VIERNES SANTO
“Dios
participa en nuestro dolor para vencerlo”
Francisco
“Es él mismo quien
pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces
incluso palabras duras, de llanto y casi de acusación. «¡Levántate, Señor, ven
en nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos
rechaces para siempre!» (Sal 44,24.27). «Señor, ¿no te importa que perezcamos?»
(Mc 4,38)”.
La cruz de
Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. De todo
sufrimiento, físico y moral. Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido
redimida en raíz desde que el Hijo de Dios la ha tomado sobre sí.
Reflexionemos
con GIANELLI, sobre el sentido del sufrimiento de la cruz de Cristo… sufrimiento que se ha
convertido también, a su manera, en una especie de «sacramento
universal de salvación» para el género humano.
LA PASIÓN DE CRISTO[1]
VIERNES SANTO
GIANELLI, Antonio, Prediche
¿Quién será capaz de reconfortarme en este día de
tristeza? Mirando a mi alrededor, no
encuentro más que argumentos amargos y motivos para llorar.
La iglesia, despojada de toda ornamentación sagrada,
y sin animarse casi a elevar los ojos al cielo, permanece silenciosa y
sumergida en el gran dolor.
Ustedes, que con su presencia, son para mí motivo de
alegría, hoy me expresan dolor y melancolía. Todo habla que este es el día en
que Cristo murió. Me lo dicen las vestiduras litúrgicas que llevo: el Salvador
del mundo está muerto, y ustedes están aquí para escucharme hablar de su Pasión
y Muerte.
Pero, para hablarles dignamente, yo querría tener a
mi lado, la imagen del Señor Crucificado. Mirar la Cruz, renueva en mí el
espectáculo del Calvario: me parece ver al Señor chorreando sangre, pero recordando el amor
con que Cristo nos amó, siento retornar la
vida, la fuerza y el vigor.
Salve, Cruz santa,
única esperanza, en este día de pasión.
Haz que crezcamos en la gracia que el Autor de la vida nos ha dado, a través de ti. Cruz santa, precédenos hasta el Calvario, donde deseamos
contemplar y llorar la muerte de Cristo, nuestro Redentor.
Entre todas las realidades que observamos sobre el
Calvario, predomina sin duda, el gran sufrimiento y el inmenso amor que colman
el Corazón de Jesús. Ellos son siempre vivísimos y donde uno sobresale, el otro
se muestra grande y generoso.
Pero, para contemplar estos dos sentimientos, no
sólo debemos recordar a Jesús en el Getsemaní, porque ellos están ya presentes
en Él, desde su Encarnación.
Y si el dejarse a sí mismo en la Eucaristía, fue la
prueba más bella de Amor ofrecida a los hombres, el dolor no es menos evidente
cuando es traicionado por Judas y por tantos otros que después lo seguirían.
Comencemos mirándolo en el momento en que se despide
de la Madre Dolorosa, y se aleja de los discípulos, en el Huerto de los Olivos,
vencido por el dolor. Las traiciones, los insultos, los oprobios, los flagelos,
las espinas, la cruz, los clavos, la muerte, todo el amarguísimo cáliz se le
presentan allí.
El había deseado intensamente esta hora desde
siempre, pero ahora su humanidad sufre
todo su peso. Comienza, por tanto, a tener miedo y a temblar. Una afanosa
tristeza se apodera de Él; comenzó a
temblar y a tener miedo. Comenzó a estar triste y dolorido[2]. Y dice: “mi alma está triste hasta la muerte”[3]. Y vuelto al Padre,
agrega: “Padre, si es posible, aleja de mí este cáliz”[4]. Pero el Padre no lo escucha y no responde.
Va a buscar consuelo en los discípulos, poco
distantes de Él, pero los encuentra sumergidos en el sueño, incapaces de
sostenerlo, y vuelve a refugiarse en la oración al Padre.
Se presentan a su mente imágenes todavía más
desilusionantes: ve delante de sí todos los pecados de los hombres. Muchos
rechazan su amor, no acogen la
salvación, continúan obstinadamente
viviendo en el odio, en las traiciones, en la deshonestidad, en los
sacrilegios, en las herejías, en la impiedad, en la hostilidad a sus
enseñanzas. Jesús ve delante de sí mis
pecados, los tuyos, los de cada uno y los de todos nosotros.
Le habría bastado observar esta triste realidad,
para hacerlo llegar inmediatamente a la muerte!
