23 DE
MAYO DE 1812: ORDENACIÓN SACERDOTAL DE SAN ANTONIO MARÍA GIANELLI
GIANELLI
MISIONERO[1]
¡“Un sacerdote tiene dos
lugares donde descansar: la tumba para el cuerpo, y el cielo para el alma”!
Antonio Gianelli
El 23
de mayo de 1812, vigilia de la fiesta de la Santísima Trinidad- dispensado en
once meses- es ordenado sacerdote. Luego es enviado a la Iglesia de San Mateo
en Génova, conmoviendo con sus homilías a sus oyentes hasta las lágrimas,
evidenciando un celo devorador por el Señor.
En 1814 forma parte de los
Misioneros Suburbanos de Génova- misiones populares- luego, enseña retórica. En
la misión se hace todo para todos: participa, organiza y anima. Con la
Parroquia como centro, y misionando entre seis y ocho días, ofrecía su prédica
a la población a la mañana y a la noche, con procesiones penitenciales y misa
de clausura. El resultado: renovación y conversión, gracias a su labor
incansable: confesaba hasta altas horas de la noche y preparaba sus discursos para
el día siguiente.
LAS
PRÉDICAS: PALABRAS CONVOCANTES PARA ENCONTRAR AL SEÑOR
La invitación a vivir la
santidad fue su tema central. La asumió como un deber, al que todos debían
aspirar, como algo posible, cumpliendo la voluntad de Dios, con coraje, confianza,
a través de un reglamento de vida para observarlo siempre.
“La vida
concreta de Gianelli es la que debiera sacudir nuestras almas y sus palabras
sencillas e inteligentes seducirnos. Los que lo frecuentaron, dejaron asentado
que era difícil acercarse a él y no quedar atraído por su persona; Gianelli
aportaba un horizonte diferente a la vida. Invitaba a todos a vivir la
existencia desde su raíz última, que es un Cristo que solo quiere para sus
hijos e hijas una vida plena, aquí en la tierra, pero sobre todo, más allá de
la escena de este mundo”[2].
LA PASTORAL DE GIANELLI Y SU SECRETO[3]
Gianelli
hizo su primera experiencia pastoral poco tiempo después de su ordenación
sacerdotal (23 de mayo de 1812), como coordinador del casi paralítico Abad Mazzola,
en la Iglesia de San Mateo, en Génova, parroquia gentilicia de la familia
Doria.
Esta
función duró poco más de dos años y medio, desde el 15 de febrero de 1813 a
septiembre de 1815. De este ministerio no hay noticias; solamente se sabe que
estuvo muy comprometido con la predicación en Génova y fuera de ella, como
inscripto en la Congregación de los Misioneros Suburbanos.
Desde
noviembre de 1815 hasta principios de 1826, fue profesor de Retórica, en el
Colegio de los Padres Escolapios, en Cárcare, diócesis de Aqui (Savona) por un
año y, desde noviembre de 1816, por diez años, profesor en el Seminario de
Génova, donde dio excelentes pruebas de sus capacidades intelectuales y de sus
virtudes humanas y cristianas.
El
Arzobispo de Génova, Luis Lambruschini, pensó en Gianelli cuando se produjo la
vacante, como arcipreste, en Sampierdarena, en ese entonces, una importante
ciudad de la capital lígure. Gianelli tenía algo más de treinta años y tuvo
miedo. Presentó todas las dificultades posibles para declinar esa misión.
Lambruchini no hizo nada en ese momento, pero se reservó la oportunidad de
probar de nuevo más tarde. Se alegró al constatar en Gianelli la ausencia de
toda ambición. Repensando en el hecho, Gianelli se arrepintió de no haber
obedecido a su Arzobispo, a quien había jurado obediencia el día de su
ordenación sacerdotal, y se prometió a si mismo que, en adelante, habría
aceptado sin discutir, la voluntad del Arzobispo, aceptándola como voluntad de
Dios. Trascurrieron cuatro años antes que se presentara la ocasión
propicia.
