Familia Gianellina

JUEVES SANTO

JUEVES SANTO

"Hagan esto en memoria mía" (Lc 22,19)

Antes de ser entregado, Cristo se entrega como alimento. Sin embargo, en esa Cena, el Señor Jesús celebra su muerte: lo que hizo, lo hizo como anuncio profético y ofrecimiento anticipado y real de su muerte antes de su Pasión. Por eso "cuando comemos de ese pan y bebemos de esa copa, proclamamos la muerte del Señor hasta que vuelva." (1 Cor 11, 26).

Los invitamos a profundizar esta maravillosa entrega con un texto de San Antonio María Gianelli para afirmar y gustar en nuestro corazón que “Dios mismo, alma y cuerpo, sangre y divinidad, se nos ofrece totalmente bajo las especies del pan y del vino. Se ofrece totalmente y se entrega al hombre; nada se niega en esta gran Cena preparada por el Señor”.

 

"UN HOMBRE DABA UN GRAN BANQUETE" (Lc 14,16)

 

Año 1813

Gianelli, Predicaciones autógrafas

 


“Para entender bien el significado de la gran Cena de la que nos habla el Evangelio, es necesario observar que, además del sentido obvio y literal, las Sagradas Escrituras tienen otro sentido, más escondido y espiritual, como una flor que, después de los primeros pétalos perfumados, esconde otros mucho más coloridos, más delicados y que exhalan un perfume más exquisito y más agradable.

 

Por tanto, este hombre que prepara el gran banquete, según el primer sentido literal, no es otro que el Señor, el cual, rico en misericordia, como lo llama el Profeta, invita a los hombres al convite que les ha preparado en el cielo. Luego, el siervo enviado a llamar a los invitados, es Jesucristo y con Él, los Profetas, los Apóstoles, los predicadores y sus ministros, todos los que, después de haber trabajado en vano por la fidelidad y conversión de los Hebreos, fueron enviados por el Padre celestial a invitar a los paganos que, a pesar de la abominación en la que se encontraban inmersos, se acercaron a Dios y participaron en la gran Cena.

           

Pero, San Cirilo y muchos otros, en un sentido más alegórico y espiritual, reconocen en esta grandiosa cena, la Mesa que el Señor nos preparó en la Santa Eucaristía, y yo no puedo dejar de hablaros hoy, de este Sagrado Convite, ya que en estos días la Santa Iglesia,  nos invita a ocuparnos totalmente, en celebrar la grandeza de esta misma Cena, que el Señor, al final de sus días, cuando ya estaba por encaminarse hacia la muerte, se complació en preparar para los verdaderos seguidores de su Evangelio, a la cual quiere invitar a todo el mundo.

y para hacer más valorada esta misma cena, el Evangelio nos advierte que ésta era una gran Cena:  daba un “gran banquete”

 

Un escritor católico, distingue cuatro motivos de grandeza en esta Cena divina.

 

El primero es el del Patrón que la hace y éste es Cristo que, siendo a lo vez Dios y hombre, no sólo no puede encontrarse un sujeto más grande y sublime, sino que fuera de Él no hay verdadera grandeza, ya que Él es la Fuente y el Autor de las cosas más excelentes Y sublimes.  Un hombre,  dice el Evangelio, Hombre singular, retoma un expositor con San Buenaventura, concebido sin padre, nacido sin dolor de la Madre, libre de todos los pecados y que, sin embargo, murió por el pecado mismo.  Inmune del pecado, murió por el pecado. Grande y singular es este hombre, digo yo, porque es Dios y es aquel mismo Dios que ha hecho todas las cosas y ha creado a todos los hombres. El mismo Dios que nos ha creado.

 

El segundo motivo de grandeza, son los convidados, ya que Él no llama a la cena sólo a los grandes del Reino, sólo a los amigos y a los parientes, sino que llama a muchos, a todos, ya que el 'muchos' del Evangelio, es para entenderse como 'todos', precisamente como dicen comúnmente las Escrituras; y debe entenderse de los llamados en modo especial y absoluto, ya que Él mismo grita:  Vengan mí todos los que están oprimidos por  del peso de sus enfermedades, los que se fatigan y están ya por desfallecer; vengan que yo sabré restaurarlos y con mi pan de vida los confortaré.