Y grita: “Padre, aleja, aleja de
mí este cáliz”.
Sufrir y morir por quien no querrá acoger la
salvación, por quien hará vano tanto amor, es, verdaderamente demasiado!: “Aleja
de mí este cáliz!
El Padre no lo escucha, y Él dará la vida también por aquellos que lo rechazarán. Y
entonces dice: “Padre, no mi voluntad,
sino que tu voluntad se cumpla”!
Pedro, Santiago y Juan, ¿ustedes siguen durmiendo
todavía? Vean en qué sufrimiento me encuentro! Despierten, ayúdenme; estén, por
lo menos cerca mío si lo logran. Yo me siento morir! Mi alma está triste, a punto de morir. Pero no recibe la más
mínima muestra de participación de los apóstoles; ellos continúan durmiendo!
Vuelve a orar al Padre y se le presentan nuevos
motivos de mayor tristeza. (Así lo piensan los santos). Se presenta a sus ojos
la inmensa multitud de aquellos que, no obstante la salvación ofrecida por Él, se condenarán. Bastaría una gota de
su sangre, pero para ellos será inútil todo su sufrimiento, todo su amor, todo
el cúmulo de gracia derramada!
Tantos que habrán aceptado su salvación, que se
habrán lavado en su bautismo, que habiendo sido
cristianos, llegarán a ser traidores de su mismo don de amor: la
Eucaristía; y se condenarán: “Jesús cae con el rostro en tierra”[5] El sufrimiento sobrepasa toda medida! Es
demasiado sufrir y morir por los hombres y no poder salvarlos! “Que se aparte de mí este cáliz! El Padre continúa callando, y el Hijo entonces
grita: “si esto no es posible, que se
cumpla, Padre, tu voluntad”[6].
La presión del sufrimiento se hace más atroz y sobre
sus miembros temblorosos, corre el sudor de la sangre preciosa, que empapa los
vestidos, riega la tierra: “Lleno de
angustia oraba más intensamente y comenzó a sudar como gotas de sangre que
corrían hasta el suelo”[7].
Ustedes, miserables, que quieren continuar viviendo
en el pecado, he aquí cuánto le costaron a Cristo! Es su amor infinito por ustedes lo que lo
atormenta de este modo. El amor que no le permite decir basta. Sepan que nada
puede darle alivio si no es su conversión.
Y el ángel desciende para consolarlo, mostrándole
todos aquellos que habrían aceptado su salvación.
¿Cómo nos situamos nosotros delante de Cristo? Si
nos arrepentimos de nuestros pecados y caminamos hacia Él, seremos su más
grande alegría, de otro modo, seremos el motivo de aquel sufrimiento.
Imaginémoslo por tierra, con la sangre que cae a
gotas, y con el ángel, busquemos levantarlo, admitiendo nuestro pecado y
proponiendo querer convertirnos. Obrando
diversamente seremos peores que Judas, que se acerca para señalarlo a los
soldados. Llega con aire de amigo, tiende las manos al Maestro y lo besa.
Cristo no lo rechaza, lo abraza, lo besa como queriendo decirle que su maldad
no puede ir más allá de la misericordia que Jesús todavía le ofrece.
En este discípulo inicuo, veámonos nosotros mismos,
veamos a aquellos cristianos que en el bautismo se revistieron de Cristo, y
después de haberlo seguido, después de haberse nutrido en la mesa de la
Eucaristía, después de haberse robustecido con los infinitos dones de gracia, y
de los mismos sacramentos, lo traicionan por sí mismos, por estupideces, por
elegir otra cosa. Y aún como enemigos, se acercan a Él en la Eucaristía, para
traicionarlo y ultrajarlo más todavía.
Observemos como los soldados, reconociéndolo por el
beso de Judas, se abalanzan sobre Él, se apresuran a encadenarlo.
Ciertamente es insuperable el Amor de Cristo! Una
sola de sus palabras los tira por tierra, demostrándoles que no es la fuerza lo
que lo ata: Sólo el Amor, la voluntad de consumar nuestra salvación lo ata, lo
arrastra, lo conduce.
Y todavía es el amor el que habla: ¡Yo soy el que buscan! Y si Pedro empuña
la espada y le corta la oreja a uno de ellos, Jesús lo sana y amonesta al
discípulo.
Tiende las manos y el cuello a las cadenas, recibe
los salivazos, las cachetadas, los bastonazos, los puntapiés, inclina la
cabeza, calla y camina. En Cristo es el Amor el que manda, el Amor es el que lo
conduce.
