Familia Gianellina

DOMINGO DE RESURRECCIÓN

DOMINGO DE RESURRECCIÓN

“Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe” (I Corintios 15,14)

Cada domingo, con el Credo, renovamos nuestra profesión de fe en la Resurrección de Cristo. A partir de este gran misterio se entiende todo en la Iglesia y cada celebración eucarística lo hace relevante. También hay un tiempo litúrgico en el que esta realidad central de la fe cristiana se propone a los fieles de forma más intensa: la Pascua. Cada año, en el "Santísimo Triduo de Cristo Crucificado, Muerto y Resucitado", como lo llama San Agustín, la Iglesia recorre las etapas finales de la vida terrenal de Jesús: su condena a muerte, su subida al Calvario cargando la Cruz, su sacrificio por nuestra salvación, su deposición en el sepulcro.

Con Gianelli podemos profundizar el sentido de este  "tercer día", en el que la Iglesia revive la Resurrección: es la Pascua, el paso de Jesús de la muerte a la vida, en la que se cumplen plenamente las antiguas profecías. Toda la liturgia del tiempo de Pascua canta la certeza y la alegría de la Resurrección de Cristo.

 

GIANELLI, EN LA CATEDRAL DE BOBBIO…

HOMILIA PARA EL DÍA DE PASCUA DE RESURRECCIÓN[1]

 

“Si habéis resucitado con Cristo,

buscad las cosas de arriba,

donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.

Aspirad a las cosas de arriba

y no a las de la tierra.

(Col 3,1-4)

“Con sólo recordar el actual misterio de la gloriosa Resurrección de Jesucristo y pensar como Él resurgió de las sombras de la muerte, a las cuales se sujetó, a fin de conquistar para nosotros la verdadera vida y como también nosotros, en Él y por Él, hemos resucitado de los eternos horrores de la muerte a la que nos había sujetado el pecado, espontáneamente  me surge el pensamiento que ya predicaba a los fieles el Apóstol de los gentiles y que, a menudo, nos repite en estos días la Iglesia: Si han resucitado en Cristo, nos dice con las palabras de Pablo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspiren a las cosas de arriba y no a las de la tierra -.

En estas palabras, se nos anuncia el gran motivo de la presente solemnidad, que tanto júbilo derrama en todos los fieles y el gran fruto que nosotros debemos producir. Precisamente, éste será el doble tema de la breve reflexión que me he propuesto desarrollar y para la cual espero su habitual y devota atención.

Ustedes saben que el pecado ha causado la muerte - El pecado entró en el mundo y por el pecado entró la muerte -. Y fue una doble muerte, del alma y del cuerpo, y muerte eterna, irreparable y sin salvación por parte nuestra, dado que a nuestros padres se les anunció con las misteriosas palabras del Creador: - el día que coman de él, morirán sin remedio - (Gen 2,17). Pero aquella salvación que el hombre no podía encontrar por sí mismo, Dios la encontró en su Verbo que, haciéndose hombre, se ofreció a satisfacer por el hombre; tal fue el precio que Él pagó sobre el altar de la Cruz, que no reparó solamente, sino mejoró mil veces la condición del hombre. - Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia -.

El pecado nos sometió a la muerte del alma y del cuerpo; Cristo nos devolvió la vida de uno y otro, de tal manera que hizo arrepentir al autor del pecado de haber infectado la estirpe humana; y la gloriosa Resurrección de Jesucristo es para nosotros una abierta e indefectible garantía. Porque, habiéndonos Él asegurado mil veces que había venido a morir para darnos la vida y para dárnosla más abundante y más rica que la que habíamos perdido, con su Resurrección ha confirmado su promesa y no podemos dudar más de nuestra futura resurrección a una vida inmensamente mejor, si lo queremos.