 

            El tercer motivo es el de los ministros de esta gran cena, ya que, fundadamente, se cree que los Ángeles mismos asisten reverentes al sacerdote, y a los afortunados convidados que se acercan a esta sacratísima mesa; de esto son testigos muchas almas grandes que, arrobadas en éxtasis de dulzura, merecieron verlos, rodeando los santos altares y asistiendo con profunda veneración a los sacrosantos misterios.

 

Pero, el último y el más noble y grandioso motivo de esta portentosa Cena, son los alimentos mismos que nos han sido preparados: o sea el Cuerpo y la Sagrada Sangre del Redentor. Dios mismo, alma y cuerpo, sangre y divinidad, se nos ofrece totalmente bajo las especies del pan y del vino. Se ofrece totalmente y se entrega al hombre; nada se niega en esta gran Cena preparada por el Señor. “Un hombre daba un gran banquete”.

 

En efecto, lo vio en espíritu el Real Profeta David y muy sorprendido reconoció en ella, no sólo la obra más grande y más sorprendente, sino que la consideró como el compendio de todo, como el cúmulo y el centro de todas las maravillas obradas en beneficio del hombre. Pareciera que el Señor se habría esforzado (hablando con el Tridentino) para profundizar y volcar en este Sacramento, los inmensos tesoros de su infinito amor hacia los hombres; o como explica mejor el enamorado discípulo San Juan, en la mesa Eucarística ha demostrado que Él amó a los hombres a tal punto de no poder amarlos más. Y, en efecto, ¿qué otra cosa podía darnos de más precioso que darse a sí mismo?

 

¿Queremos riquezas? Las tenemos todas en Él; ¿queremos placeres?   Él es el verdadero manantial; ¿querernos la ayuda, la consolación, la paz? Él es el autor dulcísimo de todo esto. ¿Qué más queremos? ¿Queremos el paraíso también en la tierra? ¿ y no nos lo muestra la fe en el Santísimo Sacramento? ¿No recibimos dentro de nosotros mismos al autor de las delicias y las alegrías del Paraíso? ¿No lo conservamos dentro de nosotros mientras duran las Especies Sacramentales? ¿Qué queremos entonces? ¿Qué más podía darnos el piadoso Señor?; parece decirnos: ¿Qué más podía darles y no les he dado? ¿Qué más  podía hacer por ustedes y no lo he hecho?

 

Y para acercarnos a una mesa tan grande, tan portentosa y tan excelsa, ¿no haremos todos los esfuerzos posibles? ¿No estaremos dispuestos a sacrificar cualquier interés, cualquier arrebato, cualquier placer mundano? ¿No nos encenderemos en aquellas vivísimos llamas, en las cuales fueron inflamadas tantas almas amadas de Dios que, con frecuencia, perdieron el uso de  los sentidos por la vivísima fuerza de sus  deseos hacia este alimento divino?

 

Pero, amados cristianos, ¿qué sería de nosotros si, en cambio, fuésemos lejanos, negativos y descuidados? ¿Qué sería si, considerándola una Cosa demasiado vil, no la atendiésemos? ¿Qué sería si no atendiésemos para nada sus tan tiernas invitaciones? Sin embargo, ¿no hace esto, cada día, la mayor parte de los cristianos? ¿No se ve demasiada frialdad en el común alejamiento de este Pan de vida? ¿No resisten, con gran estupidez, a las invitaciones amorosas de la Santa Iglesia que no se cansa de inculcar a sus hijos, con lágrimas y con suspiros, que el Señor ha preparado esta mesa para ellos, que todo está listo, que Jesús los escucha, que está listo el alimento de vida eterna, que es necesario acercarse a esta Cena divina para huir del pecado, para huir de la muerte y que solamente Él puede corregir los numerosos desórdenes, los muchos peligros que reinan en su Iglesia, que se encuentren en la vía de la salvación?

Pero, grita en vano la buena y amorosa Madre; hay quien aduce un pretexto y quien de otra manera se excusa. Se encuentra desilusionada, como el siervo evangélico que, saliendo a la hora de la cena, para llamar a los invitados, sólo recibió excusos. Ninguno estuvo listo para acudir a la cena.  Todos, sin excepción comenzaron a disculparse.