Pasa de Anás a Caifás, del tribunal de Pilatos a la
corte de Herodes, de una plaza a otra, de un territorio a otro. Es castigado
como insolente, tratado como blasfemo.
Es acusado por falsos testigos y vestido como trastornado, es golpeado,
destrozado y despreciado.
Pedro lo niega por temor; los otros discípulos huyen
lejos. Él continúa siendo burlado,
ultrajado, no sólo por los soldados, sino también por el pueblo, por los
escribas, por los fariseos, por los jefes, por los sacerdotes. ¡Qué cosas no
soportó Cristo aquella noche y el día siguiente!
Él aparece como el gran malhechor del mundo,
mientras compiten entre ellos para ver quién es capaz de provocarle mayor
sufrimiento!
Él calla como cordero manso y se deja conducir
porque así lo quiere su Amor.
Pilatos, reconociéndolo inocente, hace un mínimo
intento para salvarlo. Bastaría que Jesús lo quisiera para liberarse, pero el
Amor lo hace callar, lo conduce!
Aquel pueblo
predilecto, su pueblo, al que había colmado de tantos favores, y que sólo unos
días antes lo había aclamado, ahora está contra
Él, y prefiere a Barrabás! Sea
liberado Barrabás, muera Cristo!
Cuánta violencia debió hacer a su corazón para no
fulminarlos con los rayos de su justicia, cuando gritaron: “que sea crucificado. Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros
hijos!”[8]
Reprimió el grito de la justicia y lo dirigió sobre
sí mismo. Aquel pueblo todavía no encuentra paz
Qué dolor para Cristo!
Qué ingratos son aquellos que con sus pecados
gritan: Viva barrabas y muera Jesús!
No se dan cuenta que vendrá el momento de la justicia divina.
Los gritos intimidaron a Pilatos que, para aplacar
su furor, entrega a la flagelación al inocente Jesús.
Juez inicuo, la tuya es una política infernal,
¿quién te enseñó una semejante justicia, condenado a aquel que tú mismo
declaras inocente? Los soldados se abalanzan sobre Jesús, como si fuese una bestia feroz, lo
despojan de sus vestidos, lo atan a la columna y con flagelos de cuero con
puntas de acero, compiten entre ellos para ver quien lo golpea más.
Sólo ver la actitud implorante del que sufre,
tendría que haber bastado para enternecer los corazones más duros y obstinados,
pero los verdugos, se vuelven cada vez más feroces.
Jesús es presa de un gran temblor, su piel se llena
de moretones, se lastima, deja brotar la sangre que riega el suelo, mancha sus
manos, jirones de carne saltan por el aire. Se rompen las venas, se ven los
huesos, pero para Él no hay ninguna piedad. Si desisten en el castigo, es solamente para que llegue vivo a la pena
mayor, al tormento supremo de la cruz!
Después de tan cruel flagelación, lo envuelven en el
manto rojo, tejen una corona de espinas y a golpe de bastones y guantes de
hierro, se la incrustan en la cabeza.
Se suma dolor a dolor, hacen de Él un rey de burla,
y continúan pegándole y escupiendo sobre Él. Si no hacen cosas peores es
solamente porque no lo saben hacer o porque Pilatos se lo quita de las manos.
Jesús está reducido a un estado tal que
verdaderamente daría pena, incluso a una bestia, y a este punto, Pilatos piensa
que logrará aplacar a la muchedumbre, lo presenta diciendo: “He aquí al hombre!
A
pesar de que Jesús está reducido a este estado, conserva todavía una mirada de
amigo para Pilatos, para todos. Pero el pueblo grita: quítalo, quítalo! Que sea crucificado! No lo queremos ver más delante de nuestros ojos.
¿Eres tú el pueblo elegido, el pueblo escogido por
Dios? ¿Esta es la fidelidad a la ley y a los profetas? ¿No recuerdas sus
milagros, su predicación? ¡Tú matas a tu Salvador! Tú lo buscarás y no lo
encontrarás!
Pero nosotros debemos mirarnos a nosotros mismos,
con nuestros pecados, porque es con el pecado con que continuamos ultrajándolo!
Nuestro permanecer en el mal es su desnudez,
son los vestidos de trastornado que lo
cubren, son los flagelos, las espinas, los salivazos que le provocan ofensas.
