Prédica de Gianelli sobre el fariseo y el publicano

VOLVIÓ A CASA JUSTIFICADO

 

“Les digo que éste  bajó a su casa

reconciliado con Dios y el otro no”

Lc 18,14

 

 

Nos asombraríamos si un ave del pantano, pretendiera desafiar en el vuelo al águila; igualmente nos asombraríamos si un niño enfermo o un anciano decadente, presumiese desafiar a un soldado, fuerte y valiente, para desarmarlo, y arrancarle la victoria.

¿ Y no nos maravillamos, si el orgullo del hombre llega a hacer ostentación de las cosas más tontas y se erige contra Dios y hasta llega a despreciarlo?.

 

Por el pecado original, presente en todo hombre, el orgullo es un mal que toda persona lleva en sí;  puede vencerlo, pero no destruirlo completamente.

El orgullo es indigno del hombre que lo nutre, es ofensivo en relación a Dios y perjudicial en el camino hacia la santidad.

Son estas las enseñanzas que nos ofrece el presente texto evangélico. La parábola ya la explicó el mismo Jesús. A nosotros se nos  invita a hacer de la misma, una aplicación seria a nuestra vida, a nuestro modo de ser y de actuar, porque Dios humilla a los soberbios y enaltece a los humildes.

 

La ocasión de esta parábola de Jesús, fueron algunos hombres, casi seguramente pertenecientes a los escribas o a los fariseos, los cuales, ostentaban seguridad, como si estuvieran confirmados en gracia, asumían actitudes de desprecio hacia los demás, a los que consideraban indignos y pecadores: “presumían ser justos y despreciaban a los demás”.

El Señor que veía el corazón, se dio cuenta de la soberbia de éstos y, como médico espiritual, pensó  en ponerle remedio.

 

Dijo: Dos hombres subieron al Templo a orar; uno era fariseo y el otro un recaudador de impuestos, un pecador. Los fariseos, eran personas que se vanagloriaban de observar la ley del modo más riguroso, pero su observancia era sólo exterior, sólo para aparentar delante del pueblo y no para agradar a Dios; eran personas falsas y engañadoras.

Los publicanos eran personas que recaudaban los impuestos para los romanos, incluso de modo tiránico y cometiendo  evidentes injusticias. El célebre escritor Suida, dice que su vida era un indigno regatear, un continuo e impune robo público y una abierta violencia.

Entre los judíos, decir publicano y decir ladrón público, era la misma cosa.

 

Estos dos personajes-símbolo, llegaron juntos al templo. El fariseo, envuelto en su amplio manto, altanero, soberbio y despectivo, avanzó hasta llegar al Santo de los Santos, lugar donde solamente podía  estar el Pontífice, y puesto de pie, como hombre importante, dijo:”Señor, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres”

Aclara San Agustín: no se contenta con decir “como muchos” sino que dice “como el resto de los hombres”. “Son todos ladrones, injustos, adúlteros, como aquel publicano que vino al templo. Yo ayuno dos veces a la semana y pago los diezmos de todo lo que poseo”

El publicano, por el contrario, permanecía en el atrio del templo y ni siquiera se animaba a levantar los ojos al cielo, tan consciente era de ser un pecador; se golpeaba el pecho y decía: “Dios mío, ten compasión de mí que soy un pecador”

 

La parábola sola, habría bastado para hacer comprender a los presentes la verdadera actitud del hombre sabio delante de Dios, pero Jesús tenía en la mente, instruirnos también a nosotros, y terminó diciendo:

Yo les digo que éste bajó a su casa reconciliado con Dios y el otro no”. El fariseo fue condenado por Dios  y el publicano, justificado y perdonado.

Los Padres, los comentaristas, tanto de la tradición hebrea, como de la siríaca y de la griega, están de acuerdo y presentan la misma conclusión de Jesús: “todo el que se exalta, hinchado de soberbia   y de confianza en sí mismo, será humillado, rebajado, envilecido, y quien se abaja , se hace pequeño, será exaltado”.

Tal sentencia resuena así: El soberbio se perderá y el humilde se salvará. No pueden ir juntas soberbia y salvación, humildad y condena. Esta verdad ya se nos había anunciado en el Antiguo Testamento,  el corazón del hombre se hincha con la soberbia antes de la ruina y antes de la verdadera exaltación se humilla.

De un modo nuevo nos lo dice el mismo Jesús en el Evangelio: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón”.

 

Con nuestro texto evangélico se nos dice que no puede haber justificación y salvación para aquellos que no son humildes y que, como el fariseo, serán condenados.

