Para la Fiesta de Corpus Christi

PARA LA FIESTA DE CORPUS CHRISTI

 

Si considero la piedad exterior, la solemnidad, el gozo, la concurrencia y el hermoso cuidado que vosotros tenéis para hacer solemne y grande un día tan bello y de tanta gloria para la Iglesia Católica, debo reconocer, que vuestra devoción es digna de verdaderos cristianos y que vuestra fe en el más venerable de nuestros misterios y el más grande de nuestros Sacramentos, es viva, grande y sincera. ¿Será así, mis hermanos? Yo quiero creerlo; quiero esperarlo, al menos de la mayor parte de vosotros; pero a la vez, si considero profundamente la situación y examino la conducta de muchos y la naturaleza de esta fe, cuánto me hace dudar, si tienen realmente una fe verdadera y cómo debería ser la fe en la Santa Eucaristía, a la que tantas maravillas se dedica en la presente festividad. Debiendo hablaros brevemente sobre este Misterio, yo no sabría qué aspecto elegir como más oportuno y más provechoso para la fe de todos. Quiera el Señor, que yo me engañe en mis sospechas y en mis temores; pero después de haberos dado una idea de la sagrada solemnidad, yo quiero hablaros de esta fe. Servirá entonces mi reflexión para consolaros, servirá para acrecentar y animar esta santísima fe y servirá para daros una idea del espíritu que debe animar en estos días a un verdadero cristiano - Haced esto en memoria mía - siempre que hagáis esto, hacedlo en memoria mía -.

La devoción al Santísimo Sacramento es antigua como la Iglesia misma y es quizás la primera que en la Iglesia se haya practicado, ya que el Señor instituyó la Santa Eucaristía antes de ir a la muerte y recomendó a sus discípulos de practicarla en memoria de Él; es muy probable que los Apóstoles con la frecuencia del Santísimo Sacramento buscaran confortar su espíritu antes de la venida del Espíritu Santo. Luego, la Iglesia ha celebrado siempre la memoria de esta grandiosa institución del Jueves Santo, en el cual el Señor, para darnos la prueba más grande que nos pudiese dar un Dios, se quedó Él mismo, totalmente en cuerpo,  sangre, alma y divinidad bajo las especies eucarísticas del pan y del vino, para ser no sólo compañero, guía y consuelo en este valle de miseria y de llanto, sino verdadera comida y verdadera bebida, por la cual unirnos estrechamente a Él con vínculos de amor mucho más duraderos y perfectos. Pero habiendo comenzado, con el correr del tiempo, a enfriarse en los fieles la devoción y la fe hacia tan sacrosanto misterio y habiendo surgido diversos herejes que esparcían errores en torno a la presencia real de Jesucristo, Dios dispuso, que se instituyese una fiesta particular la que, precisamente, se celebra en este día. El Señor mismo la reveló a la Beata Juliana de Cornelione en los comienzos del siglo XIII1. Desde el principio fue establecida en la Diócesis de Liegi, de donde era la Santa, luego en la Fiandra y poco después, en el pontificado del Papa Urbano IV, en toda la Iglesia. Aquí, se hace necesario, referir el milagro que dio la ocasión.

En Bolsena, lugar poco distante de la ciudad de Orvieto, había un sacerdote que después de haber consagrado el pan y el vino, dudaba si realmente se habían convertido en el Cuerpo y en la Sangre de Jesucristo. Mientras él estaba así, perplejo y lleno de dudas, vio de improviso brotar Sangre de la Hostia, que manchó todo el corporal; otros recuerdan que, habiendo por negligencia dejado caer sobre el corporal una gota de sangre y habiendo procurado cubrir su falta haciendo varios pliegues sobre la parte del corporal en la que había caído la Sangre, vio que la misma Sangre había pasado por todos los pliegues dejando en cada pliegue una mancha roja de sangre en forma de Hostia. El milagro cubrió de confusión al incrédulo sacerdote y habiendo llegado a oídos del Pontífice que, precisamente, se encontraba en Orvieto, ordenó que le fuese llevado procesionalmente el milagroso corporal. Testimonio del milagro, además de San Antonino y los más insignes escritores de las cosas eclesiásticas, es el mismo corporal, que con suma reverencia se venera en el Duomo de la misma ciudad de Orvieto, que fue construido en memoria del gran milagro. Sucedió entonces que el Sumo Pontífice Urbano, instruido por las visiones de la Beata Juliana y testimonio ocular del gran prodigio, extendió la solemnidad, que ahora celebramos, a toda la Iglesia, dando ejemplo, él mismo, al celebrarla en la Sede Apostólica. De esto tuvo origen la solemne procesión que fue luego aprobada por otros Pontífices y enriquecida con Indulgencias; el Concilio de Trento no sólo confirmó la solemnidad y la procesión, sino que la llamó ‘triunfo sobre la herejía’, excomulgando a quienes tuviesen la osadía de reprobarla2.