 

Miren qué manera elegante usaron aquellos para librarse del compromiso. El primero dijo: he comprado un campo, es necesario que vaya a verlo; te ruego que me disculpes -, no puedo aceptar esta gentil invitación. Oh, cuánto lo siento, dice otro: - Acabo de comprar cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego que me disculpes -. Lo lamento, dice el tercero, pero su patrón ha elegido una mala ocasión; he tomado mujer y con toda franqueza, no puedo ir: Acabo de casarme y por esta razón no puedo ir . Y así e! pobre siervo, no encontrando ninguno que quisiese aceptar la amable invitación de su Patrón, se vio obligado a volver solo, para referirle lo que le había sucedido:  el sirviente al regresar contó todo esto a su Patrón.

 

Pero nosotros, detengámonos un momento a analizar la conducta de estos invitados ingratos y deshonestos. El Evangelio no los describe casualmente en el número de tres y no refiere sin razón sus excusas con tantos detalles. Si le creemos a San Agustín, los obstáculos que encontraron aquellos para no ir a la cena, son los mismos que impiden a una gran multitud de cristianos, la frecuencia a los Santos Sacramentos: o sea, la soberbia,  el interés y el placer, para no hablar de otras excusas o de otros defectos, porque según San Juan Apóstol, todos los otros vicios se resumen en estos.  Pues toda la corriente del mundo es: Codicia del hombre carnal, ojos siempre ávidos y gente que ostenta su superioridad· (1ª Jn 2, 16).

 

En efecto, pregunten a los soberbios porqué no frecuentan los Sacramentos; les dirán: 'Yo debo ocuparme en otras cosas, tengo otras cosas que hacer que estar en la Iglesia  o  en el confesionario. Debo pensar en el bienestar de la familia, en la apariencia, en el sostén de mis intereses y no quiero arruinarme por esto. Tengo aquella correspondencia, aquel empeño, hice aquella compra: no puedo ir: el Señor me perdonará.  Acabo de comprar cinco yuntas de bueyes. Te ruego que me disculpes. Y así se dejan pasar los meses y los años sin una comunión; y, ¡sabe el Señor si se cumple siempre el precepto pascual!

 

Preguntad a los avaros porque no se acercan a la comunión con frecuencia, sentiréis tantos pretextos que os aturdirán. Os manifestarán aquella compra, aquella correspondencia, aquel negocio que peligra, aquella ocasión que se pierde, aquel crédito por cobrar, aquel contrato por estipular, la familia que tiene mil necesidades, la tienda, el campo, la ciudad, el empleo, el oficio; en suma no hay remedio, no puedo, el Señor sabrá perdonarme. - Compré un campo y es necesario que vaya a verlo; te ruego que me disculpes -.

 

Y así, y muchas veces, cuando llega la Pascua, se cumple a las escapadas y ¡Dios sabe cómo!   Ellos enrojecerían si dijeran que quieren gastar su tiempo en galas, en modas, en apariencias, en conversaciones, en paseos, en bailes, en cantos, en diversiones, en placeres o en pecados; por eso, les dirán que están comprometidos y que no pueden ir.  Acabo de casarme y por esta razón no puedo ir. Digan, más bien, que aborrecen estos dones del cielo, que tienen náusea de este Pan de vida.

 

Miren qué necias son sus excusas, podría decir el siervo al primer invitado: está bien que haya comprado el campo, pero no es necesario ir a verlo en este momento, ven esta  noche a gozar de las gracias de mi Patrón y mañana podrás ir cómodamente a ver el campo. Y tú, señor diligente, ¿quieres probar tus bueyes de noche? No es una hora adecuada, mañana será de día, ¿por qué no quieres ir a lo de mi Patrón?  Atentísimo esposo, podría decir a! tercero, el haber tomado esposa no es una razón para no ir. Es más, puedes honrar la cena de mi Patrón con la nueva consorte. Si no lo haces, es mejor que digas que no quieres, no que no puedes. Así puede decirse a aquellos que no van: ¿Tienen negocios, están ocupados?; me alegro. Pero den a los negocios del cuerpo el debido tiempo y den un poco de tiempo también a los negocios del alma. 

 

Si no pueden acercarse a los Sacramentos un día, acérquense otro día; si no pueden hacerlo los días ordinarios, lo pueden hacer los días de fiesta y si dicen que no pueden  tampoco en éstos días, yo diría que no  quieren. Si estuvieran enfermos ¿no sería necesario absteneros de aquellas ocupaciones? ¿No lo harían entonces para ocuparos en cosas de mayor provecho. Pero, entonces ¿cómo por los beneficios, por la salud del mundo, breve, momentánea y fugitiva, se hace todo y no se quiere hacer nada por el alma, por el Paraíso y por Dios? ¿Y ustedes, desventurados, mundanos y voluptuosos, por qué no se acercan más frecuentemente a la mesa del Cordero Inmaculado, a esta celestial invitación? ¿Tienen todavía razones para permanecer alejados?