Santiago dice que Dios está en guerra  contra el soberbio, el cual, como un ladrón quiere lo que no le pertenece; mientras Dios, abraza tiernamente a los humildes y derrama sobre ellos la abundancia de sus gracias y de sus dones. Dios resiste a los soberbios pero da su gracia a los humildes.

Incluso si el soberbio se esfuerza por hacer el bien, se ejercita en los ayunos, en las virtudes, en las mortificaciones, y aunque a sus ojos se considere bueno, más que todos los otros hombres, o que esté cerca del altar, no será justificado si no se vuelve humilde, mientras que los otros, si son humildes, serán abrazados por Dios, a pesar de sus pecados.

 

Afirmaba David: Dios no desprecia un corazón arrepentido y humillado, por cuanto pueda ser culpable. Para hacernos comprender esta verdad, San Juan Crisóstomo dice: En un espacioso, camino vienen a encontrarse dos carros, uno cargado de pecados, con un peso monstruoso, casi de no poder moverlo, pero guiado por la humildad; el otro, un carro liviano llevado en triunfo por el viento de la virtud soberbia que, como un corcel veloz, promete hacerlo llegar rápido a destino. ¿Lo creerían? Afirma el Santo: el carro de la humildad irá adelante, no obstante la exagerada carga de pecados, y llegará a la meta. El carro de la soberbia, si bien liviano y rico de virtudes, no llegará a destino.

Porque, concluye el Santo, la humildad, en un cierto sentido, se pone debajo del peso de los pecados y vence su prepotencia y  gravedad; la soberbia, por el contrario, con su peso, pisotea la justicia y toda otra virtud y fácilmente las vence y las oprime: “Presumían de ser justos y despreciaban a los demás”.

 

El fariseo ayunaba, hacía penitencia, pagaba los impuestos, no era como los otros, según sus propios dichos. Todo lo que se esforzaba  por la justicia, por la virtud, lo destruía por su soberbia.

En  un cierto sentido, sin darse cuenta, decía la verdad, cuando admitía de no ser como el publicano. Porque éste era humilde mientras el fariseo se hinchaba de soberbia. Feliz publicano que pudo decir que era humilde.

Al fariseo le sucedió  lo que le pasó al príncipe del que habla San Gregorio Magno: Visitando sus fortalezas, las consideró seguras, pero no  fortificó un pequeño pasaje, donde el enemigo podía muy fácilmente abrir una brecha; y no fueron pocos los enemigos que entraron en su corazón, si escuchamos como nos lo describe el mismo pontífice: la soberbia se estableció y llevó allí todos sus ejércitos.

 

Cuatro son los grados de la soberbia, presentes en el corazón del orgulloso:

1. Aquellos que se encuentran ricos de bienes de naturaleza y de gracia, de fortuna, pero en lugar de reconocerlos como dones de Dios, los atribuyen a sus habilidades, a su bondad, a sus condiciones y se complacen en ello, se glorían y se consideran casi dioses, y, como Lucifer, se comparan con Dios: “Seré igual que el Altísimo”[1]

Dice Teofilatto, si nuestro fariseo no hubiera tenido esta soberbia, y hubiera considerado haber recibido de Dios su justicia y santidad, no habría despreciado a los otros, y se habría considerado pobre y necesitado de Dios, como ellos.

 

2. Son aquellos que atribuyen a Dios, todos los dones, pero creen haberlos obtenido en virtud de los propios méritos. Así el fariseo agradece a Dios, pero exalta al mismo tiempo sus buenas obras, su justicia y sus ayunos.

3. Son aquellos que, como el fariseo, creen tener dones y cualidades que en realidad no tienen y viven en la ilusión de tenerlos.

 

4. Son aquellos que, como el fariseo, presumen de sus virtudes, se creen autorizados a deshonrar a los demás, despreciarlos y desestimarlos.

 

Como dice San Gregorio, la soberbia es un mal que echa a perder todas las virtudes y conduce a todos los vicios. La ira, destruye la paciencia, la gula, destruye la abstinencia, la lujuria, destruye la castidad, pero la soberbia las ataca a todas, y a todas las destruye, y en un momento arruina todo bien. Dice San Juan Crisóstomo: observen, el fariseo con dos palabras, pierde toda su justicia, mientras que el publicano, con una sencilla palabra, aparta de sí el peso de tantos pecados.

 

Dice San Agustín: que Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes, no es una enseñanza que encontramos solamente en el Nuevo Testamento, sino casi en cada página de la Sagrada Escritura. Es el Espíritu Santo que en el Eclesiástico dice, que la soberbia es el principio de todo pecado. Isaías nos muestra a Dios empeñado en abatir a los soberbios  y a enaltecer a los humildes.