Os dije, que el sacrosanto Concilio de Trento la llama ‘el triunfo sobre la herejía’, ya que Berengario, Lutero, Calvino y otros herejes, unos bajo un aspecto y otros bajo otro, negaban la presencia real de Jesucristo en la Santa Eucaristía y discutían inútilmente sobre esta solemnidad y sobre estas procesiones, como si fuesen objetos supersticiosos e indignos. En efecto,  parece un verdadero triunfo sobre la herejía y la impiedad ver pasear por nuestras calles al Señor Sacramentado y ver al pueblo cristiano y fiel que, después de haber puesto tanto empeño en limpiar y en adornar como para una fiesta las mismas calles, se inclina, se postra, lo adora de rodillas y triunfante lo acompaña con devoción al sagrado templo entre cantos de júbilo, de ternura, de exaltación y de paz. ¿No es verdad, mis hermanos, que vuestros corazones parecen exultar por tan grande triunfo y que, junto a la Iglesia, os sentís movidos a gritar también ‘anatema’ a todos los que buscan debilitar y enervar nuestra creencia, o que tuviesen la audacia de censurar una tan santa y religiosa costumbre? Yo alabo y apruebo vuestro celo y vuestro fervor; pero estamos aquí para haceros observar que si nuestra poca fe no llega a ser herejía, sin embargo, es tan pobre, tan débil y tan pálida, que para muchos, puede decirse, que apenas la tienen y que para la mayor parte, no la tienen como corresponde a verdaderos fieles y a verdaderos hijos de la Iglesia Católica.

Yo considero el Sacramento de la Eucaristía en cuatro diversos aspectos, que son los más aptos para hacernos conocer, si nuestra fe es frívola y ligera o es constante y fervorosa. Es decir, lo considero en el Santo Sacrificio de la Misa, en la que el Señor de nuevo se ofrece por nosotros al Padre, como lo hizo una vez allá en el Calvario; lo considero conservado en nuestras iglesias y en los sagrados tabernáculos, en los cuales se complace quedarse para estar siempre con nosotros; luego lo considero en la Santa Comunión, en la que se da como alimento y bebida a quien se complace en querer recibirlo; y lo considero, finalmente, expuesto a la adoración pública o llevado procesionalmente por nuestras calles, como suele hacerse en estos días.

Comenzando por la primera, yo pregunto: ¿cuántos serán entre nosotros, que tienen gran estima y que participan con mucha atención en el Santo Sacrificio de la Misa? Hay quien asiste alguna vez, pero disipado, distraído y sin piedad; quien se contenta de asistir el día de fiesta, pero con tan poca devoción, protestando del lugar demasiado incómodo o del sacerdote demasiado largo. Otros oyen la Misa por costumbre y para no dar que hablar a la gente, sin poner atención en la gran víctima, que se ofrece al Eterno Padre por sus graves y enormes pecados; otros, mientras asisten, se la pasan en charlas, discursos y fantasías y por tanto en pecado; y mientras el Señor ofrece a la eterna justicia su cuerpo, su sangre, su divinidad, su pasión y su muerte, para aplacarla hacia nosotros, en el mismo momento ellos parecen despreciarlo. ¿Y nosotros osaremos decir que aquellos están animados de una fe pura, de una fe viva, de fe digna de verdaderos cristianos? No, el mismo poco aprecio, que se tiene por el sacrificio eucarístico, ¿no es una prueba de nuestra falta de fe? Imaginaos por un instante, que un hombre tuviese en su poder el mundo entero, que fuese todo suyo y que pudiese ofrecerlo a Dios; es más, que él tuviese en su poder el cielo, la tierra, los hombres y los ángeles mismos, y pudiese hacer un sacrificio a Dios; él no habría tenido nada que fuese digno de Dios, que pudiese merecerle su gracia, porque todas las criaturas que existen y todas aquellas que pueden existir, son nada delante de Dios. Dios nos ha provisto un sacrificio digno de Sí, queriendo ser Él mismo la víctima. Nosotros no le damos importancia, lo profanamos ¿y después queremos decir que nuestra fe es grande y sincera?

