EN FAMILIA[1]
“La diminuta familia de
Antonio Gianelli se mueve tranquila entre el agitarse de la última etapa del
siglo. La repercusión de la Revolución Francesa llegó como un eco turbulento
sobre esas regiones, especialmente por la gravitación que tuvo sobre la
Iglesia. En Cerreta sólo se deseaba la lluvia benéfica y el sol para madurar
los sembradíos, cosas que no dependían absolutamente ni del gorro frigio ni del
árbol de la libertad.
Lo sabían los Gianelli y así
se lo enseñaban a sus hijos. Crecían éstos laboriosos y devotos, siguiendo el
ejemplo paterno en las largas jornadas fatigosamente cumplidas sobre la árida y
desolada tierra. El pequeño Antonio sintió la profundidad de esa experiencia
familiar, a través de la fe y la piedad de la madre, el amor al trabajo y el
sacrificio del padre.
El hijo ya sacerdote, aunque
en un tono de profunda humildad, elogió a sus buenos padres cuando con acento
de profunda convicción observó: “Cuanto mi madre me supera en agudeza de
ingenio, otro tanto mi padre me supera en la virtud de la caridad”.
Algunos ejemplos señalaban
esta virtud paterna que fue después tan admirada en el hijo.
Estamos todavía en Cerreta,
mamá María está ocupada en distribuir a los familiares la escasa comida.
Un golpe tímido a la puerta
entornada reclama la atención de todos. “¿Quién es? Gritan los chicos acudiendo
solícitos y curiosos. En el rectángulo de la puerta abierta completamente con
la generosidad con que se suele abrir el corazón aparece un hombre de aspecto
pobre y macilento. Extiende hacia adentro una mano huesuda y rugosa mientras
articula apenas una tímida súplica: “Un poco de pan, por amor a Dios”. El padre
de inmediato, comparte con el infeliz el pobre pan y aquello que en la jerga
dialéctica se suele definir con el vocablo “companatico”.
Alguien observó que esto
último, era ya tan poco que no bastaba para las múltiples bocas, pero el
generoso hombre truncó el reproche con una frase que no admitió comentarios:
“Los pobres también tienen boca”. La familia calló, porque sabía bien que al
final nadie se privaría sino él.
Llevaba además ya en su
persona los signos de una generosidad que limitaba con el heroísmo. En los
primeros días de su matrimonio encontró en Castello, fracción de Carro como
Cerreta, en una gresca entre los jóvenes entre las dos aldeas lindantes.
Amenazas, insultos, imprecaciones habían encendido los ánimos, tanto que en
cierto momento se vio el fulgor de una espada. El joven Gianelli previó el
peligro y se lanzó en medio de los contendientes. Fue un instante: el cuchillo
homicida se hundió en el costado del heroico pacificador que cayó al suelo.
Socorrido en el momento por
los presentes, recibió luego los cuidados afectuosos de su joven esposa y no
cedió a la insistencia de sus amigos que deseaban una denuncia judicial. El
heridor obtuvo no sólo el perdón, sino que fue nombrado padrino de un hijo del
herido, selló con el parentesco espiritual un tratado de amistad que encontraba
las muestras más cordiales en las invitaciones recíprocas durante las fiestas
características de los dos pueblos.
Después de esto, no nos
maravillemos que los biógrafos del hijo aseguran, que en la comarca donde era
conocido, su sobrenombre “Montañés de Cerreta” fuera sinónimo de verdadero
gentil hombre.
Mamá María, pues no tenía sólo
el don del ingenio agudo, como lo notó el hijo, sino que acentuaba las dotes
más bellas del marido en una riqueza de fe profundamente vivida. No sabía leer
ni escribir, pero era maestra del Catecismo y hasta preparaba a los niños para
la Primera Comunión. La vemos bien pronto al lado de su Antonio, mientras
juntando sus manecitas le hablaba de la religión con un lenguaje intuitivo que llega al alma del pequeño. Por ella, él
ve desde temprano perfilarse entre las nubes de oro de su fantasía al buen Dios
que sonríe a los buenos y castiga a los malos, a la Virgen, la Madre de Jesús
Infante, que escucha piadosa toda plegaria.
María Gianelli, no era sin
embargo, mujer de acariciarlo demasiado y
por lo demás el hijo no parecía demostrar necesidad de ello.
Los biógrafos concuerdan al
comentar algunos aspectos característicos de la bondad de Antonio siendo niño,
la amabilidad de su índole sin asperezas ni violencias, pero dócil, serena,
culta con todos y un deseo vivísimo de transmitir a los otros, especialmente a
los pobres y desgraciados, el tesoro de su fe y de su caridad.
La madre dirá de él más tarde:
“Permanecía siempre quieto en cualquier parte donde se le dejara, sin quejarse
jamás o dar muestras de cansancio alguno”.
La gentileza de su carácter se
conservará inalterable durante toda su vida, la suavidad de sus modales y de
sus palabras irán siempre unidas a una extraordinaria modestia, a una noble
reserva, a una severa austeridad de costumbres, que si de niño lo muestran ya
parco y moderado en el alimento, ajeno a toda glotonería y diversión, adulto
nos presentará decididamente resuelto
contra el vicio enfrentándolo con la palabra y el ejemplo.
El niño crecía sano, robusto y
piadoso.
La madre era feliz cuando lo
oía repetir con fidelidad las predicaciones oídas o viéndolo alguna vez bajo
los frondosos árboles, en recogida oración, junto a su rebaño o lo sentía a su
lado escuchando atento sus explicaciones catequísticas. Con los ojos de la
maternidad vidente lo miraba entonces más lejos, fuera de Cerreta, en campos más
vastos, en la fertilidad del trabajo divino.
También los coaldeanos veían
en el pequeño Antonio los signos precoces de un
celestial llamado. Y cuando lo encontraban a veces por la mañana, a lo
largo de senderos angostos y pedregosos con el tosco bastón entre las manos
detrás del escaso rebaño, veían en sus grandes ojos el resplandor de un alma
elevada; en su gesto amable y tranquilo, en su llamar incansable y paciente, la
certeza de una vocación pastoral.
Un día en que se celebraba la
fiesta de San Juan Bautista, un aldeano, apartándose del grupo, levantó a
Antoñito, entonces de cinco años, sobre un banco delante de la iglesia y
sonriendo lo invitó a hablar “Don Antonio, haznos un sermón sobre nuestro
santo…” El niño extendió, sin excitarse, sus bracitos y voz infantil,
articulando con dificultad las sílabas, exhortó a los presentes a imitar las
virtudes del santo patrón. Eran aquellas mismas palabras oídas poco antes en el
templo, pero se dejaba ver que las tenía muy adentro de sí y las decía como
suyas.
Consiguió así el sobrenombre
de “predicador”.
Los valores vividos y compartidos en
familia perduran y se multiplican en el tiempo. Te invitamos a conocer los
valores que se comparten en la familia gianellina:
https://www.youtube.com/watch?v=2hjppwUS84M&t=78s
[1] Transcripción de págs.13 -18 del libro: “San Antonio María Gianelli;
Obispo y fundador de las Hermanas de Caridad Hijas de María Santísima del
Huerto”, de Ediciones Gianellinas del año 1994.