No es este lugar, ni este día para hablarles de los bienes superiores que Dios ha preparado en el cielo para quien lo sirve y lo ama como corresponde; sólo diré que, como enseñan con la Iglesia, todos los Teólogos, los que han aprovechado el beneficio de la redención humana que Cristo obró, al resucitar de la muerte, sus cuerpos tendrán las cuatro insignes cualidades que se observaron en el mismo cuerpo resucitado de Jesús. Serán ágiles como Él, que volaba de un lugar a otro, es más, parecía más veloz que el pensamiento. Tendrán como Él aquella sutileza misteriosa, por la cual, siendo cuerpo, y verdadero cuerpo palpable, compuesto de huesos y miembros, como era antes de morir, entraba y salía por puertas cerradas, aparecía, desaparecía y volvía como quería. Serán refulgentes y bellísimos de aquella luz, que a Él lo envolvió sobre el Tabor, cuando apareció como un sol ante los tres afortunados Discípulos y les anticipó una especie de Paraíso; luz que, quizás vieron más de una vez, todos los fieles después de su Resurrección y especialmente cuando se separó de ellos para irse al Cielo. Y finalmente estarán llenos de aquella feliz inmortalidad, por la cual como Cristo, no solamente no estarán sujetos a la muerte, sino que serán liberados de todos los males que frecuentemente acompañan esta vida mortal y que la hacen tan mísera e infeliz, que muchos la encuentran más insoportable que la misma muerte.

No solamente estarán exentos de todos los males, de todas las necesidades, de todos los peligros, de todos los temores (lo que sería para nosotros una inmensa felicidad), sino que serán ricos y abundarán de todo bien, de todo gozo, de toda delicia, y serán tales que, no solamente no somos capaces de expresarlos, ni siquiera de pensarlos (nos asegura San Pablo, que vio en algún modo, y probó  - El ojo no ha visto, el oído no ha oído, a nadie se le ocurrió pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman).

Les baste saber (para no alargarme en cosas que, con todo nuestras palabras, no se pueden expresar), que nuestro cuerpo, sin dejar de ser cuerpo y verdadero cuerpo, será de tal modo, purificado y, en cierto modo, espiritualizado, que gustará las delicias del alma, puesto que el alma gustará y vivirá las delicias mismas de Dios. Por eso, quizás, el real profeta David, sin distinguir más el alma del cuerpo, decía a Dios en aquellos sus felices éxtasis, que Dios, un día saciaría a sus siervos, no en la fuente, ni en el riachuelo, sino en el torrente de sus delicias. He aquí, porque los Santos y porque la Iglesia al celebrar este gran día, que entre todas las solemnidades de la Iglesia, es la máxima, no sabe contener el júbilo y la alegría, y hacen resonar en el aire los tan festivos y repetidos ¡Aleluya! En la Resurrección de Cristo contemplan la propia resurrección.

En el cuerpo glorioso de Jesucristo contemplan como reflejados sus miembros. Esperan vivamente que pronto serán como Él, ágiles, sutiles, espléndidos e inmortales. No sólo aspiran, sino que suspiran por el feliz momento de terminar esta vida, para ir rápidamente con el alma, y luego cuando Dios quiera, también con el cuerpo, a gozar la eterna vida que Jesús mereció para ellos con su muerte. No cesan, por tanto, de exclamar con el mismo S. Pablo, ¿quién me liberará de la cárcel de este cuerpo de muerte, así pronto vuelo hasta aquel Jesús por el que tanto suspiro?

Ahora comprenden quizás, por qué el Santo Apóstol decía a los fieles, que si habían resucitado con Cristo, no debían pensar más en las cosas del mundo, sino sólo pensar en gustar las del cielo. A San Pablo le parecía que un cristiano, respecto a los infieles, era un hombre ya resucitado, es decir, resucitado con el Bautismo a nueva vida, si bien no todavía a la inmortal, a la cual estaban destinados y de la cual tenía una garantía en Jesucristo resucitado y ya glorioso y triunfante a la derecha del Padre, a la cual nos llama y nos invita y que, casi extendiéndonos la mano, parece decirnos: ¿Por qué tardan tanto? ¿Por qué no vienen donde está Cristo sentado a la derecha de Dios? Le parecía que un cristiano, que todavía busca, anhela, suspira y se deleita con las cosas de este mundo, no está todavía resucitado de las tinieblas de la muerte que en nosotros infundió el pecado, y por el cual, olvidada la verdadera vida, se dedica a buscar su felicidad en los bienes sensibles de este valle de llanto, que es lugar de muerte. Le parecía que un hombre así no fuese todavía totalmente cristiano; y por eso les decía y nos dice a nosotros: Si es verdad que han resucitado con Cristo, o sea, si son verdaderos cristianos, háganlo ver con la gran prueba de no buscar, ni gustar más las cosas del mundo, sino solamente las del cielo. - Si han resucitado con Cristo, aspiren a las cosas de arriba y no a las de la tierra -.

