CON GIANELLI, CELEBRAMOS
A LOS SANTOS Y BEATOS
“…Hay muchas que hacen el bien porque lo eligen y lo quieren y sin embargo
no son tenidas en cuenta y son consideradas personas de poca importancia.”
Antonio Gianelli[1]
17 DE AGOSTO: NACIMIENTO
DE LA BEATA MARÍA CRESCENCIA PÉREZ
“En
el Crepúsculo del siglo XIX, el 17 de agosto de 1897, nació en la ciudad de San
Martín (Pcia. de Buenos Aires, Argentina) María Angélica Pérez. Fue bautizada,
días más tarde, en la parroquia de “Jesús Amoroso”, de aquella localidad. Sus
padres, ambos españoles, eran oriundos de Galicia, de la ciudad de Chantada la
cual, amurallada por los romanos, y próxima a Lugo, se halla casi lindante con
la preciosa Pontevedra, llamada “la Suiza española”, como para elogiar mejor su
paisaje. En esta región, nació y creció Emma Rodríguez Blanco, quien sería la
madre de María Angélica. A los diecinueve años se trasladó a la Argentina, a
casa de su hermana Manuela, afincada con su marido, José Fernández, en la
ciudad de Pergamino. Podría decirse que fue un pasaje desde la montaña y desde
la historia viva, a la llanura.
Agustín,
hermano de María Crescencia, habla de su familia. Él fue su tercer hermano
varón. En momentos de requerir su aporte testimonial, ya habían fallecido sus
dos hermanos mayores, Emilio y Antonio, también sus respectivas esposas.
Quedaba con vida, además de él, otro hermano más joven, José María, que fue sacerdote
y falleció el 21 de febrero de 2008 en la ciudad de San Nicolás.
“Desde
España vinieron a América. Aproximadamente en la década de 1880. Aquí estaba la
hermana de nuestra madre, en la ciudad de Pergamino. Ella fue allí para estar
durante algún tiempo. Conoció a Agustín Pérez, nuestro padre, mientras él
trabajaba en la ciudad de Córdoba. Se casaron en la iglesia de Nuestra Señora
del Pilar de dicha ciudad en 1888.
Después
de casados, una revolución -que provocó temor en los extranjeros-, los obligó a
irse a Montevideo, República Oriental del Uruguay, hacia 1890. Pasaron una
temporada allá, y tuvieron varios hijos. Primero una nena, que falleció a los
tres años, y un varón, que murió al nacer. Luego nació el mayor de los hermanos,
Emilio Vicente y Antonio, quienes tuvieron larga vida.
En
1896, la familia se trasladó nuevamente a Buenos Aires y se radicaron por algún
tiempo en San Martín. Allí vio la luz quién sería la hermana María Crescencia,
bautizada con el nombre de María Angélica. Era la primera hija. Después nacimos
Aída y yo, en Capital Federal. María Luisa y José María nacieron en Pergamino y
también dos hermanitos menores, que eran mellizos, fallecidos al nacer”.
Agrega
Agustín: “Desde Buenos Aires, tuvieron que viajar a Pergamino- dejando mi padre
un importante trabajo que tenía, como técnico electricista- a raíz de una
enfermedad de mamá, dado que los médicos le recomendaron el aire sano del
campo, para que su recuperación fuera más rápida”.
Se ubicaron como arrendatarios, dedicándose a
las tareas rurales.
Este
difícil cambio de lugar y actividades, fue muy exigente para la familia. Al
principio, trabajaron en una pequeña quinta ubicada en los alrededores de la
ciudad, perteneciente en ese entonces a José Fernández, tío político de María
Angélica, quien les indicó las futuras posibilidades de trabajo. Luego de dos
años, se trasladaron al campo de Villanueva, donde estuvieron cinco años, en la
zona conocida como Paraje Tambo Nuevo.
Más
tarde, fueron a la estancia de San Federico -que todavía existe-, donde
vivieron a diez cuadras del casco del establecimiento. Allí pasaron muchas
privaciones, en medio de una labor bastante dura.
Los
hábitos que traían desde Buenos Aires, nada tenían que ver con las exigencias
de la vida rural. Debieron hacerlo todo desde el principio, de acuerdo con las
posibilidades de aquel momento. En 1918, se afincaron en la estancia Grondona- cerca de Pergamino-, donde permanecieron
durante siete años. Cuando la familia Pérez se instaló en Pergamino, sólo
habían transcurrido siete años desde que el antiguo fuerte -estratégicamente
ubicado en el camino a Córdoba-, había sido declarado ciudad, y apenas cinco
desde el último ataque indígena. Todavía se escuchaban leyendas y anécdotas de
encuentros con los indios, luchas y actos heroicos de los pobladores de Fontezuela
o Pergamino, como en su origen se llamaba el paraje.
