Un hombre daba un gran banquete

Un hombre daba un gran banquete

(Lc 14,16)

Año 1813

 

Para entender bien el significado de la gran Cena de la que nos habla el Evangelio es necesario observar que, además del sentido obvio y literal, las Sagradas Escrituras tienen otro sentido más escondido y espiritual, como una flor que, después de los primeros pétalos perfumados, esconde otros mucho más coloreados, más delicados y que exhalan un perfume más exquisito y más agradable.

Por tanto, este hombre que prepara el gran banquete, según el primer sentido literal, no es otro que el Señor, el cual, rico en misericordia, como lo llama el Profeta, invita a los hombres al convite que les ha preparado en el cielo. Luego, el siervo enviado a llamar a los invitados, es Jesucristo y con Él, los Profetas, los Apóstoles, los predicadores y sus ministros, todos los que, después de haber trabajado en vano por la fidelidad y conversión de los Hebreos, fueron enviados por el Padre celestial a invitar a los paganos que, a pesar de la abominación en la que se encontraban inmersos, se acercaron a Dios y participaron en la gran Cena.

Pero, San Cirilo y muchos otros, en un sentido más alegórico y espiritual, reconocen en esta grandiosa cena la Mesa que el Señor nos preparó en la Santa Eucaristía y yo no puedo, hoy, dejar de hablaros de este Sagrado Convite, ya que en estos días la Santa Iglesia nos invita a ocuparnos totalmente en celebrar la grandeza de esta misma Cena que el Señor, al final de sus días, cuando ya estaba por encaminarse hacia la muerte, se complació en preparar para los verdaderos seguidores de su Evangelio, en los cuales quiere invitar a todo el mundo.

Y para hacerse más preciada esta misma cena, nos advierte el Evangelio que ésta era una gran Cena: - daba un gran banquete -.

El Cardenal Ugone distingue cuatro motivos de grandeza en esta cena divina. El primero es el del Patrón que la hace y éste, es Cristo que, siendo a la vez Dios y hombre, no sólo no puede encontrarse un sujeto más grande y sublime, sino que fuera de Él no hay verdadera grandeza, ya que Él es la Fuente y el Autor de las cosas más excelentes y sublimes - Un hombre -, dice el Evangelio. Hombre singular, retoma un expositor con San Buenaventura, concebido sin padre, nacido sin dolor de la Madre, libre de todos los pecados y que, sin embargo, murió por el pecado mismo. – Inmune del pecado murió por el pecado -. Grande y singular este hombre, retomo yo, porque es Dios y es aquel mismo Dios que ha hecho todas las cosas y ha creado a todos los hombres. - El mismo Dios que nos ha creado -.

El segundo motivo de grandeza son los convidados, ya que Él no llama a la cena sólo a los grandes del Reino, sólo a los amigos y a los parientes, sino que llama a muchos, a todos, ya que el ‘muchos’ del Evangelio es para entenderse como ‘todos’, precisamente como dicen comúnmente las Escrituras; y debe entenderse de los llamados en modo especial y absoluto, ya que Él mismo grita: - Venid a Mí todos los que, estáis oprimidos del peso de vuestras enfermedades, os fatigáis y estáis ya por faltar; venid que yo sabré restauraros y con mi pan de vida os confortaré -.

El tercer motivo es el de los ministros de esta gran cena, ya que fundadamente se cree que los Ángeles mismos asisten reverentes al sacerdote y a los afortunados convidados que se acercan a esta sacratísima mesa; de esto son testigos muchas almas grandes que, arrobadas en éxtasis de dulzura, merecieron verlos, en grandes filas, rodeando los santos altares y asistiendo con profunda veneración a los sacrosantos misterios.

Pero, el último y el  más noble y grandioso motivo de esta portentosa Cena son los alimentos mismos que nos han sido preparados: o sea el Cuerpo y la Sagrada Sangre del Redentor. Dios mismo, alma y cuerpo, sangre y divinidad, unido al hombre, se nos ofrece totalmente bajo las especies del pan y del vino. Se ofrece totalmente y se entrega al hombre; nada se niega en esta gran Cena preparada por el Señor - Un hombre daba un gran banquete -.