El 17 de
junio de 1826 moría don José Cocchi, dignísimo párroco, por 30
años, de la parroquia de San Juan Bautista de Chiávari, lugar donde el
Arzobispo Lambruschini estaba preparando la apertura de un Seminario, destinado
a los clérigos de Chiávari y sus alrededores.
El hombre
indicado para suceder a don Cocchi y para asegurar el éxito del nuevo seminario
era, indudablemente, el joven don Antonio Gianelli. Si bien el nuevo encargo
era mucho más comprometedor que aquel otro al que había renunciado antes,
Gianelli no opuso ninguna resistencia, feliz de pode quitarse del corazón el
peso del remordimiento.
Cuando el
Arzobispo comunicó a las autoridades de Chiávari, la elección de Gianelli,
dijo: “Les mando la más bella flor de mi jardín”.
Por razones
de tiempo y de circunstancia limitaremos nuestra relación al ministerio de
Gianelli en Chiávari.
Como Obispo
de Bobbio desde 1838 hasta su muerte, en 1846, su pastoral no cambió en lo
esencial, en un contexto religioso y social no muy diferente del de Chiávari.
Para el
solemne ingreso en la Parroquia de San Juan Bautista, la más importante de las
parroquias, no sólo de Chiávari, sino de la Diócesis de Génova, Gianelli eligió
el 12 de junio, fiesta de San Luis Gonzaga, muy querido por él. La tarde de
aquel día, en el primer encuentro con su pueblo, Gianelli declaró: “siento que
fui demasiado audaz, que confié demasiado en mí mismo, y me siento más bien
horrorizado y asustado, que halagado por esta empresa” Estos sentimientos,
agregó, no son “efectos de la pusilanimidad, sino de un justificado temor”.
Para
descubrir el secreto de la pastoral de Gianelli, hay que comenzar de su sentido
de responsabilidad y de la profunda y delicada conciencia que él tenía de su
ministerio.
De aquí
nace la total, apasionada y gozosa dedicación a su deber, por el cual se gastó
entero, no obstante el consejo de moderación que le venía de autorizados
compañeros de apostolado. El 12 de agosto de 1845, retomando su ministerio
pastoral, (era Obispo de Bobbio), después de la grave enfermedad, que en menos
de un año truncó su vida, dirigió una Carta Pastoral a la Diócesis en la que se
defendía de las acusaciones que le hacían los Obispos de la Liguria, los cuales
atribuían su enfermedad a un “exagerado” derroche de fuerzas.
Las
justificaciones adoptadas por Gianelli para su defensa lo dicen todo de su
espíritu apostólico: “Nos, creímos y seguimos creyendo firmemente que después
de Dios le debemos, a estas fatigas apostólicas, la salud de que gozamos
hasta ahora; y podemos asegurarles que, después de los más serios y maduros
exámenes, no tenemos ningún remordimiento en este punto; sino más bien, esto da
a nuestro espíritu una de las más constantes y… una de las más fundadas y de
las más grandes consolaciones.
Cuántas
veces habríamos renunciado e estos consuelos y a estas alegrías, si hubiésemos
hecho caso de las ilusorias insinuaciones de los amigos, tal vez sugeridas por
un amor demasiado tierno hacia nos! Nos os lo manifestamos, no porque hay que
despreciar los consejos de los buenos y de los prudentes, ni porque
consideramos como cosa buena el abandonarse a fatigas superiores a las propias
fuerzas, o el no tener los debidos y prudentes cuidados de la salud del cuerpo
(nos libre Dios de quererlos para nos y aconsejarlo a los otros, porque esto
sería un desorden y hasta un pecado), pero os lo decimos para que sepáis que es
necesario proceder cautamente al abandonarse a los consejos de los hombres y
ver antes si no se oponen a las divinas inspiraciones y al espíritu del
Evangelio”.