María
Angélica era la quinta, de un total de once hijos. Sus padres- don Agustín
Pérez y doña Emma Rodríguez -profundamente cristianos, fueron realmente los iniciadores
de la fe de sus hijos, a quienes, como mejor herencia, dejaron el testimonio de
su vida de fe.
Como
expresión de aquellas vivencias, tres de sus hijos se consagraron al servicio
de Dios. María Angélica y su hermana Aída, fueron religiosas. José, del menor
sacerdote. La oración familiar, sobre todo el rezo del Rosario en honor de la
Virgen María eran prácticas cotidianas. Eso significa un elemento importante para
la fe y unidad de la familia. De ese modo creció María Angélica, poniendo su
confianza en Dios padre, providente y misericordioso.
Entre
los recuerdos de la infancia, recogidos de labios de su madre, narramos el
siguiente episodio, que muestra la gran seguridad en Dios que la niña había
depositado en Él desde temprana edad.
Cierto
día, se desató un fuerte ciclón. María Angélica, junto a su mamá, rezaba para
que parara pronto, sin causar desgracias ni daños. Los demás, entre tanto,
cerraban puertas y ventanas, asegurándolas para que el viento no pudiera
abrirlas de nuevo. La mamá se mostró afligida y temerosa por la violencia del
huracán; entonces, María Angélica le dijo: “Mamá ¿cómo te afliges tanto y
sientes tanto miedo, si tú tienes tanta confianza en Dios?” Sólo tenía ocho
años… pero este hecho revela ya una tendencia muy elocuente. Y también
manifiesta una suerte del velar de Dios sobre ella.
En
otra oportunidad, sus padres salieron para oír misa. En casa quedaron María
Angélica, de nueve años, y sus hermanitos. Después de hacer algunos trabajitos
domésticos que les habían encargado, decidieron jugar a “la liebre y al cazador”.
María Angélica se escondió debajo de la cama y su hermano Antonio, con un rifle
de su papá calibre 9, cargado (cosa que él ignoraba), la buscó hasta
encontrarla. Entonces apuntó y gatilló varias veces, exclamando: “la liebre, (por
su hermana) está cazada”. Cuando volvieron sus padres, les contaron lo que
habían hecho durante su ausencia. El padre, dudando del relato, buscó
sobresaltado el rifle. Lo revisó, comprobando que el proyectil que tenía
adentro, estaba percutado repetidas veces y no había explotado.
La
rectitud y cordura de la que hacía gala María Angélica, quedaron demostradas en
otra ocasión. Toda la familia escuchaba misa en la parroquia cuando los
hermanos mayores empezaron a pelear por una insignificancia. María Angélica los
increpó, diciéndoles: “¿No les da vergüenza que mientras nuestros padres
participan de la misa, ustedes estén peleando?” Entonces, así terminaron la
disputa.
Era
la alegría de los suyos, por la ternura y delicadeza con que procuraba adivinar
los deseos de todos y por las atenciones que tenía para con cada uno. Sus
caricias filiales, disipaban las preocupaciones del papá y, como hija mayor,
aunque había varios varones antes que ella, ayudaba a la mamá en el gobierno de
la casa, y en las tareas domésticas. Cuando volvía del colegio, en lugar de
jugar o descansar, como hacían otras niñas, Angélica trataba de ayudar a todos.
Su papá, a veces, la reprendía dulcemente, temiendo que tanto trabajo extra le
hiciera daño. Ella, con toda humildad contestaba: “¿No ves que lo puedo
hacer?”.
Ya
desde pequeña- recuerdan padres y hermanos- tenía una privilegiada personalidad.
Llena de bondad, muy responsable y servicial. Tolerante, paciente, alegre,
humilde, obediente. Solía decir que su palabra se imponía por la bondad y
convicción con que la expresaba. Estaba muy ligada a su mamá de quién, de algún
modo, fue brazo derecho en las tareas de la casa. Su madre extrañó mucho a su
hija cuando se fue definitivamente. Aunque sabemos bien, por el conocimiento de
la santidad de aquella madre, que era inmensamente feliz porque ella se había
entregado a Dios. Mujer ejemplar, llena de amor de esposa y madre, junto con
Agustín, su esposo, supieron esos padres, plasmar en el alma de sus hijos, los
valores de la fe, que luego madurarían en cada uno de ellos”.[2]
[1] FMH, Hna. M. Rausch; R. Magrini; Meditemos con San Antonio María
Gianelli; Una frase cada día del año; 2010. Pág. 49.
[2] PBRO.CARLOS ANTONIO PÉREZ, María Crescencia La Violeta del Huerto, 1º
Edición, Centro de Difusión del Santuario María del Rosario de San Nicolás; San
Nicolás; 2010.