29 DE
MAYO: ASCENSIÓN DEL SEÑOR
56º
JORNADA MUNDIAL DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES
«El
Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de
Dios» (Mc 16, 19).
«Esta
última etapa permanece estrechamente unida a la primera, es decir, a la bajada
desde el cielo realizada en la Encarnación. Sólo el que "salió del
Padre" puede volver al Padre: Cristo» (CIC, 661).
GIANELLI
NOS ANIMA A REFLEXIONAR SOBRE EL GLORIOSO CUERPO DE CRISTO QUE ASCENDIÓ A LOS
CIELOS
... “Los que han aprovechado el beneficio
de la redención humana que Cristo obró, al resucitar de la muerte, sus
cuerpos tendrán las cuatro insignes cualidades que se observaron en el mismo
cuerpo resucitado de Jesús. Serán ágiles como Él, que volaba de un lugar a
otro, es más, parecía más veloz que el pensamiento. Tendrán como Él aquella
sutileza misteriosa, por la cual, siendo cuerpo, y verdadero cuerpo palpable,
compuesto de huesos y miembros, como era antes de morir, entraba y salía por
puertas cerradas, aparecía, desaparecía y volvía como quería. Serán refulgentes
y bellísimos de aquella luz, que a Él lo envolvió sobre el Tabor, cuando
apareció como un sol ante los tres afortunados Discípulos y les anticipó una
especie de Paraíso; luz que, quizás vieron más de una vez, todos los fieles
después de su Resurrección y especialmente cuando se separó de ellos para irse
al Cielo. Y finalmente estarán llenos de aquella feliz inmortalidad, por la
cual como Cristo, no solamente no estarán sujetos a la muerte, sino que serán
liberados de todos los males que frecuentemente acompañan esta vida mortal y
que la hacen tan mísera e infeliz, que muchos la encuentran más insoportable
que la misma muerte.
No
solamente estarán exentos de todos los males, de todas las necesidades, de
todos los peligros, de todos los temores (lo que sería para nosotros una
inmensa felicidad), sino que serán ricos y abundarán de todo bien, de todo
gozo, de toda delicia, y serán tales que, no solamente no somos capaces de
expresarlos, ni siquiera de pensarlos (nos asegura San Pablo, que vio en algún
modo, y probó - El ojo no ha visto, el
oído no ha oído, a nadie se le ocurrió pensar lo que Dios ha preparado para los
que lo aman). Les baste saber [...], que nuestro cuerpo, sin dejar de ser
cuerpo y verdadero cuerpo, será de tal modo, purificado y, en cierto modo,
espiritualizado, que gustará las delicias del alma, puesto que el alma gustará
y vivirá las delicias mismas de Dios.
[...] En
el cuerpo glorioso de Jesucristo contemplan como reflejados sus
miembros. Esperan vivamente que pronto serán como Él, ágiles, sutiles,
espléndidos e inmortales. No sólo aspiran, sino que suspiran por el feliz
momento de terminar esta vida, para ir rápidamente con el alma, y luego cuando
Dios quiera, también con el cuerpo, a gozar la eterna vida que Jesús mereció
para ellos con su muerte. No cesan, por tanto, de exclamar con el mismo S.
Pablo, ¿quién me liberará de la cárcel de este cuerpo de muerte, así pronto
vuelo hasta aquel Jesús por el que tanto suspiro?”.[1]
Deseamos
como Familia Gianellina, que en esta solemnidad
de la Ascensión de Nuestro Señor a los Cielos, se multipliquen en cada
uno de nosotros los beneficios de su obra redentora, como lo expresa
S.A.M.G y actúe en nosotros, y por nosotros en los demás y nos transformen, nos
cambien, nos renueven y nos hagan ser hombres y mujeres nuevos.
En
este día también celebramos la jornada mundial de las comunicaciones sociales.
Los invitamos a leer el texto íntegro propuesto por el PP. Francisco bajo el
lema: “ESCUCHAR CON LOS OÍDOS DEL CORAZÓN”.
En
este texto nos anima a “redescubrir una Iglesia sinfónica, en la que cada
uno puede cantar con su propia voz acogiendo las de los demás como un don, para
manifestar la armonía del conjunto que el Espíritu Santo compone” seguros de
que “Dios ama al hombre: por eso le dirige la Palabra, por eso inclina el oído
para escucharlo”.
