ASÍ PREDICÓ GIANELLI EN CHIÁVARI, PARA PENTECOSTÉS….
“Y todos fueron llenos del Espíritu Santo” Hechos 2,3
“He venido a encender fuego a la tierra,
y ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” Lc 12,49
Una cosa debe desear un verdadero fiel: Comprender y profundizar los misterios sobre los que está fundada nuestra santa religión. Comprender los fines que se propone la Iglesia en la celebración de las diversas solemnidades y meditar lo que se celebra.
¿Qué debería ser más del agrado de nuestra piedad que profundizar el evento que celebramos hoy? Para hablarles dignamente sería necesario que aquí, en mi lugar, estuviera una persona, con un corazón y una lengua inflamados por el Espíritu, como los Apóstoles. Ellos supieron hablar tan bien de la grandeza de la gloria de Dios, que no sólo quedó asombrada toda Jerusalén, sino también, toda la gente que allí estaba por esos días.
No obstante esto, escúchenme por cortesía, porque, si mis palabras no logran maravillarlos, servirán, al menos, para dilatar su corazón y abrirlo al amor de aquel Santo Espíritu.
Comienza tú, espíritu Santo, a entrar en nuestros corazones y enciéndelos con tu amor, a fin de que se pueda decir de nosotros lo que se decía de los primeros cristianos: “Y todos queda-ron llenos del Espíritu Santo”.
Hoy la Iglesia nos presenta el evento de la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. No es que el Espíritu Santo no hubiese descendido ya antes sobre la tierra: El está en todas las cosas con su inmensidad, porque es Dios con el Padre y con el Hijo. En el curso de los siglos descendió más de una vez, también sensiblemente. Desde el principio, cuando el mundo to-davía no estaba ordenado, Él revoloteaba sobre las aguas: “El Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas” , comenzando a santificarlas, como a aquellas que habrían servido un día, para nuestro bautismo.
El espíritu Santo santificó a nuestros padres, inspiró a los Patriarcas y a los Profetas, inspiró las Sagradas Escrituras, iluminó a Juan Bautista. Fue Él que realizó la Encarnación del Verbo en el seno de María y que, en forma de paloma, descendió sobre Jesús en el Jordán. Pero fueron momentos particulares; diría casi privados, y conocidos por pocos.
Hoy, por el contrario, conmemoramos la solemne venida del Espíritu Santo, que debía inter-esar a todos los hombres. Esto había sido anunciado desde el Antiguo Testamento: El Espíritu del Señor llenará toda la tierra, dice el libro de la Sabiduría, mientras que el Salmista invoca: Envía, Señor, tu Espíritu, y renovarás la faz de la tierra” expresiones que se repite este día en toda la Iglesia.
El Señor Jesús hablaba a sus discípulos del Espíritu que les mandaría desde el seno del Padre, asegurándoles que sería su consolador para siempre, que les enseñaría la verdad toda entera, que los guiaría en el gobierno de la Iglesia, indicándoles el camino del cielo, que sería su fortaleza para llevar el anuncio del Evangelio a todo el mundo, que pondría las palabras en su boca, en las circunstancias más difíciles y que, finalmente sería su compañero hasta el fin del mundo: “cuando venga el Espíritu les enseñará toda la verdad… les enseñará y sugerirá todo…”
Jesús pide a los discípulos que no se alejen de Jerusalén hasta no recibir el Espíritu: Les ordenó no alejarse de Jerusalén, sino que se quedaran esperando la promesa del Padre. El Espíritu descendió: los Apóstoles con María, estaban reunidos en ferviente oración, cuando un gran viento irrumpió en toda la casa y vivas llamas de fuego se posaron sobre sus cabezas. Fue entonces que, llenos del Espíritu Santo, comenzaron a hablar diversas lenguas, comprensibles a todos aquellos que se habían congregado allí, atraídos por el acontecimiento. Pedro, con un solo discurso, convirtió a miles de personas; fue entonces que los Apóstoles adquirieron la fortaleza para superar las tantas persecuciones que habrían encontrado; co-menzaron a dispersarse por toda la tierra y las naciones se convirtieron al Evangelio. Fue en fuerza de aquel mismo Espíritu que nuestros padres, sacados de la idolatría, conocieron al verdadero Dios, adoraron a Jesucristo y abrazaron el Evangelio. Es una gracia de este Espíritu que nosotros nos encontremos en la Iglesia Católica, en la verdad y en camino hacia el cielo. ¿Cómo no alegrarnos en esta festividad en la que revivimos todos los misterios de nuestra redención?