Así
Gianelli resuelve el problema: “es por un impulso de la gracia divina y en
obediencia el espíritu del Evangelio que él, como el apóstol Pablo, al que
imitaba, decía a los fieles de Corinto: “Me prodigaré gustoso, mejor dicho, me
consumiré a mi mismo por vuestras almas” (2 Cor. 12,15).
Poco tiempo
antes; Pablo, cuando todavía faltaban unos años para el martirio, hizo un largo
y dramático catálogo de sus fatigas y sufrimientos apostólicos, que no lograban
abatirlo. El secreto de Pablo fue el secreto de Gianelli: “El amor de Cristo
nos apremia al pensar que si uno murió por todos, todos murieron” (2 Cor.
5,14).
En resumen,
la sobrecarga de fatigas para Gianelli eran las misiones al pueblo fuera de
Chiávari: un ministerio al cual fue fidelísimo, desde los primeros años del
sacerdocio hasta la muerte, y al cual sacrificaba sus vacaciones. Incluso
siendo fundador de dos nuevas congregaciones de sacerdotes, empeñados en las
misiones populares, Gianelli permaneció profundamente ligado a los Misioneros
Rurales de Génova, a los que debía el descubrimiento del apostolado por el que
tenía mayor afinidad.A un cierto punto pensó renunciar a la parroquia de
Chiávari para dedicarse como simple sacerdote a las misiones populares.
El contacto
vivo con las almas sencillas y buenas, menos buenas o recalcitrantes, libraba
toda su capacidad de comprensión, de amor sacerdotal y de celo. Siendo Obispo
escribió: “Creo que el que no tiene espíritu de misión, tampoco tiene espíritu
de sacerdocio, o tiene poco, muy poco”.
En el
discurso de ingreso en la Parroquia de San Juan Bautista de Chiávari,
declaró que su programa era el que Jesús Buen Pastor propuso a San Pedro para
toda la Iglesia: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas” (Jn
21,15-16).
Cómo entendía
el ministerio pastoral lo dijo con extrema claridad y decisión: “nutrir y
conservar y buscar acrecentar y perfeccionar” los sentimientos religiosos de
sus parroquianos. Tendrá que descubrir “las malicias y los engaños” de los
corruptores del pueblo y de los que dan mal ejemplo: “donde se haga necesario
perseguir algún lobo y exponer incluso la vida para liberarse de sus zarpasos,
yo no puedo ahorrarme, no puedo huir como lo haría un mercenario (cfr. Jn 10,
10-13, en la parábola del Buen Pastor); sino que debo estar firme; donde sea
necesario derramar sangre y morir si quiero ser buen pastor”.
Con un
lenguaje evangélico, Gianelli insistía sobre la necesidad de extirpar la
cizaña, arrancar las espinas y hacer huir todas las serpientes: digámoslo sin
figuras retóricas: ahuyentar a los malos o hacer que se hagan buenos; este es
el gran paso escabroso, dificilísimo y capaz de asustar incluso a los más
intrépidos y fuertes. “Este también es un deber de un buen pastor:
predicar a todos la penitencia e intimar a todos, indistintamente que quien no
deja el pecado y no se corrige, se perderá indefectiblemente”.
Prueba de
que él mantuvo la palabra, es el reconocimiento solemne, por parte de la
Iglesia, de la heroicidad de sus virtudes. Esta heroicidad consiste fundamentalmente
en el cumplimiento extraordinario de los deberes ordinarios.
La
excepcional fuerza del carácter, natural de Gianelli, fue transformada por la
gracia en energía para el bien, en tenacidad en los propósitos virtuosos, en
voluntad constante para traducir en la práctica sus proyectos.