Pero yo quiero suponer, que vosotros sois todos diligentes en el participar en la Santa Misa y que participáis con gusto, con piedad y con verdadera devoción. Pero ¿cuál es el cuidado y la diligencia que tenéis en venir frecuentemente a visitarlo y adorarlo en la iglesia? Vosotros sabéis que Él, por su infinita bondad, para nuestra consolación y para nuestra salvación, quiere estar continuamente, día y noche, en nuestras iglesias y que allí permanece como sentado sobre el trono de su misericordia, llamando a todos e invitándolos para enriquecerlos con sus gracias y colmarlos de sus tesoros. ¿Por qué, entonces, siempre lo dejamos tan solo? ¿Por qué la Iglesia está siempre desierta y pareciera que ni siquiera nosotros recordamos que exista esta casa en la que Él habita? Yo sé bien que la mayor parte de vosotros, ocupados en los asuntos de la tierra y en el gobierno de vuestras familias, no tenéis ni siquiera el tiempo para visitarlo, pero cuántas veces, que podríais hacerlo, sin embargo no lo hacéis. ¡Cuánto tiempo, que gastáis ociosamente, en charlas, en disipaciones y quizás en pecados, y que podrías utilizar en la iglesia para vuestra salvación eterna! ¡Cuántos que podrían pasar días enteros en la Iglesia mientras que pierden días enteros sin hacer nada o haciendo el mal! Vosotros lo recordasteis al menos en el día de la fiesta y en vez de pasar el tiempo en juegos, en paseos peligrosos, en chismes, en visitas, por las plazas y por las calles, algunas veces con escándalo y con admiración de quien os escucha y de quien os mira, os complacéis de venirle a hacer compañía y a tratar con él sobre la causa de vuestra salvación eterna. Vinisteis al menos con fervor y con piedad a participar en las sagradas funciones o a escuchar la Palabra de Dios; pero ¡oh Dios! ¿Quién sabe decirme cuántos vienen y asisten con verdadera piedad? ¿Quién sabe con qué miras, qué intenciones y qué fines esconden en su seno tantos y tantas viniendo a la iglesia bajo la apariencia de venir a adorar al Señor? ¿Quién sabe, si mientras Él está aquí, todo piedad y todo amor, para acoger nuestras súplicas y para quitar de nuestras almas el demonio y el pecado, algunos sólo vienen para hacer más esclavas sus pobres almas? Yo no quiero creer, que se alberga tanta impiedad en algunos de vosotros; pero, de todas maneras, se ve en tantos y tantas un cierto aire de vanidad, de desprecio, de inmodestia, que hace temer demasiado y que, aún sin intenciones y sin fines malos, puede ser peligrosa. Recordemos, hermanos, que Dios los abomina, recordemos que no lo haríamos delante de un príncipe de la tierra si supiéramos que no le cae bien; recordemos, finalmente, que si éste es el lugar en el cual Dios dispensa las más ricas misericordias para quien lo frecuenta con modestia, con temor y con piedad, es igualmente un lugar terrible para quien lo profana con su inmodestia e irreverencia.