En efecto, lo vio en espíritu el Real Profeta David y muy sorprendido reconoció en ella, no sólo la obra más grande y más sorprendente, sino que la consideró como el compendio de todo, como el cúmulo y el centro de todas las maravillas obradas en beneficio del hombre; pareciera que el Señor se habría esforzado (hablando con el Tridentino) para profundizar y volcar en este Sacramento los inmensos tesoros de su infinito amor hacia los hombres; o como explicase mejor el enamorado discípulo San Juan, en la mesa Eucarística ha demostrado que Él amó a los hombres a tal punto de no poderlos amarlos más. Y, en efecto, ¿qué otra cosa podía darnos de más precioso que darse a sí mismo?

¿Queremos riquezas? Las tenemos todas en Él; ¿queremos placeres? Él es el verdadero manantial; ¿queremos la ayuda, la consolación, la paz? Él es el autor dulcísimo. ¿Qué más queremos? ¿Queremos el paraíso también en la tierra? ¿Y no nos lo muestra la fe en el Santísimo Sacramento? ¿No recibimos dentro de nosotros mismos al autor de las delicias y las alegrías del Paraíso? ¿No lo conservamos dentro de nosotros mismos mientras duran las Especies Sacramentales? ¿Qué queremos entonces? ¿Qué más podía darnos el piadoso Señor?; parece decirnos: ¿Qué más podía daros y no os he dado? ¿Qué podía hacer por vosotros y no lo he hecho?

Y para acercarnos a una mesa tan grande, tan portentosa y tan excelsa, ¿no haremos todos los esfuerzos posibles? ¿No estaremos dispuestos a sacrificar cualquier interés, cualquier arrebato, cualquier placer mundano? ¿No nos encenderemos en aquellas vivísimas llamas, en las cuales fueron inflamadas tantas almas amadas de Dios que, con frecuencia, perdieron el uso de los sentidos por la vivísima fuerza de sus deseos hacia este alimento divino?

Pero, amados cristianos, ¿qué sería de nosotros si, en cambio, fuésemos lejanos, negativos y descuidados? ¿Qué sería si, considerándola una cosa demasiado vil, no la atendiésemos? ¿Qué sería si no atendiésemos para nada las tan tiernas invitaciones? Sin embargo, ¿no hace esto, cada día, la mayor parte de los cristianos? ¿No se ve demasiada frialdad en el común alejamiento de este Pan de vida? ¿No resisten, con gran estupidez, a las invitaciones amorosas de la Santa Iglesia que no se cansa de inculcar a sus hijos, con lágrimas y con suspiros, que el Señor ha preparado esta mesa para ellos, que todo está listo, que Jesús los escucha, que está listo el alimento de vida eterna, que es necesario acercarse a esta Cena divina para huir del pecado, para huir de la muerte y que solamente Él puede corregir los numerosos desórdenes, los muchos peligros que reinan en su Iglesia, que se encuentran en la vía de la salvación? Pero, grita en vano la buena y amorosísima Madre; hay quien aduce un pretexto y quien de otra manera se excusa. Se encuentra desilusionada, como el siervo evangélico que, saliendo a la hora de la cena, para llamar a los invitados, sólo recibió excusas; ninguno estuvo listo para acudir a la cena - Todos, sin excepción comenzaron a disculparse -.

Mirad qué manera elegante usaron aquellos para librarse del compromiso. El primero dijo: - he comprado un campo, es necesario que vaya a verlo; te ruego que me disculpes -,  no puedo aceptar vuestra gentil invitación. Oh, cuánto lo siento, dice otro: - Acabo de comprar cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego que me disculpes -. Lo lamento, dice el tercero, pero vuestro patrón ha elegido una mala ocasión; he tomado mujer y con toda franqueza, no puedo ir - Acabo de casarme y por esta razón no puedo ir -. Y así el pobre siervo, no encontrando ninguno que quisiese aceptar las amables invitaciones de su Patrón, se vio obligado a volver solo, para referirle lo que le había sucedido. - el sirviente al regresar contó todo esto a su Patrón -.