 

Sí, ustedes callan! Y los entiendo;  por desgracia no tienen razones. Están demasiados apegados a su mundo, a sus vanidades y a sus placeres; están demasiado embriagados de sus licores para acercaros a esta  mesa divina. ¡No, ustedes no pueden! Dicen bien, porque no es posible unir tanta abominación, con tanta santidad, tanta impureza con tanto candor, el infame Belial con el purísimo inmaculado Cordero, Jesucristo. El cielo los libre de contaminar con sus impurezas su preciosísima Sangre y su Carne pura y santísima.

 

Pero no crean, entonces, que esta voluntaria y mal nacida impotencia pueda excusarlos frente al Señor que los invita. No pueden unir sus placeres a la Mesa divina, no pueden dejar los bajos placeres para acercarse al Convite de Cristo. Pero si no lo hacen, entonces digan que no lo quieren, como los soberbios y los avaros.  Digan que no quieren, con firme voluntad y tiemblen  entonces, porque pueden  encontrarse con el desprecio del justo Señor, como lo encontraron los invitados del Evangelio.

Encendido de indignación aquel jefe de familia al ver con cuanta ingratitud fueron recibidas sus invitaciones, dijo: Pues bien, ve enseguida a las plazas y calles de la ciudad y trae aquí a los pobres, los inválidos, los ciegos y los cojos ¡trae a todos a mi cesa!. Lo hizo el buen siervo, y aún quedaba lugar. Volvió y el patrón le dijo: - Sal a los caminos y cercas y obliga a le gente a entrar de modo que mi casa se llene.

 

Yo admiro la bondad de este Patrón y me admira cuán grande es la bondad del Señor que, viendo como están lejos de su mesa, aquellos que él ha colmado de favores, llama a los pobres, los mendigos, los ciegos, los cojos, los defectuosos y no se rehúsa a alimentar de su carne y de su sangre al más vil de los hombres; es más, los mismos infames pecadores, cuando convertidos y arrepentidos se acercan e Él. Estoy maravillado de ver que Él, en cierto modo, los obliga e abandonar el pecado y con las gracias más eficaces los acerca a Sí mismo obliga a la gente a entrar.

 

 Pero, teniendo en cuenta a estos cojos, ciegos y defectuosos, más bien, yo quiero desengañar ciertas almas que, o demasiado sofisticadas o demasiado escrupulosas y quizás engañadas también de ciertos espíritus demasiado ignorantes sobre este punto o muchos otros, están alejadas del Pan eucarístico diciendo que son indignos, que han pecado demasiado, que pecan con frecuencia y que no pueden vivir con aquella santidad que sería necesaria pare acercarse más frecuentemente.

 

Alabo las precauciones, la humildad de estas almas devotas y no  desapruebo, con San Agustín, que el dejar alguna vez de recibir al Señor Sacramentado, por la humildad que nace del reconocerse totalmente indignos, puede serle tan agradable como el recibido devotamente. Pero desapruebo, detesto y aborrezco los principios de aquellos que piensan que obran mejor estando alejados que acercándose con frecuencia a este sacramento. Pero, ¿qué creen ser ustedes que quieren recibirlo dignamente? Y ¿cuándo será que podrán decirse a sí mismos que son dignos de recibirlo? Es más, ¿cuándo será que dejarán de reconocerse indignos? Y ¿no se dan cuenta que es soberbia aquello que creen que es  humildad? ¿No  se dan  cuenta que es vanidad, presunción, soberbia, aquello que creen profunda humildad?

 

Pecador, pecadora como soy, dicen algunos, temo faltar el respeto a un Dios tan grande. Aún después de haberlo recibido veo demasiado fácil mi recaída en nuevos pecados. Con estas malas disposiciones temo cargar mi conciencia de enormes sacrilegios, temo comer mi eterna condena, como me advierte el Apóstol.

