Siete palabras, siete gritos de amor en la noche.
Las
dice Jesús. Las podemos decir nosotros. Frente al dolor que nos encierra por dentro
y nos aísla, que todo lo tiñe de color grisáceo y convierte cada una de
nuestras palabras en un grito y un lamento, Jesús sigue dando luz a nuestra
vida. Está muriendo y sigue abierto a todos, su capacidad de dar no se agota
con la muerte, sus palabras siguen siendo palabras de amigo, que comparte su
secreto con sus amigos, antes de irse. Al escuchar estas palabras, al grabarlas
en nuestro corazón y decirlas en las encrucijadas de la vida, recordamos a
Jesús, débil en su humanidad, entrañable desde las heridas, con amor hasta el
final.
“Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen” (Lc 23,34)
Tus
ojos hablan de perdón, tus manos abiertas, crucificadas, hablan de perdón. Tu
corazón habla de perdón. Todo lo tuyo habla de perdón. El Padre te entiende. Te
entienden los pequeños y pobres de la tierra.
“En verdad, en verdad te digo:
hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43)
Siempre
fuiste un cultivador de miradas. ¡Qué belleza en tus miradas! Miras a un ladrón
y tu mirada le hace amigo. Ajeno de consuelo, sigues dándolo a todos.
“Mujer, he ahí a tu hijo;
hijo, he ahí a tu madre” (Jn 19,26-27)
Amigo
de la vida, levantador de toda vida. Y junto a la vida, la mujer, la madre. Lo
tuyo siempre fue integrar todo don para que todos tengamos vida abundante.
“¡Dios mío, Dios mío!, ¿por
qué me has abandonado?” (Mc 15,34)
Tu
grito más humano. Tu oración más nuestra. En la debilidad nos revelas lo mejor
del Padre. Más allá de todo, abres caminos para la confianza.
“Tengo sed” (Jn 19,28)
¡Cómo
entendemos este lenguaje tuyo! ¡Es tan propio para nosotros sentir la sed! Sed
de amor. Sed de encuentro. Sed del Padre y los hermanos.
“Todo está cumplido” (Jn
19,39)
En un
segundo ves todo tu recorrido. ¡Todo está cumplido! Has anunciado la gracia,
has hecho presente la ternura. Nos has mostrado al Padre. Has levantado las esperanzas
caídas. Has amado y cuidado la vida. Gracias.
“Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46)
Entraste
en nuestra tierra desnudo, vuelves ahora al Padre desnudo. Esta ha sido tu
manera gratuita de estar entre nosotros. Nada te llevas, todo lo pones en las
manos del Padre para que lo siga repartiendo a todos tus hermanos y
hermanas.
La experiencia de la cruz ha sido tremenda. Tener en sus
brazos el cuerpo de su Hijo también a Ella la ha crucificado. Junto al
discípulo amado ha oído las últimas palabras de Jesús, su último suspiro. Ahora
es todo un dolor, un llanto. Las mujeres del camino de Jesús, rotas por dentro,
llevan aromas, embalsaman el cuerpo. Hay un silencio denso. Hay una espera.
María está junto a la cruz de Jesús. Sin palabras. Son
sus gestos, sus manos, sus ojos, su silencio, los que hablan. Está allí porque
ama mucho, sabe mucho de pérdidas y de dolor; de fe y de esperanza. “Junto a la cruz de Jesús estaba su madre…” (Jn 19,25-27).
María se queda en silencio. La palabra de Jesús llenó
siempre su corazón. Ahora, su Hijo ha muerto, la mentira y el odio han apagado su
voz. El mundo se ha quedado en silencio y a oscuras.
María y las mujeres no apartan de Jesús la mirada del
corazón. María con las mujeres está a la espera.