Pero nosotros, detengámonos un momento a analizar a estos invitados indiscretos, ingratos y deshonestos. El Evangelio no los describe casualmente en el número de tres y no refiere sin razón sus excusas con tanta distinción. Si creemos a San Agustín los obstáculos que encontraron aquellos para no ir a la cena son los mismos que, precisamente, impiden a una gran multitud de cristianos la frecuencia a los Santos Sacramentos: o sea, la soberbia, el interés y el maldito placer, para no hablar de otras excusas o de otros defectos, porque según San Juan Apóstol, todos los otros vicios se resumen en estos - Pues toda la corriente del mundo es: Codicia del hombre carnal, ojos siempre ávidos y gente que ostenta su superioridad - (I Jn 2,16).

En efecto, preguntad a los soberbios porqué no frecuentan los Sacramentos; os dirán: ‘Yo debo ocuparme en otras cosas, tengo otras cosas que hacer que estar en la Iglesia o en el confesionario. Debo pensar en el bienestar de la familia, en la apariencia, en el sostén de mis intereses y no quiero arruinarme por esto. Tengo aquella correspondencia, aquel empeño, hice aquella compra: no puedo ir; el Señor me perdonará. - Acabo de comprar cinco yuntas de bueyes. Te ruego que me disculpes -. Y así se dejan pasar los meses y los años sin una comunión; ¡y sabe el Señor si se cumple siempre el precepto pascual! Preguntad a los avaros porque no se acercan a la comunión con frecuencia, sentiréis tantos pretextos que os aturdirán. Os manifestarán aquella compra, aquella correspondencia, aquel negocio que peligra, aquella ocasión que se pierde, aquel crédito por cobrar, aquel contrato por estipular, la familia que tiene mil necesidades, la tienda, el campo, la ciudad, el empleo, el oficio; en suma no hay remedio, no puedo, el Señor sabrá perdonarme. - Compré un campo y es necesario que vaya a verlo; te ruego que me disculpes -.

Y así, y muchas veces, cuando llega la Pascua, se cumple a las escapadas y ¡Dios sabe cómo!

Enrojecerían ellos si dijeran que quieren gastar su tiempo en galas, en modas, en  apariencias, en conversaciones, en paseos, en bailes, en cantos, en diversiones, en placeres o en pecados; por eso, os dirán que están comprometidos y que no pueden ir - Acabo de casarme y por esta razón no puedo ir -. Decid, más bien, que aborrecéis estos dones del cielo, que tenéis náusea de este Pan de vida.

Mirad qué necias son vuestras excusas, podría decir el siervo al primer invitado; está bien que hayáis comprado el campo, pero no es necesario ir a verlo en este momento, venid esta noche a gozar de las gracias de mi Patrón y mañana podréis ir cómodamente. Y tú, señor diligente, ¿queréis probar vuestro bueyes de noche? No es una hora adecuada, mañana será de día, ¿por qué no queréis ir a lo de mi Patrón? Atentísimo esposo, podría decir al tercero, el haber tomado esposa no es una razón para no ir. Es más, podéis honrar la cena de mi Patrón con la nueva consorte. Si no lo hacéis, decid que no queréis, no que no podéis. Así puede decirse a aquellos. Tenéis negocios, estáis ocupados: me alegro. Pero dad a los negocios del cuerpo el debido tiempo y dad un poco de tiempo también a los negocios del alma. Si no podéis acercaros a los Sacramentos un día, acercaos otro día; si  no podéis hacerlo los días ordinarios, lo podéis hacer en los días de fiesta; y si decís que no podéis tampoco en éstos, diría que no lo queréis. ¿Si estuvieseis enfermos no sería necesario absteneros de aquellas ocupaciones? ¿No lo haríais entonces para ocuparos en cosas de mayor provecho? Pero, entonces ¿cómo por los beneficios, por la salud del mundo, breve, momentánea y fugitiva, se hace todo y no se quiere hacer nada por el alma, por el Paraíso y por Dios? Y vosotros, desventurados mundanos y voluptuosos, por qué no os acercáis más frecuentemente a la mesa del Cordero Inmaculado, a esta celestial invitación? ¿Tenéis todavía razones para permanecer alejados? Sí, calláis, os entiendo, por desgracia no tenéis razones. Estáis demasiados apegados a vuestro mundo, a vuestras vanidades y a vuestros placeres; estáis demasiado embriagados de sus licores para acercaros a esta mesa divina. ¡No, vosotros no podéis! Decid bien que no es posible unir tanta abominación con tanta santidad, tanta impureza con tanto candor, el infame Belial con el purísimo inmaculado Cordero, Jesucristo. El cielo os libre de contaminar con vuestras impurezas su preciosísima Sangre y su Carne pura y santísima.