A este punto es justo hacer una reflexión seria y necesaria. ¿Cuál es nuestra respuesta a este don tan grande?; ¿Cuál es nuestra respuesta a este Dios que se comunica con nosotros a través de su Santo Espíritu? ¿Creen que Él descendió entre nosotros sólo para ser conocido y admirado? Dios no tiene necesidad de nosotros. Antes de la creación, ahora y siempre, Él goza de una gloria que no puede venir a menos, nadie puede acrecentarla o disminuirla. Todo lo que tiene, es para nuestro bien.
¿Cuál fue entonces, el fin se propuso con esta efusión del Espíritu? Los Padres de la Iglesia, concordemente retienen que hay una correspondencia entre Pentecostés de los hebreos y lo que nosotros celebramos hoy, no sólo porque aquel Pentecostés fue una prefiguración de éste, no sólo porque se corresponde en el tiempo que pasa desde la Pascua, sino por lo que se refiere al objetivo de la fiesta en sí.
Para los hebreos, Pentecostés recordaba la ley que sus padres recibieron de Dios en el Sinaí: nosotros celebramos hoy la ley antigua perfeccionada por el Evangelio y que viene anunciada a todos los hombres, en virtud del Espíritu Santo. Esta es la más grande relación con la venida del Espíritu Santo . ¿Qué es, en efecto, el Espíritu Santo, sino aquel amor con que Dios se ama a sí mismo y que infunde en nuestros corazones para elevarlos hacia Dios?
¿No es el amor el que procede a unir, ab eterno, el Padre y el Hijo, y juntos son aquel único Dios que nosotros adoramos?
La ley dada entonces por Dios y después divulgada por los Apóstoles, no es otra que la ley del Amor. Este Dios ha querido elevar al hombre hasta sí, comunicándose a sí mismo. El Padre se comunica a nosotros especialmente en la creación, el Hijo en la Redención, y por el don de la caridad, se nos comunica el Amor, es decir, el Espíritu Santo. Y todo esto sólo para encender en nosotros el Amor Divino. Dios nos ha creado, nos conserva, nos beneficia, sólo por amor; si después de nuestra culpa, se hace hombre y nos redime de la esclavitud, es sólo por amor. Si desciende a nosotros es sólo para encendernos en su amor. La ley Evangélica es sólo amor. Por esto está escrito: El que me sigue, observa mi ley. El que ama ha observado la ley.
¡Qué bien nos expresa este amor la celebración de este misterio! ¿Qué significan aquellas lenguas de fuego que descienden sobre los Apóstoles? Sólo el Amor grande y vivo que Dios nos trae. Este es el fuego del que hablaba Jesús cuando decía haber venido al mundo a traer fuego sobre la tierra, y decía que no quería otra cosa sino que ya estuviera encendido:“He venido a encender fuego a la tierra, y ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”
Sin este amor, nada agradece, nada nos aprovecha, nada le agrada: ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo!”. Dice San Juan que Dios es amor, la misma esencia de la Caridad, quien vive en esta Caridad, vive en Dios, como el que no tiene este amor está fuera de Dios, privado de Dios, de la verdadera vida, duerme en las tinieblas de la muerte: Dios es amor y el que vive en la caridad, permanece en Él . El que no ama permanece en la muerte .
¿Cómo vivimos en esta Caridad? ¿Estamos investidos, encendidos por este Amor?; ¿Arden nuestros corazones del santo Amor de Dios?
Si consideramos lo poco que nos interesa la gloria de Dios, debemos admitir que el amor en nosotros es verdaderamente escaso. ¿Cómo podemos amar a Dios si en nosotros reina el pecado?; ¿Cómo puede estar este amor donde hay disipación, negligencia, descuido? ¿Cómo puede estar el amor de Dios donde reina la impureza, el odio, los rencores, las venganzas, las murmuraciones, las extorciones, las rabias y las discordias? ¿Cómo puede estar este amor donde no reina la paz, donde no se santifican las fiestas, no se escucha la palabra de Dios, no se frecuentan los sacramentos? ¿Cómo puede estar este amor donde no se piensa en Dios, donde no se busca a Dios? ¿Tenemos fe o la hemos perdido? Si la rechazamos, ¿por qué pretendemos salvarnos y profesarla? Si la tenemos, ¿creemos que esta nuestra fe es aquella que, avalorada por el Espíritu Santo, abatió todos los ídolos, abandonó el pecado, pobló los desiertos de penitentes, el cielo de mártires, las ciudades de personas ejemplares que viven sólo para Dios?
Nuestra fe, ¿se ha vuelto lánguida, fría y muerta que ya no se distingue quien la tiene y quién no la posee? ¿Se ha vuelto tan terrena que ya no pensamos más en Dios?