Acusaciones
de excesiva severidad fueron hechas a Gianelli, con malicia, por parte de
aquellos que intentaron, en el transcurso de su vida y también después de su
muerte, destruir su fama y su obra de vigoroso reformador de las
costumbres. Durante el Proceso para la Canonización, esas acusaciones fueron
revisadas minuciosamente por tres veces consecutivas, y cuando el Papa
Benedicto XV, el 1 de abril de 1920, declaró heroicas las virtudes de Gianelli,
dijo a este propósito que “si él no hubiera sido tan enérgico en condenar
los errores, en corregir a los equivocados, amonestar a los reos y castigar a
los rebeldes, habría descuidado su deber y nosotros, hoy, no habríamos podido
proclamar la heroicidad de sus virtudes. Lo proclamamos porque cumplió
fielmente cada una de las obras que correspondían a su deber … las cumplió del
modo apropiado para conseguir el anhelado objetivo: dar al clero la conciencia
de la propia vocación y del propio ministerio; al pueblo la conciencia de ser
cristianos, formar religiosas dignas de la propia consagración, al servicio de
Dios y del prójimo”.
Se
equivocaría el que pensase en un Gianelli continuamente amenazador o con tonos
tronadores, que usaba el arma del terror para reducir al bien a los culpables. En el mismo discurso del 21 de junio de
1826, decía: “Debo ser humilde y manso e instruiros, más bien que mandaros;
rogaros más bien que amenazaros, pero si el rogar y el instruir no bastara,
sabed que gritaré y me esforzaré y os importunaré siempre para vuestro bien,
para vuestra salvación. No existe género de piedad que yo no deba usar con
vosotros, si venís humillados y arrepentidos; no hay insistencia que pueda
omitir si vosotros os obstináis en el mal”.
Que quede
bien claro: la salvación de las almas por las que Cristo murió en la cruz, fue,
es y será siempre el objetivo primario y esencial del ministerio pastoral que
se remonta hasta el Evangelio. La salvación de la humanidad fue la obra por
excelencia que el Padre Celestial encomendó a su Hijo, el cual, por cumplir
esta obra, se inmoló sobre la cruz. Este mismo Jesús que se propuso como modelo
de mansedumbre y humildad; que no sólo acogió, sino que buscó y perdonó a los
pecadores, restituyéndoles la amistad de Dios; que lloró sobre la ciudad de
Jerusalén que no había aceptado su mensaje de paz, fue implacable en el
desenmascarar la hipocresía y la soberbia de los fariseos y amenazó a los que
no se convertían.
De los
malos pastores del antiguo pueblo de Dios está escrito en la Biblia: “Sus
guardianes son todos ciegos y ninguno de ellos sabe nada. Todos ellos son como
perros mudos, incapaces de ladrar, desvarían acurrucados y les gusta dormir”
(Is. 56,10).
Ser fuertes
y dulces al mismo tiempo es propio de los santos y Gianelli lo fue en perfecta
fidelidad al Evangelio y según el modelo propuesto por San Pedro, el primer
pastor de toda la Iglesia:“Apacentad el rebaño de Dios que os fue encomendado,
vigilándolo, no a la fuerza sino de buena gana como Dios quiere, no por lucro
sórdido sino generosamente, no como tiranos de los que os han sido asignados,
sino como modelos del rebaño” (1 Pe.5,2-3).
De Gianelli se dijo: “su ejemplo era más eficaz que un curso de ejercicios
espirituales”.
El Buen
Pastor, Jesús, declaró: “Yo conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí”
(Jn.10,14). En la Biblia, el conocimiento entre las personas significa comunión
de sentimientos. La tarde del 3 de julio de 1839, Gianelli, ya Obispo de
Bobbio, entregó a don José Solari, su sucesor en la Parroquia de Chiávari, una
serie de Advertencias, en las que hacía un agudo diagnóstico del estado de la
parroquia de San Juan Bautista.
El
precioso documento, raro si no único en su género, hace un epílogo de su basta
y compleja experiencia pastoral. Describe los varios problemas que tuvo que
afrontar y los remedios adoptados para resolverlos o intentar resolverlos; en
los casos irremediables, sugiere modos que estimaba capaces para poner remedio.
La
Parroquia de San Juan Bautista contaba, más o menos, con 7.000 almas, es decir,
casi los 2/3 de la población de la ciudad y era “extraordinariamente
difícil” por lo que el Párroco podía “tener necesidad de muchas
advertencias y precauciones, como para evitar gravísimos males o, por lo menos
hacer un poco más de bien”.