Pero no creáis, entonces, que esta voluntaria y mal nacida impotencia pueda excusaros frente al Señor que os invita. No podéis unir vuestros placeres a la Mesa divina, no podéis dejar los bajos placeres para acercaros al Convite de Cristo. Pero si no lo hacéis, entonces decid que no lo queréis, como los soberbios y los avaros. Decid que no lo queréis con firme voluntad y temblad entonces de encontrar el desprecio del justo Señor, como lo encontraron los invitados del Evangelio.

Encendido de indignación aquel jefe de familia al ver con cuanta ingratitud fueron recibidas sus invitaciones, dijo: - Pues bien, sal en seguida a las plazas y calles de la ciudad y trae para acá a los pobres, los inválidos, los ciegos y los cojos -; traedlos todos a mi casa. Lo hizo el buen siervo, sin embargo, aún quedaba lugar. Volvió y el patrón le dijo: - Sal a los caminos y cercas y obliga a la gente a entrar de modo que mi casa se llene -.

Yo admiro la bondad de este Patrón y me admira cuán grande es la bondad del Señor que, viendo como están lejos de su mesa aquellos que él ha colmado de favores, llama a los pobres, los mendigos, los ciegos, los cojos, los defectuosos y no se rehúsa a alimentar de sus carnes y de su sangre al más vil de los hombres, es más, los mismos infames pecadores, cuando convertidos y arrepentidos se acercan a Él. Estoy maravillado de ver que Él, en cierto modo, los obliga a abandonar el pecado y con las gracias más eficaces los acerca a Sí mismo  - obliga a la gente a entrar -. Pero, teniendo en cuenta a estos cojos, ciegos y defectuosos, más bien, yo quiero desengañar ciertas almas que, o demasiado sofisticadas o demasiado escrupulosas y quizás engañadas también de ciertos espíritus un poco demasiado extravagantes sobre este punto o muchos otros, están alejadas del Pan eucarístico diciendo que son indignos, que han pecado demasiado, que pecan con frecuencia y que no pueden vivir con aquella santidad que sería necesaria para acercarse más frecuentemente.

Alabo las precauciones, la humildad de estas almas devotas y no desapruebo con San Agustín que el dejar alguna vez de recibir al Señor Sacramentado, por la humildad que nace del reconocerse totalmente indignos, puede serle tan agradable como el recibirlo devotamente. Pero desapruebo, detesto y aborrezco los principios de aquellos que piensan que obran mejor estando alejados que acercándose con frecuencia. Pero, ¿qué creéis ser vosotros que queréis recibirlo dignamente? Y ¿cuándo será que podréis deciros a vosotros mismos que sois dignos de recibirlo? Es más, ¿cuándo será que dejaréis de reconoceros indignos? Y ¿no os dais cuenta que es soberbia aquello que creéis humildad? ¿no os dais cuenta que es vanidad, presunción, soberbia, aquello que creéis profunda humildad?

Pecador, pecadora, como soy, dicen algunos, temo faltar el respeto a un Dios tan grande. Aún después de haberlo recibido veo demasiado fácil mi recaída en nuevos pecados. Con estas malas disposiciones temo cargar mi conciencia de enormes sacrilegios, temo comer mi eterna condena, como me advierte el Apóstol.

Pero, díganme, por favor, ¿estáis contentos de haber pecado? ¿Os complacéis? ¿Amáis todavía vuestros pecados? ¿Estáis decididos a no querer hacer nada de vuestra parte para huir de ellos? Si es así, también yo os digo, huid lejos de esta mesa divina, alejaos de un Dios tan santo y puro; temblad no sólo por profanar su Carne divina y su Sangre Sacratísima y no os atreváis a presentaros ante Él, en sus venerados altares. Ah, Padre, yo, más bien dolorido de haberlo ofendido, tiemblo pensando en mis culpas pasadas, estoy decidido a hacer mis esfuerzos para no recaer. Pero no dejo por esto de ser indigno. ¿Queréis decir, por tanto, que sentís vuestra debilidad, vuestra fragilidad? ¿queréis decir que os sentís enfermo y desprovisto de armas contra el pecado?

