MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA 53 JORNADA MUNDIAL
DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES
«
“Somos miembros unos de otros” (Ef 4,25).
De
las comunidades en las redes sociales a la comunidad humana »
Queridos
hermanos y hermanas:
Desde
que internet ha estado disponible, la Iglesia siempre ha intentado promover su
uso al servicio del encuentro entre las personas y de la solidaridad entre
todos. Con este Mensaje, quisiera invitarles una vez más a reflexionar sobre el
fundamento y la importancia de nuestro estar-en-relación; y a redescubrir, en
la vastedad de los desafíos del contexto comunicativo actual, el deseo del
hombre que no quiere permanecer en su propia soledad.
Las
metáforas de la “red” y de la “comunidad”
El
ambiente mediático es hoy tan omnipresente que resulta muy difícil distinguirlo
de la esfera de la vida cotidiana. La red es un recurso de nuestro tiempo.
Constituye una fuente de conocimientos y de relaciones hasta hace poco
inimaginable. Sin embargo, a causa de las profundas transformaciones que la
tecnología ha impreso en las lógicas de producción, circulación y disfrute de
los contenidos, numerosos expertos han subrayado los riesgos que amenazan la
búsqueda y la posibilidad de compartir una información auténtica a escala
global. Internet representa una posibilidad extraordinaria de acceso al saber;
pero también es cierto que se ha manifestado como uno de los lugares más
expuestos a la desinformación y a la distorsión consciente y planificada de los
hechos y de las relaciones interpersonales, que a menudo asumen la forma del
descrédito.
Hay
que reconocer que, por un lado, las redes sociales sirven para que estemos más
en contacto, nos encontremos y ayudemos los unos a los otros; pero por otro, se
prestan también a un uso manipulador de los datos personales con la finalidad
de obtener ventajas políticas y económicas, sin el respeto debido a la persona
y a sus derechos. Entre los más jóvenes, las estadísticas revelan que uno de
cada cuatro chicos se ha visto envuelto en episodios de acoso cibernético[1].
Ante
la complejidad de este escenario, puede ser útil volver a reflexionar sobre la
metáfora de la red que fue propuesta al principio como fundamento de internet,
para redescubrir sus potencialidades positivas. La figura de la red nos invita
a reflexionar sobre la multiplicidad de recorridos y nudos que aseguran su
resistencia sin que haya un centro, una estructura de tipo jerárquico, una
organización de tipo vertical. La red funciona gracias a la coparticipación de
todos los elementos.
La
metáfora de la red, trasladada a la dimensión antropológica, nos recuerda otra
figura llena de significados: la comunidad. Cuanto más cohesionada y solidaria
es una comunidad, cuanto más está animada por sentimientos de confianza y
persigue objetivos compartidos, mayor es su fuerza. La comunidad como red
solidaria precisa de la escucha recíproca y del diálogo basado en el uso responsable
del lenguaje.
Es
evidente que, en el escenario actual, la social network community no es
automáticamente sinónimo de comunidad. En el mejor de los casos, las
comunidades de las redes sociales consiguen dar prueba de cohesión y
solidaridad; pero a menudo se quedan solamente en agregaciones de individuos
que se agrupan en torno a intereses o temas caracterizados por vínculos
débiles. Además, la identidad en las redes sociales se basa demasiadas veces en
la contraposición frente al otro, frente al que no pertenece al grupo: este se
define a partir de lo que divide en lugar de lo que une, dejando espacio a la
sospecha y a la explosión de todo tipo de prejuicios (étnicos, sexuales,
religiosos y otros). Esta tendencia alimenta grupos que excluyen la
heterogeneidad, que favorecen, también en el ambiente digital, un
individualismo desenfrenado, terminando a veces por fomentar espirales de odio.
Lo que debería ser una ventana abierta al mundo se convierte así en un
escaparate en el que exhibir el propio narcisismo.
La
red constituye una ocasión para favorecer el encuentro con los demás, pero
puede también potenciar nuestro autoaislamiento, como una telaraña que atrapa.
Los jóvenes son los más expuestos a la ilusión de pensar que las redes sociales
satisfacen completamente en el plano relacional; se llega así al peligroso
fenómeno de los jóvenes que se convierten en “ermitaños sociales”, con el
consiguiente riesgo de apartarse completamente de la sociedad. Esta dramática
dinámica pone de manifiesto un grave desgarro en el tejido relacional de la
sociedad, una laceración que no podemos ignorar.
Esta
realidad multiforme e insidiosa plantea diversas cuestiones de carácter ético,
social, jurídico, político y económico; e interpela también a la Iglesia.
Mientras los gobiernos buscan vías de reglamentación legal para salvar la
visión original de una red libre, abierta y segura, todos tenemos la
posibilidad y la responsabilidad de favorecer su uso positivo.
Está
claro que no basta con multiplicar las conexiones para que aumente la
comprensión recíproca. ¿Cómo reencontrar la verdadera identidad comunitaria
siendo conscientes de la responsabilidad que tenemos unos con otros también en
la red?