“La
población de Chiávari - escribe Gianelli -,en su conjunto es buena y llevada a
la piedad; pero además de los mal vivientes, de los que hay un poco por todas
partes, hay muchos que no creen o que creen poco, y con una fe tan lánguida e
insegura que, tal vez equivalga a la misma infidelidad. Para mayor desgracia,
estos abundan en las clases sociales más distinguidas y con frecuencia están en
el gobierno de la cosa pública y de las principales administraciones de todo
tipo. Estos cumplen con los deberes externos de la religión, como ser: Misas,
comuniones pascuales, y respetan en sus escritos y en los discursos públicos la
religión; pero después la denigran en los discursos privados y en las charlas
de café; hablan mal de los sacerdotes sin piedad y sin reparo, especialmente de
los más celosos; y son siempre o casi siempre contrarios a todas las cosas que
pueden favorecer el culto divino o el espíritu del santo temor de
Dios”.
Vemos que
con pocas palabras, pone en evidencia la actitud de esta clase distinguida,
formalmente respetuosa.
Estos
quieren amordazar al Párroco que habla claro: “Les gusta que… especialmente el
Párroco, sea dulce, indulgente; que disimule los vicios y los pecados, también
en la predicación; que hable en términos muy generales y no ponga el dedo en la
llaga”.
En otras
palabras, no quieren ver comprometida su imagen pública. Gianelli conocía
demasiado bien a sus ovejas y sugiere al nuevo párroco un comportamiento
prudente, pero no reticente; debe “manejar las cosas con juicio, decir sólo
aquello que pueda producir algún bien, pero al mismo tiempo, no adularlos, no
aprobarlos, contradecirlos cuando lo exija la necesidad y, sobre todo, no
esconder la verdad desde el púlpito, sino decirla entera, sencilla, popular y
que les pueda aprovechar también a ellos si lo quieren hacer, o por lo menos,
sirva al pueblo bueno, que siempre tiene que ver el camino derecho del paraíso,
sin obstáculos, sin equívocos, sin dudas; y pobre el Pastor, si por su falta o
por sus miramientos humanos, su rebaño no esté bien advertido, como para que
pueda conocer los engaños que le vienen de sus discursos, de sus ejemplos”.
Esta
es una norma fundamental de comportamiento apostólico desde los primeros días
de la Iglesia y reconocida por la primera comunidad cristiana, que le pedía al
Señor concediera a los predicadores del Evangelio una audaz franqueza. La cruz
y la preocupación de Gianelli, fue la presencia en la parroquia, de un grupo de
facinerosos que hacían ostentación de incredulidad y libertinaje, herederos de
los desórdenes intelectuales y morales provocados por la Revolución francesa,
durante el tiempo de la República democrática de Génova, que duró hasta 1814.
En 1835 Gianelli pedía al arzobispo la facultad de “absolver a una persona que
había pertenecido a una sociedad masónica y que había juzgado a personas
eclesiásticas y había dictado sentencias sobre causas matrimoniales durante el
gobierno francés”.
Una de las
más grandes preocupaciones apostólicas de Gianelli fue la juventud de Chiávari,
en la que constataba una verdadera fruición por leer “libros prohibidos”. Causa
del degrado intelectual y moral de los jóvenes era la incuria de sus padres,
que deberían haberlos educado, y la moda de ideas que multiplicaban “los
incrédulos y libertinos”. Gianelli no se hacía ilusiones de poder extirpar las
raíces del mal, pero no dejó nada por intentar para disminuirlo. Siempre
hablaba claro y fuerte desde el púlpito sabiendo que le llovería un torrente de
denuncias como para espantar a cualquiera. Una advertencia de Gianelli a su
sucesor se refiere, en general, al pueblo de Chiávari “sumamente pronto a
murmurar y a quejarse de todo y de todos, especialmente del Párroco”.