56º JORNADA MUNDIAL DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES
QUERIDOS
HERMANOS Y HERMANAS:
(TEXTO ÍNTEGRO)
“El año pasado reflexionamos sobre la necesidad
de “ir y ver” para descubrir la realidad y poder contarla a partir de la
experiencia de los acontecimientos y del encuentro con las personas. Siguiendo
en esta línea, deseo ahora centrar la atención sobre otro verbo, “escuchar”,
decisivo en la gramática de la comunicación y condición para un diálogo
auténtico.
En efecto, estamos perdiendo la capacidad de
escuchar a quien tenemos delante, sea en la trama normal de las relaciones
cotidianas, sea en los debates sobre los temas más importantes de la vida
civil. Al mismo tiempo, la escucha está experimentando un nuevo e importante
desarrollo en el campo comunicativo e informativo, a través de las diversas
ofertas de podcast y chat audio, lo que confirma que
escuchar sigue siendo esencial para la comunicación humana.
A un ilustre médico, acostumbrado a curar las
heridas del alma, le preguntaron cuál era la mayor necesidad de los seres
humanos. Respondió: “El deseo ilimitado de ser escuchados”. Es un deseo que a
menudo permanece escondido, pero que interpela a todos los que están llamados a
ser educadores o formadores, o que desempeñen un papel de comunicador: los
padres y los profesores, los pastores y los agentes de pastoral, los
trabajadores de la información y cuantos prestan un servicio social o político.
ESCUCHAR
CON LOS OÍDOS DEL CORAZÓN
En las páginas bíblicas aprendemos que la
escucha no sólo posee el significado de una percepción acústica, sino que está
esencialmente ligada a la relación dialógica entre Dios y la humanidad. «Shema
Israel – Escucha, Israel» (Dt 6,4), el íncipit del primer mandamiento
de la Torah se propone continuamente en la Biblia, hasta tal punto que san
Pablo afirma que «la fe proviene de la escucha» (Rm 10,17). Efectivamente,
la iniciativa es de Dios que nos habla, y nosotros respondemos escuchándolo;
pero también esta escucha, en el fondo, proviene de su gracia, como sucede al
recién nacido que responde a la mirada y a la voz de la mamá y del papá. De los cinco sentidos, parece que el
privilegiado por Dios es precisamente el oído, quizá porque es menos invasivo,
más discreto que la vista, y por tanto deja al ser humano más libre.
La escucha corresponde al estilo humilde de
Dios. Es aquella acción que permite a Dios revelarse como Aquel que, hablando,
crea al hombre a su imagen, y, escuchando, lo reconoce como su interlocutor.
Dios ama al hombre: por eso le dirige la Palabra, por eso “inclina el oído”
para escucharlo.
El hombre, por el contrario, tiende a huir de
la relación, a volver la espalda y “cerrar los oídos” para no tener que
escuchar. El negarse a escuchar termina a menudo por convertirse en agresividad
hacia el otro, como les sucedió a los oyentes del diácono Esteban, quienes,
tapándose los oídos, se lanzaron todos juntos contra él
(cf. Hch 7,57).
Así, por una parte está Dios, que siempre se
revela comunicándose gratuitamente; y por la otra, el hombre, a quien se le
pide que se ponga a la escucha. El Señor llama explícitamente al hombre a una
alianza de amor, para que pueda llegar a ser plenamente lo que es: imagen y
semejanza de Dios en su capacidad de escuchar, de acoger, de dar espacio al
otro. La escucha, en el fondo, es una dimensión del amor.
Por eso Jesús pide a sus discípulos que
verifiquen la calidad de su escucha: «Presten atención a la forma en
que escuchan» (Lc 8,18); los exhorta de ese modo después de haberles
contado la parábola del sembrador, dejando entender que no basta escuchar, sino
que hay que hacerlo bien. Sólo da frutos de vida y de salvación quien acoge la
Palabra con el corazón “bien dispuesto y bueno” y la custodia fielmente (cf. Lc 8,15).
Sólo prestando atención a
quién escuchamos, qué escuchamos y cómo escuchamos
podemos crecer en el arte de comunicar, cuyo centro no es una teoría o una
técnica, sino la «capacidad del corazón que hace posible la proximidad» (Exhort.
ap. Evangelii
gaudium, 171).