Escuchen como él, para explicar mejor su concepto y para persuadirnos nos dice, que un verdadero cristiano está como muerto al mundo y su vida no debe figurar más entre los mundanos. Su vida debe ser tan semejante a la de Cristo, que parezca una misma cosa con Él y con Él totalmente escondida en Dios. – Pues ustedes han muerto, y su vida está ahora escondida con Cristo, en Dios -. Casi como decir que nosotros debemos vivir en el mundo como si ya no fuésemos del mundo, como si estuviésemos solo para pasar y correr veloces, como quien aspira a salir rápidamente de esta tierra cruel, para alcanzar cuanto antes la patria celestial. Somos peregrinos, gritaba en otro lugar, somos peregrinos y estamos todavía lejos de nuestro buen Dios por el cual suspiramos.

Yo sé bien, mis hermanos, que estos deseos, estos suspiros, estos arrebatos amorosos, este perfecto desprendimiento de toda cosa de aquí abajo y este continuo anhelar el cielo y a Dios, no es de todos, sino sólo de ciertas almas privilegiadas que, dadas a la carrera de la perfección cristiana, ya no piensan más que en conseguirla. Y sé que si una tal carrera es digna de todos, pero no todos están obligados a conseguirla para ser salvados. Pero sé todavía, y ustedes no lo deben ignorar y por eso lo predico con el mismo Apóstol y doctor de los gentiles, que todo buen cristiano debe tener siempre presente en el espíritu que ha sido creado por Dios, a semejanza de Dios y para ser eternamente de Dios; que si el infernal insidiador, a través del pecado, lo había separado de Dios y condenado a la perdición eterna, el Unigénito Hijo de Dios, Jesucristo, ha venido a salvarlo, lo ha redimido con su propia sangre, lo ha restablecido en la gracia divina y por tanto, al antiguo derecho de la herencia paterna, que es el Paraíso; que en Jesucristo, y especialmente en su Resurrección, tenemos la prueba más cierta de ir a gozar un día con Él, no solamente con el alma, sino infaliblemente también con el cuerpo, que ciertamente no será igual a Él en la gloria, pero será de alguna manera semejante a Él; que, en consecuencia, es demasiado indigno de tanta predestinación y de tanta gloria, aquel que la olvida y entregado a los bienes, a los placeres, a las vanidades de la vida presente, no piensa, no estudia, no anhela y no se ocupa cuanto sabe y cuanto puede para conseguir la eternidad; y que, por eso, la exhortación apostólica, que en estos días nos hace sentir la Iglesia, no es solamente para los perfectos, ni sólo para aquellos que aspiran a la perfección o deben aspirar a ella, como somos nosotros sacerdotes, sino que es para todos los que, mediante el Bautismo y los otros divinos Sacramentos, han resucitado con Cristo, que es lo mismo que decir, son cristianos: todos ellos no deben estar más apegados a la tierra, sino al Cielo; no deben afanarse más por hacerse ricos, por hacerse grandes, para darse a la buena vida, para hacerse aplaudir, sino que deben estudiar, afanarse y sacrificarse para no perder el Paraíso, donde ya reina su Cristo, que los invita y espera para vivir y reinar eternamente felices con Él - Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspiren a las cosas de arriba y no a las de la tierra -.

¿Qué más diré entonces, mis queridos hijos, qué más diré a todos aquellos que tanto se pierden en torno a los negocios y a los intereses mundanos, que ya no piensan más en el Paraíso, como si no fuese para ellos? ¿Qué diré a aquellos que tanto se dan a las ambiciones, al orgullo, a la vanidad y al empeño de figurar en el mundo, como si en el mundo debiesen estar para siempre y no fueran peregrinos en marcha hacia la eternidad? ¿Qué diré a los que, olvidados de Dios y del alma y reducidos a la condición de animales, ya no piensan más que en alimentar sus brutales apetitos y, muy lejos de suspirar por el Reino de Cristo, parecen abominar o despreciar a Cristo y su Reino? ¿Qué diré a aquellos desagradecidos, ingratos con Dios que, a preferencia de tantos otros pueblos, los ha hecho nacer en el seno de su amada Iglesia, y ellos, enemigos de la Iglesia, o por lo menos desobedientes, viven peor todavía que los que no conocen a Dios, ni a la Iglesia, ni a Cristo, ni a su Evangelio? ¿Puedo decir que son verdaderos cristianos? ¿Que han resucitado con Cristo? ¿Que irán pronto a reinar con Cristo? Yo no puedo decirlo, mis hermanos, yo no puedo decirlo.