Por esta
causa, debe tener una conducta irreprochable y después “dejar decir, porque el
pueblo fácilmente se calma y hace justicia, y alaba a su párroco, al que suele
aficionarse”.
La
verdadera peste de la parroquia eran los escándalos públicos que él combatía
“como la peste” recurriendo a una corrección “primero dulce e industriosa y
paterna” y después recurría a métodos más enérgicos. Rendirse no era su estilo.
Convencido
que los males tienen que ser curados en la raíz, Gianelli comenzó a preocuparse
de la infancia y de la juventud, casi abandonada a sí misma, y con este
objetivo solicitó la colaboración de los laicos, hombres y mujeres de todas las
clases, para que unidos y bien organizados, se ingeniaran para la educación
civil y religiosa de la juventud. Gianelli fue un genio de organización y
reordenó radicalmente la enseñanza del catecismo.
La
educación religiosa de los adultos se hacía con el catecismo dialogado, que
hacían dos sacerdotes; uno hacía el papel del ignorante y preguntaba y el otro,
instruido, daba las respuestas.. Pero el arma más poderosa de Gianelli fue la
predicación asidua, clara, sencilla, vigorosa, en la que él se
distinguía.
La
celebración del matrimonio era una ocasión privilegiada para profundizar la
formación religiosa de los adultos. En la “universal suspensión de las cosas
buenas” perpetrada durante los años de la dominación francesa en la Liguria,
fueron suprimidas también las archicofradías de laicos, que en aquellos tiempos
eran el medio más apto para asociar a los hombres a la vida de la parroquia.
Gianelli las hizo resurgir y las reordenó, haciéndolas más eficaces. Así fue
para la confraternidad de la buena muerte y del Crucifijo. El no dejó que se
perdiera nada de lo bueno que había en la Parroquia, no borraba el pasado, sino
que buscaba hacerlo operativo, apelando a la buena voluntad y al apego a las
buenas tradiciones.
El
problema de los pobres fue afrontado muy concretamente, Escribía: “La limosna
no importa tanto hacerla sino saber hacerla. Si el Párroco la da
indiscriminadamente o promiscuamente al que se presenta, será poco útil y las
más de las veces, en gran parte irá desperdiciada. Peor todavía si la limosna
se le da al que llora mejor o al que grita más, que con frecuencia son los más
viciosos”. Gianelli se preocupaba sobre todo de beneficiar a las familias
y prefería dar la limosna a las madres, para evitar que los hombres la gastaran
en la pulpería; nunca se la daba a los niños para que no se habituaran al
limosneo. Una caridad, por consiguiente, en la justa dirección, bien calculada
y productiva, inteligentemente cristiana.
Los pobres
eran identificados y registrados según el tipo de necesidades, durante las
visitas a las casas para la bendición pascual. Gianelli relevaba el estado de
las almas. Visitaba, por la tarde a los enfermos de la parroquia, volviendo a
casa muy tarde. Estas visitas eran sus únicos paseos. Cada domingo mandaba al
Hospital local, a los laicos de la antigua asociación llamada “la coronita”
que, acompañados por un sacerdote, asistían material y espiritualmente medio
centenar de enfermos. Para resolver el tema del descuido en las honras y en los
sufragios debidos a los difuntos, molestó muchas veces a las autoridades, con
propuestas concretas, para sustituir el cementerio común alejado de la ciudad y
de muy difícil acceso.
Gianelli se
interesó también en la vida social como socio de la benemérita Sociedad
económica. Durante la crisis de los artesanos y de la industria textil, por lo
que Chiávari tenía renombre, a consecuencia de la difusión del telar mecánico,
apoyó el recurso de los operarios de la ciudad ante el Arzobispo de Génova.
Gianelli restauraba lo antiguo e introducía cosas nuevas.
De la
Sociedad Económica hizo nacer en 1827, una asociación de señoras para
aprovechar su natural inclinación al bien, llegando a ser “madres de caridad”.