Mientras es tiempo de misericordia, busquemos ir a Dios, no esperemos el tiempo de la ven-ganza, cuando ya no hay amparo. La obligación de amar a Dios sobre todas las cosas, es para todos; la primera cosa que Él examinará “en el gran día” es este Amor. Podrá haber excusas que justifiquen a algunos por obrar más o mejor, pero en lo que se refiere al Amor debido a Dios¸ no hay ignorancia, pretexto o escusa: el que no ama, permanece en la muerte.
Todos amamos al que nos hace el bien, al que es bueno, pero, ¿quién es más bueno que Dios? ¿Quién nos ama más que Él? Nos ha creado de la nada, sin Él no existiríamos; nos mantiene en vida. Merecíamos el infierno y Él para salvarnos se revistió de nuestra humanidad, nos sostiene con su gracia, con los sacramentos, con su Cuerpo y con su Sangre, con su Santo Espíritu. Lo insultamos y nos soporta, huimos y corre detrás de nosotros, nos llama como un amante apasionado, como una madre que ama a sus hijos y se las ingenia para reconducirnos hacia Sí. Esto lo hace solamente por amor, amor puro, amor desinteresado. Nos ama también si somos pecadores: ¿Quién puede considerarse justo delante de Dios? .
Él es también justo y, si su misericordia no llega a salvarnos con su amor, su justicia nos tendrá que condenar.
Ante tanta bondad, debemos admitir que no tenemos ni inteligencia ni fe si rechazamos su amor, porque si fácilmente amamos a las creaturas, que son sólo una pálida imagen de su belleza, grandeza y bondad, ¿cómo no lo amaremos a Él? En las creaturas, que arrebatan nuestro corazón por sus seductoras cualidades, hay tantos otros defectos que no nos atrae-rían si los conociéramos; ellas son siempre sólo un poco de fango sostenido con continuos milagros. Muchos son aquellos que nos aman de manera interesada y ambigua. ¿Quién será capaz de amarnos como Dios?
Infelices cristianos que aman lo que es vanidad: un vestido, un perro, un caballo y no a Dios. ¿Quién podrá excusar tales culpas?. ¿Cómo podemos saber si amamos verdaderamente a Dios? La Señal más segura que nos dice que amamos verdaderamente a Dios, nos la indica el Evangelio: “El que me ama observa mis mandamientos, el que nos los observa, no me ama. El que me ama observa mis Palabras, el que no me ama no las observa” . Esta es una verdad que nos asusta, pero es mejor conocerla que ignorarla.
Puede darse que una persona ame verdaderamente a Dios y cometa faltas, pero después se arrepiente, pide perdón, se esfuerza seriamente para no equivocarse más, vuelve a amar a Dios. Pero el que cae en pecado y duerme tranquilo, semanas, meses, años, ¿cómo quieren que ame a Dios? ¿lo amará antes de morir? La leña que no quema en el fuego, ¿podrá que-mar en el agua?. Ahora que podemos no nos preocupamos de amar a Dios, ¿quieren ustedes que lo hagamos cuando seamos viejos, un tanto perdidos?
Todos hemos recibido el bautismo, casi todos la confirmación, con frecuencia los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía; quiere decir que el amor de Dios nos ha sido dado y ha sido infundido abundantemente en nosotros: “el amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado” .
¿Qué efectos produjo en nosotros este divino Espíritu? ¿Destruyó los ídolos de nuestro co-razón? ¿Nos elevó a Dios? Este Santo Espíritu, ¿qué hace ahora en nosotros? ¿Dónde están las obras, dignas del divino amor?
Lo hemos recibido y lo hemos sofocado con nuestras pasiones, con nuestros pecados! El que todavía no ha hecho una buena confesión, que la haga; el que no ha pensado todavía en su relación con Dios, piénselo; el que no ha comenzado todavía a amar a Dios, que lo haga. Rindamos a Dios, amor por amor!
Santo Espíritu, divino Amor, llama que reavivas y fecundas todas las cosas, f
uego que ilumina la mente, que enciende los corazones y da fuerza a la voluntad,
en memoria de cuanto hiciste, desciende ahora sobre nosotros:
Ven Espíritu Santo Creador!
Ilumínanos, haznos comprender cuán necios somos poniendo nuestro amor
sólo en las creaturas; consume en nuestro corazón todo lo que hay de pecaminoso,
fortalece nuestra voluntad en el bien, para que podamos servir a la fe:
enciende luz en nuestros sentidos, infunde amor en nuestros corazones;
robustece nuestros cuerpos, confírmanos en la virtud. Amén