Pero el punto en el que creo más falta nuestra fe, es la Santa Comunión. No hablo aquí, queridos hermanos, de aquellos, que comulgan mal y que se acercar a recibir al Señor con el alma manchada de graves pecados. ¿Quién no sabe que esto es un enorme sacrilegio y una traición peor que la de Judas, capaz de hacer temblar a quien tiene fe? Tampoco me refiero a aquellos que tienen la osadía de dejar pasar la Santa Pascua sin ir a la propia parroquia para cumplir el precepto pascual, estoy persuadido que vosotros sabéis cuán grave es la obligación de hacerlo y cuántas penas asumen aquellos que lo olvidan; si alguno hubiese entre vosotros, quiere decir que no teme ni la excomunión amenazada de la Iglesia, ni los impedimentos en que incurre. Yo hablo de aquellos que no se preocupan de frecuentar, lo más posible, la Santa Comunión. Jesucristo mismo nos dice - El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna - (Jn 6,54);  ahora bien, ¿cómo puede estar la vida en quien se alimenta raramente del Pan que la da? ¿Cómo puede ser que no duerma la fe de aquel que, sabiendo que un Dios se esconde bajo las especies de pan y de vino, por deseo de unirse a él y de estar con él, no se preocupa de recibirlo, rehúsa alimentarse de Él y lo desprecia, como si fuera cosa de nada o de poco? ¿Cuántas preocupaciones y cuántos afanes nos tomaríamos para visitar con frecuencia a un rey de la tierra si se tratase de agradarle, con la sola esperanza de tener algún premio, alguna dignidad, algún puesto y aún sólo por el vano placer o el vano honor de poder acercarse y servirlo sin ningún fruto; no ahorraríamos ni esfuerzos, ni viajes, ni peligros y, pudiéndolo, ni siquiera gastos. Ahora bien, tenemos aquí al Rey del cielo y de la tierra, el Señor de los señores, el soberano de todos los monarcas, es más, aquel monarca ante el cual todos los hombres y todas las criaturas desaparecen y casi ni se ven; un Dios de infinita grandeza, de infinita bondad, de infinitas perfecciones; un Dios que viene en busca de nosotros, sin tener en vista su propio interés, sino solamente nuestro bien; un Dios que quiere hacernos felices, que tiene todo lo que es necesario a la felicidad, de la manera más perfecta, más grande, sin límites y sin el cual no podemos ser felices jamás; un Dios, que para hacernos felices no ha ahorrado nada, ni siquiera a Sí mismo; un Dios, que continúa dándose totalmente y que, más aún, se pone en nuestras manos, para que podamos servirnos de Él como queramos...; pero dije poco: un Dios, que se hace nuestro alimento y nuestra bebida, para hacernos partícipes de su divina naturaleza; o mejor todavía, diría San Pedro, para hacernos otros tantos dioses y nosotros ¿dejamos a este Dios en abandono? Y nosotros ¿no nos preocupamos de Él? ¿Y pretenderemos tener fe? ¡Dios inmortal! Están estáticos por el asombro los ángeles mismos, parecen casi envidiar nuestra suerte; y nosotros, miserables criaturas, ¿no le hacemos ningún caso? Por un juego, por una diversión, por una vanidad, por un capricho, por una miserable ganancia, por una satisfacción indigna, se emprenden largos viajes, se soportan penosos trabajos, se gasta sin límites y algunas veces no se tiene ni siquiera el cuidado de la salvación y de la vida; para ir a recibir a Dios, a poseer a Dios, y a poseerlo en una manera tan grande, tan admirable, tan provechosa, como cuando se lo recibe en la Santa Comunión, se tiene dificultad en ocupar dos o tres horas de tiempo en una iglesia, o sacrificar una media jornada, perder una fiesta, que también puede emplearse en obras de piedad? ¿Qué temes perder, padre de familia, cualquiera sea tu edad, si en tantos días festivos y solemnes fueras a la Iglesia para frecuentar los Santos Sacramentos, en vez de emplearlos en charlas, en cosas inútiles y en pasatiempos? ¿Qué perderíais, jóvenes disipados, cuando Dios sabe cómo empleáis malamente el tiempo de la Fiesta y cuánto aumentáis los remordimientos de vuestras conciencias? Sé que se piensa de una manera y se hace de otra. Sé que otras cosas y cuidados tenéis en el corazón que os impiden disponeros y prepararos bien para recibir la Santa Comunión. Sé que aún os pesa demasiado el deber de la Pascua y alguna vez durante el año; pero también sé y entiendo, que no es ésta una fe de verdadero cristiano y que no basta sólo con no ser herejes e incrédulos declarados para decir que tenemos verdadera fe. Por tanto, podemos exultar y alegrarnos en este gran día por los triunfos que nuestra fe en Jesús Sacramentado ha logrado sobre la herejía, pero no podemos exultar por el triunfo que esta misma fe logra sobre el corazón de la mayoría de nosotros.