Y está viva, floreciente y en plena expansión la fundación que fue pupila de
sus ojos y es la herencia dejada por él a la Iglesia: La Congregación de las
Hijas de María Santísima del Huerto, que nació para la formación intelectual y
religiosa de las huerfanitas recogidas en el Hospicio de Caridad y trabajo de
la Sociedad Económica. Gianelli, presentando sus iniciativas a los chiavareses,
en 1837, escribió:
“Un
Párroco, si bien se considera, no es sino el padre de una gran familia que le
ha sido encomendada por la Iglesia y por Dios. El debe regirla, gobernarla y
alimentarla sobre todo en el espíritu. Pero como padre de los pobres y
como primer guardián del templo y del Altar, debe tener también alguna
cavilación sobre lo que se refiere a los beneficios temporales. Todo, sin
embargo, debe apuntar siempre y enderezarse al alto fin en orden al cual recibe
el encargo de predicar el Evangelio, o sea, la salvación y la santificación de
las almas”.
Esta clave
de lectura de la multiforme, emprendedora, dinámica e incisiva pastoral
del Santo, aparentemente dispersa en muchos campos, es en realidad, unitaria y
coherente, con la única “especialización” de un espíritu auténticamente
evangélico, que era el alma de su ministerio.
Con el
único objetivo de asegurar la salvación de las almas, se ocupó hasta el
cansancio, también de la promoción intelectual y espiritual de los candidatos
al sacerdocio en el nuevo seminario de Chiávari, del que era prácticamente el
factotum.
Es
prudencia suma del Párroco, según Gianelli, hacer que los sacerdotes se le aficionen,
porque no puede hacer menos de su ayuda y no debe ni puede procurarse
esta ayuda con imposiciones.
El
mismo declara haber tenido de Dios la gracia de hacerse amar de los sacerdotes.
Pero no le basta al Párroco que el clero se le aficione, tiene que tenerlo
“bueno y ejemplar y ofrecerle para este objetivo, las ayudas espirituales
necesarias. Y esto hizo él con fraterno amor, cuando con oportunas iniciativas
cuidó su cultura y su espíritu. La flor y nata del clero de Chiávari fue feliz
de tenerlo como maestro y como guía.
Conmemorando
a Gianelli en Chiávari no se puede hacer a menos que hablar del empeño que puso
para fortalecer la devoción por el Santuario de Nuestra Señora del Huerto, que
es el corazón de la ciudad...
De 1835 a
1837, en tres momentos distintos, Chiávari se vio amenazada por el cólera y el
arcipreste fue, más que nunca, el punto de referencia de toda la ciudad,
incluidas las autoridades civiles. Entonces, más que nunca Gianelli se mostró
padre y pastor, animador incansable de fe y esperanza para disipar el terror
que invadió a buenos y malos, creyentes y descreídos. Todos estaban a sus
órdenes y lo miraban con confianza, animados por la santidad de su vida. El
colaboró activamente con las autoridades para la ejecución de las medidas de
emergencia establecidos por ellas; cuando el peligro todavía no era inminente,
dispuso una novena al Crucifijo negro y otra a la Virgen del Huerto.
En julio, y
de acuerdo con las autoridades, organizó una solemne procesión de penitencia
con el Crucifijo Negro, que desde tiempos antiguos era muy venerado en Chiávari
y al que recurrieron desde la antigüedad en tiempos de calamidad; el
consejo comunal asignó una importante oferta para la construcción de un
pórtico, delante del Santuario de la Virgen del Huerto. Durante la procesión,
larguísima por la participación de los peregrinos que acudieron de los pueblos
vecinos, Gianelli, descalzo, con una soga al cuello y una corona de espinas
sobre la cabeza, llevaba el crucifijo. En la gran plaza delante del Santuario,
habló por un cuarto de hora, que bastó a su elocuencia para arrancar las
lágrimas a la inmensa muchedumbre, sobre todo cuando se ofreció al Señor como
víctima para la incolumidad de su pueblo. Un vuelo de golondrinas alrededor del
crucifijo fue considerado por la gente como un signo de gracia. De hecho,
ningún chiavarés murió de cólera.
