimentar apenas nacido, para enseñarnos y
llevarnos a Dios, el Hijo de Dios, el Hijo de María.
Venid todos, a
rodear con los pastores de Belén, la sagrada cabaña y decid si todo no os
enseña, no os conforta, no os anima a vivir bien y a soportar pacientemente
cada cosa, para aseguraros aquel Reino, aquella gloria, aquel Dios, que ha de
volver a juzgar al mundo, tanto más imponente y majestuoso, cuanto pequeño y
mísero se ha hecho ahora para salvarlo. - Porque se ha manifestado la gracia salvadora
de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y
a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo
presente, aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del
gran Dios -.
Sí, reunámonos
todos en torno a la cuna del Redentor Niño en estos santísimos días;
adorémoslo, contemplémoslo con ánimo atento y devoto y empeñémonos a imitarlo
en el desprendimiento del mundo y en el deseo de los bienes del cielo, porque
ésta es la grande, la suma, la incomparable lección que Él ha venido a darnos
apenas nacido. - Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a
todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las
pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo
presente, aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del
gran Dios -.
Trascripción Daneri, vol. VI, pág. 191