Somos
nosotros que con nuestros pecados, seguimos gritando: que sea crucificado, que sea crucificado!
A nosotros
nos lo presenta, no Pilatos, sino la Iglesia, el Padre: He aquí su Rey, nuestro
Salvador! Convenzámonos que si continuamos amando el pecado, nosotros
seguimos gritando: ¡que sea crucificado!
Nosotros somos aún más responsables, y mientras el
pueblo hebreo respondía que no tenía poder para crucificarlo, nosotros, con
nuestro pecado, asumimos este poder.
Maldito pecado! Cuán indignos nos haces de nuestro
Jesús. Infeliz aquel que se deja guiar más por el mundo y por el respeto
humano, que por su fe!
Pilatos, aun habiendo reconocido la inocencia de
Jesús, lo hizo flagelar por temor de perder el favor del César, y lo condena a
muerte y a la cruz. Con el pecado, el
hombre elige y prefiere el juicio del mundo al de Dios, repitiendo la misma
condena de Pilatos, los mismos gestos de los verdugos, y la condena a la Cruz.
Jesús, al ver
la cruz, recobra nuevas fuerzas porque es el objeto sobre el cual debe destruir
el pecado; la abraza y se encamina hacia el Calvario, y sabe que aquel es el
lugar de su triunfo.
Perdona al pueblo que lo insulta, a los soldados que
lo golpean, estrecha la Cruz salvadora. Por los sufrimientos padecidos, por los
dolores que siente en sus miembros, casi no puede mantenerse en pié, pero desea
llegar hasta el final, llevando la Cruz, la arrastra con grandísimo, con
intenso Amor…
Pero su
fuerza física va decayendo, y Él cae bajo el pesado madero, y es
obligado a levantarse a los golpes y a puntapiés de los soldados. Vuelve caer otras veces y se debe levantar siempre
repitiéndose la barbarie de los soldados.
Ángeles santos, por qué no vienen en su ayuda? Pero
Él tiene sobre sí todos los pecados del mundo, el se hizo pecado delante del
Padre. ¿Qué hacen ustedes Apóstoles? Judas se suicida. Pedro reniega tres veces
y después llora su infidelidad; los otros se dispersan.
María, se abre paso entre la gente. Ella sí está en
condiciones de encontrarlo y seguirlo. Están las piadosas mujeres, que lloran y
lo siguen hasta el Calvario, pero Jesús les dice: “no lloren por mí, lloren más bien por ustedes y sus hijos”. La
Verónica se anima y le limpia el rostro lleno de sangre. Jesús agradece el
gesto. He aquí el Cirineo: fue obligado a llevar la Cruz de Jesús.
Cristo llevó la Cruz; nosotros huimos de ella, no obstante que de ella nos viene la
salvación. No sólo mantenemos lejos de nosotros todo tipo de penitencias, sino
que rechazamos también aquellas cruces que el cielo nos manda; no somos capaces
de llevarlas por amor a Jesús, las soportamos casi a la fuerza.
Jesús llega con dificultad al Calvario, allí ya
están preparados con la cruz, los clavos, los martillo, y los otros
instrumentos. Los otros dos condenados ya están crucificados y levantados en
alto; ahora es su momento, como malhechor debe morir.
Fe santa, sostenme para que yo sea capaz de
contemplar este angustioso espectáculo. Cuántos hombres, como lobos rapaces, se
lanzan sobre Él, manso cordero. Quien le arranca los vestidos pegados a sus
llagas, por la sangre coagulada, provocando el derramarse de más sangre, quien
le traspasa los pies con los clavos y quien las manos para asegurarlo a la
cruz; quien tira los brazos y los pies, quien asume el trabajo de levantarlo
sobre la cruz. ¿Qué dolor podría ser más atroz?
Quien tiene
corazón no puede resistir semejante desgarramiento. Y sin embargo, son tantos
los que continúan levantando voces de
insultos, de blasfemias y maldiciones, hasta desafiarlo:”baja ahora de la Cruz y creeremos en ti”[9]
Hombres inicuos, ¿no entienden todavía que
libremente y por su propia voluntad llegó hasta allí? ¿No comprenden que si Él
no lo hubiera querido, nada podrían haber hecho todas las legiones del mundo?,
¿no comprenden que con un solo acto de su voluntad, el mundo podría volver a la
nada?