 

Así ocurrió desde siempre: le sucedió a Lucifer y a sus secuaces, que  querían tomar el lugar de Dios; a nuestros progenitores, a los cuales Satanás dijo: serán semejantes a Dios; al Faraón sumergido en el Mar Rojo, a Saúl privado del reino, a Antíoco comido por los gusanos, a Jezabel tirada como comida  a los perros, y a tantos otros; ellos nos demuestran que Dios resiste a los soberbios, que no tiene en cuenta ni  la  dignidad ni el prestigio.

“Elevado más allá del vuelo del águila o con tu morada entre las estrellas, yo sabré rebajarte, dice el Señor”.

Dice San Optato de Milevi: mejor un pecador humilde que un inocente soberbio. No porque el pecado sea bueno y mala la inocencia, sino  porque Dios ama la humildad[2].

 

¿Estamos convencidos que inocencia de vida y soberbia no pueden existir juntas? San Juan Crisóstomo grita: si tanto puede la humildad unida al pecado, ¿qué cosa no podrá unida a la virtud?  Si la soberbia es tan despreciable unida a la justicia, ¿qué cosa no será unida a la iniquidad?

La soberbia es signo de reprobación, mientras que la humildad es signo de elección, o lo decimos con las mismas palabras de Cristo: el humilde se salva y el soberbio se condena.

 

Me doy cuenta que con lo que les expuse hasta ahora, les indiqué el puerto seguro, pero los dejé en una gran tempestad. Y entones les presento el remedio que será eficaz para todos. ¿Quieren ser humildes? ¿Saben que son soberbios? Para no ser soberbio es necesario que yo me convenza de serlo. ¿Es una contradicción?

 

Esté bien atentos, y se convencerán que cuanto les digo responde a la verdad. Confieso que el remedio es nuevo y un poco extraño, pero es verdadero y justo.

Veo por experiencia, que todos los otros motivos que tenemos para humillarnos, no siempre los recordamos, o si los recordamos, esconden soberbia que los encubre. Debemos entrar en nosotros mismos y encontrar allí el motivo para convencernos que somos soberbios.

Solamente si estamos convencidos de ser soberbios, ésta, aún permaneciendo dentro de nosotros, no podrá perjudicarnos, porque será reconocida por nosotros.

Todos somos pecadores, todos  capaces de pecar, pero la soberbia, si la descubrimos, está perdida.

 

El que sabe que es ciego, no camina sin guía. El que sabe que es soberbio, no puede hacer a menos que humillarse. No sabremos humillarnos de veras si no estamos convencidos de ser soberbios. El remedio está dentro de nosotros; allí adentro está el mal y la medicina, mejor dicho, el mismo mal es remedio para sí mismo.

El reconocimiento sincero de nuestra soberbia es la fuerza que la destruye.

Hombre, no vayas lejos a buscar el remedio, entra en ti mismo y encontrarás allí tu humillación. Encontrarás tantas miserias pero encontrarás la soberbia. Ésta es la que debes reconocer y humillarte: esto bastará. Si no te reconoces soberbio, quiere decir que lo eres, que eres fariseo, y como él serás reprobado.

 

En mi discurso me referí a  tantas soberbias humilladas. Ahora quiero recordarles una humildad exaltada. Esto se realizó en María Santísima, y me agrada recordarla en este día, en que celebramos su exaltación[3]. Si no tuviéramos otra prueba de la exaltación del humilde, el ejemplo de María, debería bastarnos y hacernos enamorar de esta virtud.

 

¿Quién no se asombra pensando en la grandeza de María, en los dones con que fue enriquecida, desde su Inmaculada Concepción?

¿Quién no queda fascinado, al considerarla hija de Adán, y elevada a ser Madre, hija y Esposa de Dios?  San Bernardo dice que fue elevada a tanta gloria por su profunda humildad.

 

Si la Iglesia nos la muestra más cerca de Dios que los mismos coros angélicos, al lado de Cristo glorificado; si nos la presenta Reina del cielo y de la tierra, alegría del paraíso, refugio de aquellos que están sobre la tierra, árbitra de los dones divinos, es todo mérito de su humildad.

Dice San Máximo: María no habría llegado jamás a tanto, si antes no  hubiera descendido, con la humildad de la mente, por debajo de todos.

Es Ella la que lo dice, en la visita a su prima Isabel: Dios miró la humildad de su esclava; todas las generaciones me llamarán bienaventurada.

 

Estamos seguros que Dios abaja a los soberbios con el mismo brazo con el que levanta a los humildes, porque será siempre cierto que el humilde será exaltado y el soberbio humillado.

 

 

 



[1] Is. 14,14

[2]Obispo afro romano que luchó contra la herejía de los donatistas,  Libro 2º contra Donato

[3] S. Antonio Gianelli, hizo esta prédica el día en que se celebraba la Asunción de María