“Somos
miembros unos de otros”
Se
puede esbozar una posible respuesta a partir de una tercera metáfora, la del
cuerpo y los miembros, que san Pablo usa para hablar de la relación de
reciprocidad entre las personas, fundada en un organismo que las une. «Por lo
tanto, dejaos de mentiras, y hable cada uno con verdad a su prójimo, que somos
miembros unos de otros» (Ef 4,25). El ser miembros unos de otros es la
motivación profunda con la que el Apóstol exhorta a abandonar la mentira y a
decir la verdad: la obligación de custodiar la verdad nace de la exigencia de
no desmentir la recíproca relación de comunión. De hecho, la verdad se revela
en la comunión. En cambio, la mentira es el rechazo egoísta del reconocimiento
de la propia pertenencia al cuerpo; es el no querer donarse a los demás,
perdiendo así la única vía para encontrarse a uno mismo.
La
metáfora del cuerpo y los miembros nos lleva a reflexionar sobre nuestra
identidad, que está fundada en la comunión y la alteridad. Como cristianos,
todos nos reconocemos miembros del único cuerpo del que Cristo es la cabeza.
Esto nos ayuda a ver a las personas no como competidores potenciales, sino a
considerar incluso a los enemigos como personas. Ya no hay necesidad del
adversario para autodefinirse, porque la mirada de inclusión que aprendemos de
Cristo nos hace descubrir la alteridad de un modo nuevo, como parte integrante
y condición de la relación y de la proximidad.
Esta
capacidad de comprensión y de comunicación entre las personas humanas tiene su
fundamento en la comunión de amor entre las Personas divinas. Dios no es
soledad, sino comunión; es amor, y, por ello, comunicación, porque el amor
siempre comunica, es más, se comunica a sí mismo para encontrar al otro. Para
comunicar con nosotros y para comunicarse a nosotros, Dios se adapta a nuestro
lenguaje, estableciendo en la historia un verdadero diálogo con la humanidad
(cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 2).
En
virtud de nuestro ser creados a imagen y semejanza de Dios, que es comunión y comunicación-de-sí,
llevamos siempre en el corazón la nostalgia de vivir en comunión, de pertenecer
a una comunidad. «Nada es tan específico de nuestra naturaleza –afirma san
Basilio– como el entrar en relación unos con otros, el tener necesidad unos de
otros»[2].
El
contexto actual nos llama a todos a invertir en las relaciones, a afirmar
también en la red y mediante la red el carácter interpersonal de nuestra
humanidad. Los cristianos estamos llamados con mayor razón, a manifestar esa
comunión que define nuestra identidad de creyentes. Efectivamente, la fe misma
es una relación, un encuentro; y mediante el impulso del amor de Dios podemos
comunicar, acoger, comprender y corresponder al don del otro.
La
comunión a imagen de la Trinidad es lo que distingue precisamente la persona
del individuo. De la fe en un Dios que es Trinidad se sigue que para ser yo
mismo necesito al otro. Soy verdaderamente humano, verdaderamente personal,
solamente si me relaciono con los demás. El término persona, de hecho, denota
al ser humano como ‘rostro’ dirigido hacia el otro, que interactúa con los
demás. Nuestra vida crece en humanidad al pasar del carácter individual al
personal. El auténtico camino de humanización va desde el individuo que percibe
al otro como rival, hasta la persona que lo reconoce como compañero de viaje.
Del
“like” al “amén”
La
imagen del cuerpo y de los miembros nos recuerda que el uso de las redes
sociales es complementario al encuentro en carne y hueso, que se da a través
del cuerpo, el corazón, los ojos, la mirada, la respiración del otro. Si se usa
la red como prolongación o como espera de ese encuentro, entonces no se
traiciona a sí misma y sigue siendo un recurso para la comunión. Si una familia
usa la red para estar más conectada y luego se encuentra en la mesa y se mira a
los ojos, entonces es un recurso. Si una comunidad eclesial coordina sus
actividades a través de la red, para luego celebrar la Eucaristía juntos,
entonces es un recurso. Si la red me proporciona la ocasión para acercarme a
historias y experiencias de belleza o de sufrimiento físicamente lejanas de mí,
para rezar juntos y buscar juntos el bien en el redescubrimiento de lo que nos
une, entonces es un recurso.
Podemos
pasar así del diagnóstico al tratamiento: abriendo el camino al diálogo, al encuentro,
a la sonrisa, a la caricia... Esta es la red que queremos. Una red hecha no
para atrapar, sino para liberar, para custodiar una comunión de personas
libres. La Iglesia misma es una red tejida por la comunión eucarística, en la
que la unión no se funda sobre los “like” sino sobre la verdad, sobre el “amén”
con el que cada uno adhiere al Cuerpo de Cristo acogiendo a los demás.
Vaticano,
24 de enero de 2019, fiesta de san Francisco de Sales.
Franciscus
[1]
Para reaccionar ante este fenómeno, se instituirá un Observador internacional
sobre el acoso cibernético con sede en el Vaticano.
[2] Regole ampie, III, 1: PG 31, 917; cf.
Benedicto XVI, Mensaje para la 43 Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales (2009).