Todos tenemos oídos, pero muchas veces incluso
quien tiene un oído perfecto no consigue escuchar a los demás. Existe realmente
una sordera interior peor que la sordera física. La escucha, en efecto, no
tiene que ver solamente con el sentido del oído, sino con toda la persona. La
verdadera sede de la escucha es el corazón. El rey Salomón, a pesar de ser muy
joven, demostró sabiduría porque pidió al Señor que le concediera «un corazón
capaz de escuchar» ( 1 Re 3,9). Y san Agustín invitaba a escuchar con
el corazón ( corde audire), a acoger las palabras no exteriormente en los
oídos, sino espiritualmente en el corazón: «No tengan el corazón en los oídos,
sino los oídos en el corazón» [1]. Y san Francisco de Asís exhortaba
a sus hermanos a «inclinar el oído del corazón» [2].
La primera escucha que hay que redescubrir
cuando se busca una comunicación verdadera es la escucha de sí mismo, de las
propias exigencias más verdaderas, aquellas que están inscritas en lo íntimo de
toda persona. Y no podemos sino escuchar lo que nos hace únicos en la creación:
el deseo de estar en relación con los otros y con el Otro. No estamos hechos
para vivir como átomos, sino juntos.
LA
ESCUCHA COMO CONDICIÓN DE LA BUENA COMUNICACIÓN
Existe un uso del oído que no es verdadera
escucha, sino lo contrario: el escuchar a escondidas. De hecho, una tentación
siempre presente y que hoy, en el tiempo de las redes sociales, parece haberse
agudizado, es la de escuchar a escondidas y espiar, instrumentalizando a los
demás para nuestro interés. Por el contrario, lo que hace la comunicación buena
y plenamente humana es precisamente la escucha de quien tenemos delante, cara a
cara, la escucha del otro a quien nos acercamos con apertura leal, confiada y
honesta.
Lamentablemente, la falta de escucha, que
experimentamos muchas veces en la vida cotidiana, es evidente también en la
vida pública, en la que, a menudo, en lugar de oír al otro, lo que nos gusta es
escucharnos a nosotros mismos. Esto es síntoma de que, más que la verdad y el
bien, se busca el consenso; más que a la escucha, se está atento a la
audiencia. La buena comunicación, en cambio, no trata de impresionar al público
con un comentario ingenioso dirigido a ridiculizar al interlocutor, sino que
presta atención a las razones del otro y trata de hacer que se comprenda la
complejidad de la realidad. Es triste cuando, también en la Iglesia, se forman
bandos ideológicos, la escucha desaparece y su lugar lo ocupan contraposiciones
estériles.
En realidad, en muchos de nuestros diálogos no
nos comunicamos en absoluto. Estamos simplemente esperando que el otro termine
de hablar para imponer nuestro punto de vista. En estas situaciones, como señala
el filósofo Abraham Kaplan [3], el diálogo es un “diálogo”, un
monólogo a dos voces. En la verdadera comunicación, en cambio, tanto
el tú como el yo están “en salida”, tienden el uno hacia el
otro.
Escuchar es, por tanto, el primer e
indispensable ingrediente del diálogo y de la buena comunicación. No se
comunica si antes no se ha escuchado, y no se hace buen periodismo sin la
capacidad de escuchar. Para ofrecer una información sólida, equilibrada y
completa es necesario haber escuchado durante largo tiempo. Para contar un
evento o describir una realidad en un reportaje es esencial haber sabido
escuchar, dispuestos también a cambiar de idea, a modificar las propias
hipótesis de partida.
En efecto, solamente si se sale del monólogo se
puede llegar a esa concordancia de voces que es garantía de una verdadera
comunicación. Escuchar diversas fuentes, “no conformarnos con lo primero que
encontramos” —como enseñan los profesionales expertos— asegura fiabilidad y
seriedad a las informaciones que transmitimos. Escuchar más voces, escucharse
mutuamente, también en la Iglesia, entre hermanos y hermanas, nos permite
ejercitar el arte del discernimiento, que aparece siempre como la capacidad de
orientarse en medio de una sinfonía de voces.
Pero, ¿por qué afrontar el esfuerzo que
requiere la escucha? Un gran diplomático de la Santa Sede, el cardenal Agostino
Casaroli, hablaba del “martirio de la paciencia”, necesario para escuchar y
hacerse escuchar en las negociaciones con los interlocutores más difíciles, con
el fin de obtener el mayor bien posible en condiciones de limitación de la
libertad. Pero también en situaciones menos difíciles, la escucha requiere
siempre la virtud de la paciencia, junto con la capacidad de dejarse sorprender
por la verdad — aunque sea tan sólo un fragmento de la verdad— de la persona
que estamos escuchando. Sólo el asombro permite el conocimiento. Me refiero a
la curiosidad infinita del niño que mira el mundo que lo rodea con los ojos muy
abiertos. Escuchar con esta disposición de ánimo —el asombro del niño con la
consciencia de un adulto— es un enriquecimiento, porque siempre habrá alguna
cosa, aunque sea mínima, que puedo aprender del otro y aplicar a mi vida.