Me queda ahora por deciros algunas palabras sobre la manera con la cual nuestra fe se comporta frente al Señor Sacramentado cuando es expuesto a la veneración pública o es portado en las procesiones. Aquí es precisamente donde vuestra fe, a mi juicio, se manifiesta más viva, más grande y más animada. He comenzado por alabaros y de nuevo debo alegrarme con vosotros por el entusiasmo con el cual concurrís a recibir la Bendición Sacramental todas las veces que se la administra y especialmente por el empeño que tenéis precisamente hoy para hacer más espléndida y más bella la solemne Procesión. Pero permitidme dudar todavía algún poco en esto, si no de todos, al menos de algunos. Aquellas decoraciones y aquellos ornamentos, con que habéis embellecido vuestras calles, aquellas flores que habéis esparcido y cualquier otra cosa que podéis haber hecho con este fin, habrían tenido algún otra mira que la de honrar a Jesús Sacramentado? ¿Aquellas ropas, aquel vestir extraordinario están dirigidos a hacer más brillante y más devota la sagrada solemnidad o quizás está dirigido sólo para hacer ostentación, aparecer, o sobresalir entre la gente? Así como habéis sido cuidadosos en embellecer vuestras personas, vuestras casas y vuestra Iglesia, ¿lo habéis sido otro tanto para purificar vuestras almas del pecado y adornarlos de verdadera devoción o bien no habéis tenido ningún cuidado y en vez de detestar y de confesar aquellas faltas, aquellos vicios, aquellos pecados, habéis concebido nuevos planes, alimentado nuevos afectos y aceptado pensamientos indignos? La concurrencia, la afluencia, la constancia con que habéis acompañado la santa procesión ¿estaba totalmente dirigida y no tenía otra mira que honrar a Jesús Sacramentado? Aquellos cánticos, aquellas alabanzas, aquellas plegarias ¿sólo miraban a ser escuchadas por Él y a honrar sólo a Él? ¿Les parece que imitaban a los ángeles, que lo alaban y están a su alrededor todos reverentes, respetuosos, inflamados de un gran amor y casi temblorosos por el sumo respeto? Si es así me alegro de nuevo y me consuelo con vosotros; os alabo y ruego al Señor que os bendiga y conserve siempre así. Pero si alguno ha participado con el alma y con el corazón manchado de graves pecados, sin pensar en detestarlos, si alguno hubiese hecho todas estas cosas por vanidad, si alguno hubiese venido por curiosidad, si alguno se hubiese aprovechado de estas sagradas funciones para hacer más mal que bien, si alguno en vez de edificar con su modestia, con el recogimiento, con la piedad, hubiese en cambio escandalizado a su prójimo con la vanidad de su comportamiento, con la inmodestia en su vestir, con risas, con bromas, con discursos, o de cualquier otra manera, sabed que en vez de tener motivos para alegraros, tenéis motivos para llorar. Recordad en tal caso, que la fe que habéis demostrado no es verdadera fe, sino infidelidad, ingratitud y traición. Recordad, entonces, que esta solemnidad y estas procesiones, en vez de atraer sobre vosotros las gracias de Dios y sus bendiciones, os atraen maldiciones y castigos. ¿Os parece, mis queridos hijos, que el Señor no estará bastante irritado por nuestros pecados? ¿Os parece que no hemos todavía probado demasiado sus castigos? ¿Os parece que podemos todavía provocarlo?

¡No, piadoso Señor Sacramentado! En un día de tanta gloria para Ti, y de tanta alegría para nosotros, no consideres nuestras faltas y las almas disipadas, sino sólo las más devotas, que os sirven y adoran con fidelidad. En tiempos de tanta misericordia no hagáis caso de nuestras frialdades y de nuestros descuidos, sino sólo la fe católica, con la cual en la Hostia Sagrada veneramos vuestro Cuerpo, vuestra Sangre, vuestra alma y vuestra divinidad, como los Santos honran en el Cielo y creemos en tu presencia real como un día estuviste sobre la Cruz y ahora os encontráis en el Paraíso. Mirad, amado Jesús, mirad los males que nos oprimen, las guerras obstinadas que tiende a nuestras almas el infernal enemigo y en memoria de Aquel que tanto ha hecho para abrirnos las puertas del cielo, danos esta Hostia sacrosanta en la que reside tanta fuerza y tanta gracia que nos hace capaces de poder superar todo y entrar verdaderamente en el cielo. Haced que nuestras plegarias, nuestras alabanzas sean devotas y sinceras, de manera que, después de haberos honrado aquí en la tierra verdadero Dios con el Padre y con el Espíritu Santo, seamos admitidos a la vida feliz del Cielo, que es nuestra patria para alabaros y bendeciros eternamente: - A Dios, Uno y Trino, sea gloria sempiterna; a Él que aquí se dona, en la patria celestial nos da la vida eterna..

 

DISCURSOS Y PANEGÍRICOS, A. GIANELLI

M 3, pág. 379-391

Aut. Pred. mss. Vol 3, p. 12 int. 7.

 

 El Señor instituyó la Santa Eucaristía antes de ir a la muerte y recomendó a sus discípulos de practicarla en memoria de Él; es muy probable que los Apóstoles con la frecuencia del Santísimo Sacramento buscaran confortar su espíritu antes de la venida del Espíritu Santo. Luego, la Iglesia ha celebrado siempre la memoria de esta grandiosa institución del Jueves Santo, en el cual el Señor, para darnos la prueba más grande que nos pudiese dar un Dios, se quedó Él mismo, totalmente en cuerpo,  sangre, alma y divinidad bajo las especies eucarísticas del pan y del vino, para ser no sólo compañero, guía y consuelo en este valle de miseria y de llanto, sino verdadera comida y verdadera bebida, por la cual unirnos estrechamente a Él con vínculos de amor mucho más duraderos y perfectos.