En una
predicación de 1841, Gianelli evocó dramáticamente los días de la amenaza del
cólera entre 1835 y 1837: “… nosotros fuimos los intérpretes y testigos de la fe,
de la piedad, de la confianza de este pueblo. Sentimos con nuestros oídos los
suspiros, las preces, las alabanzas y las acciones de gracias. Vimos avanzar
amenazante el flagelo, pero en vano. los vimos golpearnos pero sin hacer
estragos; lo vimos comenzar la invasión, pero también vimos como acababa
inmediatamente, al comparecer esta imagen milagrosa. Con estas mismas manos la
extrajimos del sacro recinto y la colocamos al pie del altar; pusimos nuestros
hombros a disposición de este peso dulcísimo, para llevarla en procesión,
nueva arca de paz y la llevamos para confirmar nuestra esperanza”.
En el mismo
discurso Gianelli introdujo un texto con el que dio testimonio del espíritu de
penitencia de los chiavareses durante los días del cólera. En la ciudad desapareció
el terror, el susto… desaparecieron, milagro aun mayor, los escándalos, los
desórdenes, los pecados y hasta el aire mismo de l libertinaje, de la
disipación… Cuánta piedad, cuánta compunción, cuántas lágrimas! Lágrimas
no de tristeza, ni de dolor; eran lágrimas de afecto y devoción, de gratitud y
de alabanza… Mi querida Chiávari, cuán hermosa y envidiable resultaste en
esos días! Un paraíso… No, un paraíso no eras, pero en parte lo parecías”.
La Pastoral
de Gianelli puede bien llamarse “presencial” en estos tiempos en que hablamos
de presencialismo. Fue una pastoral a todo campo, sin ángulos muertos, a la que
sacrificaba todas sus energías, cada hora y cada día y muchas veces parte de la
noche.
El secreto
de sus logros fue estar siempre presente a las exigencias de su vocación y de
su ministerio sacerdotal: una presencia concreta y prodigiosamente activa, no
amenazante ni molesta, sino fraterna, estimulante y confortante.
Presencia
en el mal para descubrirlo, en el bien para incrementarlo; presencia en el
sufrimiento para aliviarlo, en las necesidades para satisfacerlas. Benedicto XV
dijo: “el Santo estuvo devorado por su celo” . En el Evangelio, esta expresión
cualifica el único gesto de violencia realizado por Cristo cuando echó a los
profanadores del templo y los discípulos recordaron lo que estaba escrito: “El
celo de tu casa me devora”.
En la
Biblia, el celo es comparado con el ardor del fuego y es sinónimo de celosía:
el aspecto trágico del amor. Dios mismo es definido como “un fuego devorador”.
Ya se hizo
mención de la acusación hecha a Gianelli de excesiva severidad; en realidad era
seriedad, coherencia, sentido de responsabilidad en el vivir su sacerdocio y su
episcopado. El era profundamente feliz cuando podía ser plenamente sacerdote y
Pastor, en contacto vivo y vivificante con las almas, que tenían necesidad de
él y solo cuando podía gastarse por la gloria de la misericordia del “Dios
celoso”, se sentía feliz de ser instrumento de Dios y de su misericordia.
[1] CORRAO,
G. (2009) ANTONIO MARÍA GIANELLI. Edizione Il Nuovo
Giornale, Diocesi di Piacenza Bobbio, Piacenza 2008. Traducción a cargo de Hna.
María de la Paz Rausch y María Rita Magrini. Pág 4 a 7.
[2] FG.UY.FAMILIA GIANELLINA. (2018) San Antonio María
Gianelli. Hombre entre los hombres de hoy.
[3] MONS. SALVADOR GARÓFALO, autor de este artículo, remanda para
todas las citas directas que aparecen en el texto, al libro: Un gran Obispo
para una pequeña Diócesis, Ediciones Paulinas, 1989.