La capacidad de escuchar a la sociedad es
sumamente preciosa en este tiempo herido por la larga pandemia. Mucha
desconfianza acumulada precedentemente hacia la “información oficial” ha
causado una “infodemia”, dentro de la cual es cada vez más difícil hacer
creíble y transparente el mundo de la información. Es preciso disponer el oído y
escuchar en profundidad, especialmente el malestar social acrecentado por la
disminución o el cese de muchas actividades económicas.
También la realidad de las migraciones forzadas
es un problema complejo, y nadie tiene la receta lista para resolverlo. Repito
que, para vencer los prejuicios sobre los migrantes y ablandar la dureza de
nuestros corazones, sería necesario tratar de escuchar sus historias, dar un
nombre y una historia a cada uno de ellos. Muchos buenos periodistas ya lo
hacen. Y muchos otros lo harían si pudieran. ¡Alentémoslos! ¡Escuchemos estas
historias! Después, cada uno será libre de sostener las políticas migratorias
que considere más adecuadas para su país. Pero, en cualquier caso, ante
nuestros ojos ya no tendremos números o invasores peligrosos, sino rostros e
historias de personas concretas, miradas, esperanzas, sufrimientos de hombres y
mujeres que hay que escuchar.
ESCUCHARSE
EN LA IGLESIA
También en la Iglesia hay mucha necesidad de
escuchar y de escucharnos. Es el don más precioso y generativo que podemos
ofrecernos los unos a los otros. Nosotros los cristianos olvidamos que el
servicio de la escucha nos ha sido confiado por Aquel que es el oyente por
excelencia, a cuya obra estamos llamados a participar. «Debemos escuchar con los
oídos de Dios para poder hablar con la palabra de Dios» [4]. El
teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer nos recuerda de este modo que el primer
servicio que se debe prestar a los demás en la comunión consiste en
escucharlos. Quien no sabe escuchar al hermano, pronto será incapaz de escuchar
a Dios [5].
En la acción pastoral, la obra más importante
es “el apostolado del oído”. Escuchar antes de hablar, como exhorta el apóstol
Santiago: «Cada uno debe estar pronto a escuchar, pero ser lento para hablar»
(1,19). Dar gratuitamente un poco del propio tiempo para escuchar a las
personas es el primer gesto de caridad.
Hace poco ha comenzado un proceso sinodal.
Oremos para que sea una gran ocasión de escucha recíproca. La comunión no es el
resultado de estrategias y programas, sino que se edifica en la escucha
recíproca entre hermanos y hermanas. Como en un coro, la unidad no requiere
uniformidad, monotonía, sino pluralidad y variedad de voces, polifonía. Al
mismo tiempo, cada voz del coro canta escuchando las otras voces y en relación
a la armonía del conjunto. Esta armonía ha sido ideada por el compositor, pero
su realización depende de la sinfonía de todas y cada una de las voces.
Conscientes de participar en una comunión que
nos precede y nos incluye, podemos redescubrir una Iglesia sinfónica, en la que
cada uno puede cantar con su propia voz acogiendo las de los demás como un don,
para manifestar la armonía del conjunto que el Espíritu Santo compone”.
Roma, San Juan de Letrán, 24 de enero de
2022, Memoria de san Francisco de Sales.
Francisco
___________________________
[1] «Nolite
habere cor in auribus, sed aures in corde» ( Sermo 380, 1: Nuova
Biblioteca Agostiniana 34, 568).
[2] Carta
a toda la Orden: Fuentes Franciscanas, 216.
[3] Cf. The
life of dialogue, en J. D. Roslansky ed., Communication. A
discussion at the Nobel Conference, North-Holland Publishing Company –
Amsterdam 1969, 89-108.
[4] D.
Bonhoeffer, Vida en comunidad, Sígueme, Salamanca 2003, 92.
[5] Cf. ibíd.,
90-91.
[1] DANERI. Panegíricos y homilías, Volumen I, Página
155. Traducción del italiano Hna.Ma. de la Paz Rausch.
Homilía en la Catedral de Bobbio - 27 marzo 1842.