Es más, debo decir con gran amargura, que de cristianos sólo tienen el nombre y el carácter bautismal para su mayor confusión; que muy lejos de estar resucitados en Cristo, lo han traicionado mucho peor que Judas y peor que todos los judíos, lo han crucificado; que precisamente con su nombre de cristiano y la vida anticristiana y libertina, continúan, por su parte, atormentándolo, destrozándolo, crucificándolo y dándole muerte. ¡Desgraciados! Él ha hecho todo, ha soportado todo y nada ha ahorrado para salvarlos; ellos parecen vencer en todo y despreciar todo, es más, no se ahorran nada en su perdición. ¿Qué queda por hacer con estas almas desgraciadas y pervertidas?  Ninguna otra cosa, mis queridos, más que rezar, pero rezar vivamente por ellos e invitarlos a regresar. Hermanos pecadores, vuelvan a Dios, entréguense a Dios; pero sólo a Dios y entonces verán cuánto será más dulce y placentero darse a Dios y cuán amargo y desagradable el haberse separado de Él y haberlo abandonado.

Vuelvan a Dios, pero no tarden, que es demasiado peligroso el retardo y demasiada bella la ocasión que tienen para hacerlo en estos días de observancia pascual, para que no la posterguen. ¿Cuándo lo harán si no lo hacen ahora? Vuelvan a Dios, pero pronto, rápido y sin retardarlo.

Pero, para no profanar gravemente el santo júbilo de este día, yo me dirijo ahora a ustedes, almas afortunadas que, mediante la divina gracia, habiendo resucitado con Cristo a nueva vida, ya no tienen el corazón atado a los bienes mezquinos de esta tierra, sino que suspiran por los del Cielo, donde Jesús ya vive glorificado.

Ustedes estáis ciertamente todavía en la tierra y aún ligados a tantas necesidades de esta vida, pero saben que son peregrinos; ustedes arrastran con pena las cadenas que los tienen amarrados todavía a esta miserable esclavitud pero esperan impacientes el momento de verse liberados. ¡Afortunados, ustedes! Continúen desprendiéndose del peligroso mundo, sigan despreciando estos miserables objetos que no son más que tierra y van a terminar todos en el fango y estudien siempre como entender mejor, como apreciar mejor y gustar los bienes del cielo, que duran siempre, que hacen feliz para siempre a quien los posee; los bienes del cielo que Jesús les ha adquirido con la Sangre y con la muerte en la cruz; los bienes del cielo donde Él ya reina para siempre y a donde los llama, espera y los quiere para reinar con Él.

Continúen muriendo a las miras, a los fines, a los objetos de este miserable mundo que, cuánto más mueran al mundo mucho más vivirán en Cristo y en Dios. - ustedes han muerto, y su vida está ahora escondida con Cristo en Dios -. Sigan viviendo de la vida de Jesucristo, que es precisamente la verdadera vida y no teman porque pronto llegará el día, en el que ustedes también serán parte de su Gloria; y el  mundo, que los despreciaba, como lo despreció un día también a Él, atónito, envilecido, confuso, deberá, a pesar de todo, aplaudir sus triunfos. Tú, Jesús mío, triunfador de la muerte y del pecado, que no tuviste dificultad en sacrificarte por nosotros en la Cruz, ayúdanos a romper las cadenas que nos tienen todavía atados a la tierra! Nosotros queremos pertenecerte, nosotros queremos seguirte en el camino de la cruz, para ser parte de tu Resurrección y de la gloria que posees en lo alto de los cielos; pero, acuérdate que, sin Ti, nosotros nada podemos, por tanto todo lo esperamos de Ti”.[2]

 

 

 



[1] Catedral de Bobbio - 27 marzo 1842

 

[2] Trascripción Daneri; Panegíricos y homilías, Volumen I, Pagina 155. Traducción del italiano Hna.Ma. de la Paz Rausch