 

Pero, díganme, por favor, ¿están contentos de haber pecado? ¿Se complacen en ello? ¿Aman todavía sus pecados? ¿Están decididos a no querer hacer nada de su parte para huir de ellos? Si es así, también yo les digo, huyan lejos de esta mesa divina, aléjense de un Dios tan santo y puro, Y tiemblen, no sólo por temor de profanar su Carne divina y su Sangre Sacratísima y no se atrevan a presentarse ante Él, en  sus venerados altares.

Ah, Padre, puede decir alguno, yo, más bien dolorido de haberlo ofendido, tiemblo pensando en mis culpes pasadas, estoy decidido a hacer mis esfuerzos para no recaer. Pero no dejo por esto de ser indigno. ¿Quieren decir, por tanto, que sienten su debilidad, su fragilidad? ¿Quieren decir que se sienten enfermos y desprovistos de armas contra el pecado?

 

Pero, díganme: ¿si no se alimentan, no morirán de hambre? Si no cuidan su enfermedad ¿no sucumbirán? Si no se arman contra los enemigos, no perecerán? y ¿qué otra cosa es Él, sino un alimento de vida y de vida eterna, como nos advierte Él mismo? - Mi carne es comida verdadera y mi sangre es bebida verdadera. Este es el Pan que bajó del Cielo. El que come de este Pan vivirá para siempre  (Jn 6,55). ¿Qué otra cosa no es, grita San Ambrosio, sino una medicina por la cual somos liberados de las enfermedades cotidianas, es más, un remedio de inmortalidad, como lo llama el mártir San Ignacio?

 

En fin, ¿no es Él una espada tremenda para nuestros innumerables enemigos espirituales? Le faltará fuerza, escribió San Cipriano, a aquel que no sea admitido y confirmado por la sagrada Eucaristía. ¿Por qué, entonces, no comer este Pan, por qué no usar este remedio, por qué no empuñar  esta espada?

 

¿Temen quizás, que los mundanos puedan criticarlos, reprenderlos, despreciarlos? ¿Qué responderían, si muriendo de hambre, quisieran reprenderos porque comen? ¿Si oprimido por graves enfermedades, no quisieran que usen las medicinas para sanar? ¿Si asaltado por mil asesinos, no quisieran que usen una espada para defenderse?

 

Si les preguntan ¿por qué comulgan con frecuencia? Respondan con San Francisco de Sales: Para aprender a amar a mi Dios, para purificarme de mis imperfecciones, para lavarme de estas miserias, para consolarme en tantas aflicciones y para buscar apoyo en tanta debilidad. Díganles,  agrego yo, que hacen lo que precisamente deberían hacer todos; los perfectos para estar siempre cercanos a la fuente de la gracia, los imperfectos para alcanzar la perfección, los fuertes para no debilitarse, los débiles para hacerse firmes y robustos, los ocupados porque lo necesitan, los desocupados porque pueden y deben hacerlo.

 

Tomen, tomen... tomen y coman, dice a todos. Todos, entonces, todos al Pan, al alimento de vida; porque quien lo descuida y quien no se acerca no puede esperar más que muerte.  A quien rehúsa frecuentarlo, sucederá como a los invitados del Evangelio que, estarán para siempre totalmente excluidos, como dice el Señor - les lo aseguro, ninguno de aquellos que yo había  invitado probará mi banquete.

 

¿Y por qué? Porque se hicieron indignos al rechazarlo. Es lo mismo para nosotros. Después del pecado, no hay nada que nos haga más indignos de recibir al Señor Sacramentado, que el estar alejados por mucho tiempo. Recuerden le que les decía al principio: que esta Cena es figura de la Cena eterna que Dios nos ha preparado en el cielo y que es como una garantía de aquella y entonces comprenderán que el distanciarse de ésta es como privarse del convite eterno, al cual somos llamados después de ésta y al cual nos invita el Señor con tanto amor. y para que no fuésemos engañados, nos asegura Él mismo que quien dejara de acercarse a Él, de alimentarse de su carne, de beber su sangre, morirá y morirá eternamente, porque en él no habrá más vida.

 

Digan, por tanto, ¿quieren la muerte o quieren la vida? ¿Quieren el Paraíso, el Paraíso de vida, de vida eterna? – Tomen y coman -. Acérquense con frecuencia y aliméntese de vida, y esta vida será para ustedes, - El que Coma este pan vivirá para siempre

¿Quieren la muerte, la perdición, el infierno?

 El infierno es suyo si rechazan o descuidan este Pan”.

                   

Predicaciones autógrafas, Volumen 4, Páginas 1 10-1 17