El sol se oscurece, la tierra tiembla, la naturaleza
se cubre de tinieblas, en el aire resuenan los truenos, el mundo parece
estremecerse, el velo del templo se parte en dos; las piedras se rompen, los
muertos resucitan. Jerusalén se estremece y comienza a caer.
Pero Jesús sigue siendo “Amor para el hombre”, habla
al Padre: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”[10].
Perdona todos los pecados del mundo y de todos los tiempos, ellos no comprenden
el gran mal que se hacen!
Heme aquí blanco de la justicia. Soy yo el que pago
por ellos! Soy yo pecado por ellos. Me abandono a Ti, Padre. Ninguno debe morir
porque yo muero por todos.
Ten plena confianza, tú, ladrón arrepentido; Él
tomará sobre sí tus culpas y con Él entrarás en el Reino del Padre.
Madre querida, tú no tendrás ya a tu Hijo sobre la
tierra, pero tendrás otro en Juan: Ahí
tienes a tu Hijo. En él están todos los hombres, todos mis fieles,
protégelos como tus hijos. Juan: recibe en mi lugar a la Madre, es lo que me
queda para donarte, junto a la salvación para la cual vine a la tierra.
Mi sed no se apaga con el vinagre, sino con su
salvación. Esto deseo, esto quiero, esta es la sed que me devora: todo está donado, todo está consumado!
Padre, recibe mi vida, a ti te la confío: “en tus manos encomiendo mi espíritu”[11]. Te confío todos los
pecadores. Este es mi deseo, que vengan a Ti Tiembla nuevamente la tierra y las tinieblas
la envuelven. Cristo muere!
Carísimos, considerando la Pasión de Cristo, es
necesario rendirse a Él o renunciar a la fe. No es posible meditar cuanto ha
sufrido, hasta qué punto nos ha amado y continuar ofendiéndolo o continuar en
nuestro pecado,
No describí la Pasión de Cristo a los infieles, a
los incrédulos, sino a los cristianos, a los católicos. ¿Cómo se puede encontrar
entre nosotros un pecador no convertido?
El Evangelio
nos dice que algunos entre los presentes, vieron como Jesús estaba muerto sobre
la Cruz, los dolores a los que estuvo sometido, los signos del cielo y de la
tierra, y lo confesaron Hijo de Dios; “toda
la gente que habían acudido, después de ver lo sucedido, regresaba golpeándose
el pecho”[12] El oficial romano,
viendo lo sucedido alababa a Dios diciendo: “verdaderamente este era el Hijo de
Dios”[13]
José, Nicodemo, tienen prisa para quitar de la Cruz
el cuerpo de Jesús y depositarlo en el sepulcro, después de haberlo cubierto
con preciosos aromas.
Nosotros, cristianos, que con nuestros pecados
fuimos la causa de tal muerte, ¿continuaremos haciéndole la guerra e
insultándolo? Esto es lo que sigue haciendo el pecado: “con sus pecados crucifican de nuevo al Hijo de Dios”[14] Piénsalo con
frecuencia, cristiano, tú tienes la posibilidad de hacer inútil el sufrimiento
de Cristo. Pidamos perdón a Cristo, pidamos bendiciones para nosotros y para el
mundo.
Déjense vencer por Cristo y felices ustedes si
verdaderamente es así. Si permanecen en el pecado, aquella sangre cae sobre
ustedes, pero ciertamente no como bendición y salvación. Arrepintámonos y
pidamos perdón y misericordia.
Salvador del Mundo Crucificado, nosotros confesamos
que fue nuestro pecado el que te clavó en la cruz, pero acuérdate que quisiste
morir porque nos amabas, para darnos la vida. Ten piedad de nosotros y danos tu
paz y que tu bendición, como signo de perdón, descienda sobre nosotros,
confirme nuestro propósito de re-abrazar tu Cruz, instrumento de salvación, de
meditar con frecuencia tu Pasión, para morir con tu nombre en nuestros labios y
en nuestro corazón”.
[1] GIANELLI, Antonio, Prediche sul Vangelo, Vol. II, pp.49-58 (traducción
Hna.Ma.de la Paz Rausch)
[2] Mc 14,25; Mt 26,37.
[3] Mc 14,25; Mt 26,37.
[4] Mt 26,39
[5] Mc, 23-24
[6] Mt 26,39
[7] Lc 22,44
[8] Mt 27,25
[9] Mt 27,40
[10] Lc 23,34
[11] Lc 23,46
[12] Lc 23,48
[13] Mt 27,54
[14] Hebr 6,6