Pero, decidme: ¿si no os alimentáis, no moriréis de hambre? Si no cuidáis vuestra enfermedad ¿no sucumbiréis? Si no os armáis contra los enemigos, ¿no pereceréis? Y ¿qué otra cosa es Él, sino un alimento de vida y de vida eterna, como nos advierte Él mismo? - Mi carne es comida verdadera y mi sangre es bebida verdadera. Este es el Pan que bajó del Cielo. El que come de este Pan vivirá para siempre - ( Jn 6,55). ¿Qué otra cosa no es, grita San Ambrosio, si no una medicina por la cual somos liberados de las enfermedades cotidianas, es más, un remedio de inmortalidad, como lo llama el mártir San Ignacio?

En fin, ¿no es Él una espada tremenda para nuestros innumerables enemigos espirituales? Le faltará fuerza, escribía San Cipriano, a aquel que no sea admitido y confirmado por la sagrada Eucaristía. ¿Por qué, entonces, no comer este Pan, por qué no usar este remedio, por qué no empuñar esta espada?

¿Teméis quizás que los mundanos puedan criticaros, reprenderos, despreciaros? ¿Qué responderías si murieras de hambre y quisieran reprenderos porque coméis? ¿Si oprimido por graves enfermedades, no quisieran que uséis las medicinas para sanaros? ¿Si asaltado por mil asesinos, no quisieran que uséis una espada para defenderos?

Si os preguntan ¿por qué comulgáis así con frecuencia? Responded con San Francisco de Sales: Para aprender a amar a mi Dios, para purificarme de mis imperfecciones, para lavarme de estas miserias, para consolarme en tantas aflicciones y para buscar apoyo en tanta debilidad. Decidles, yo agrego, que hacéis lo que precisamente deberían hacer todos los perfectos para estar siempre cercanos a la fuente de la gracia, los imperfectos para alcanzar la perfección, los fuertes para no debilitarse, los débiles para hacerse firmes y robustos, los ocupados porque lo necesitan, los desocupados porque pueden y deben hacerlo: - Tomad, tomad... tomad y comed -, dice a todos. Todos, entonces, todos al Pan, al alimento de vida; porque quien lo descuida y quien no se acerca no puede esperar más que muerte.

A quien rehúsa frecuentarlo, sucederá como a los invitados del Evangelio que, estarán para siempre totalmente excluidos, como dice el Señor - os lo aseguro, ninguno de aquellos que yo había invitado probará mi banquete -. ¿Y por qué? Porque se hicieron indignos al rechazarlo. Es lo mismo para nosotros. Después del pecado, no hay nada que nos haga más indignos de recibir al Señor Sacramentado, que el estar alejados por mucho tiempo. Recordad lo que os decía al principio: que esta Cena es figura de la Cena eterna que Dios nos ha preparado en el cielo y que es como una garantía de aquella y entonces comprenderéis que el distanciarse de ésta es como privarse del convite eterno, al cual somos llamados después de ésta y al cual nos invita el Señor con tanto amor. Y para que no fuésemos engañados, nos asegura Él mismo que quien dejara de acercarse a Él, de alimentarse de su carne, de beber su sangre, morirá y morirá eternamente, porque en él no habrá más vida.

Decidid, por tanto, ¿queréis la muerte o queréis la vida? ¿Queréis el Paraíso, el Paraíso de vida, de vida eterna? – Tomad y comed -. Acercaos con frecuencia y alimentaos de vida, y esta vida será para vosotros. - El que coma este pan vivirá para siempre -. ¿Queréis la muerte, la perdición, el infierno? El infierno es vuestro si rechazáis o descuidáis este Pan.

                                        

Antonio Gianelli, Predicaciones autógrafas

Volúmen 4, Páginas 110-117