Familia Gianellina

19 de Abril de 1789: BAUTISMO DE ANTONIO GIANELLI

SAN ANTONIO MARÍA GIANELLI

19 de Abril de 1789: BAUTISMO DE ANTONIO GIANELLI

En el día del Bautismo de nuestro santo, los invitamos a recorrer pinceladas de su niñez, a través de los escritos de Salvador Garófalo, en su obra: “San Antonio Gianelli, Un gran obispo para una pequeña diócesis” de 1990.

 

“UN NIÑO ENCANTADOR”[1]

El escenario de la infancia y de la primera juventud de Antonio Gianelli fue un rincón de la Liguria sita en los Apeninos, severa y casi salvaje. Nació y vivió hasta los dieciocho años en Cerreta, un pequeño arrabal de diecinueve casas y unos ciento veinte habitantes dependiente del municipio de Carro, que dista tres cuartos de hora de camino. Cerreta estaba encaramada a cuatrocientos veinte metros de altura sobre la ladera de la colina, en la región del Apenino ligur oriental. El territorio circundante se cultivaba según un sistema de terrazas o bancales: las típicas fajas arrancadas a un mar de piedra por el tenaz esfuerzo de los campesinos ligures. Hoy lo que sobrevive de Cerreta entre el verde intenso es la antigua iglesita y la casa de los Gianelli, sencilla y severa como entonces, compuesta de seis-siete piezas, algunas muy estrechas. La habitación en vio la luz Gianelli conserva el pavimento y el techo de madera.

Los padres, Santiago Antonio y María de Toso, cultivaban alguna franja de tierra de su propiedad y los terrenos de una rica señora genovesa. Antonio fue el segundo de seis hijos, precedido por Juan y seguido de Vicente, Ana María, Dominica, que se retiró con las Agustinas de la Virgencita de Génova y Domingo. El padre era un hombre grave y honesto: “Bastaba decir Toño de Cerreta para dar a entender todo un caballero”, ha dejado escrito el sobrino don Santiago. La madre, una mujer religiosísima, sencilla y analfabeta. Tras la muerte del padre (23 de agosto de 1827), Gianelli, a la sazón arcipreste de Chiávari, confió a unos amigos que “la madre lo superaba en agudeza de ingenio en la misma proporción que el padre los superaba en el ejercicio de la caridad”. Una inteligencia natural, no rara vez más perspicaz que una mente atestada de cultura.

En el nacimiento de Antonio se produjo de repente un drama. Siendo ya inminente el parto, la madre, aquejada de un violento ataque de fiebre considerada infecciosa, estaba preocupada. Para granjearse la ayuda de Dios recurrió a San Vicente Ferrer, a quien estaba dedicado un altar en la iglesita de Cerreta. El 12 de abril de 1789, fiesta de Pascua, en aquel altar se celebraba la misa por las intenciones de la parturienta. Durante el “Gloria”, mientras los tañidos festivos se esparcían por el valle, el niño lanzó el primer vagido. En un apunte autógrafo de 1840, Gianelli escribió que en casa oía decir que había nacido por intercesión de San Vicente, del cual era devota la familia. Cuando, siendo joven sacerdote, comenzó a adquirir fama de gran predicador, fue fácil relacionarlo con el Santo que lo había asistido en el momento del nacimiento, celebérrimo predicador que arrastraba a las multitudes del sudoeste de Europa en el siglo XVI. Una semana después, el 19 de abril, se administró el bautismo al recién nacido con el nombre de Antonio por la devoción de los padres al taumaturgo de Padua, venerado en la Parroquia de Carro.

Para evitar el riesgo del contagio, la madre febricitante debió renunciar a amamantar al pequeño y no fue fácil encontrar quien la sustituyese, hasta que se ofreció espontáneamente una vecina de casa, Magdalena Gabrielli, la cual presumirá más tarde de haber alimentado “al cura Toñin” cuando estaba en pañales.

En Cerreta, la infancia de Antonio transcurrió tranquila en el nido familiar. Apenas mostró capacidad para ello, la madre comenzó a enseñarle las primeras oraciones y los rudimentos de la doctrina cristiana. En casa de los Gianelli, por la noche, rezaban juntos el rosario, que fue la primera oración larga de Antonio. De mente despierta y buen carácter, se mostró particularmente interesado por las prácticas de piedad en casa y en la Iglesia. El hermano mayor Juan, contaba que, a la edad de cinco años, Antonio, con ocasión de la fiesta de san Juan Bautista, a quien estaba dedicada la iglesia de Cerreta, dio la primera muestra de su soltura de lengua. Junto a la iglesia un campesino lo alzó sobre una pequeña pared invitándolo a predicar. Antonio no se descompuso y se despachó con un sermoncito oportuno y lapidario. Un hecho menudo, casi intrascendente, y que nos sabe a apología póstuma, porque lo poco que se conoce de los primeros años de Gianelli halla puntual correspondencia en su historia posterior. A medida que crecía manifestaba una inteligencia pronta y receptiva, una singular propensión al recogimiento y una dulce bondad. Alguien empezó a decir que era realmente una pena sacrificar un muchacho tan prometedor dejándolo en Cerreta, donde por falta de escuelas, todo lo que podía hacer era recoger leña para el hogar y cuidar los animales, mientras aguardaba a manejar la azada. Para su padre Santiago aquello no habría sido ningún drama: dos brazos más en el campo son, a su modo, una providencia; pero la madre, aconsejada por sacerdotes, consiguió que Antonio fuera enviado a Castello, que distaba de Cerreta aproximadamente una hora de camino. Allí, a falta de escuelas públicas, le podía dar instrucción algún buen sacerdote.

Su primer maestro fue don Antonio Arbasetto, quien en 1846, tras la muerte de Gianelli, y cuando ya se pensaba promover el reconocimiento de su santidad por la Iglesia, escribió sobre él: “Asistió a mi escuela cerca de dos años, hasta los ocho. Demostraba gran ingenio, era amante de la religión, y por lo mismo enemigo de diversiones infantiles; apenas salía de clase acudía a oír misa con devoción, luego se retiraba a mi casa y, una vez tomada la comida que traía consigo, se entregaba al trabajo de la escuela y se preparaba las lecciones de la tarde. Tras salir de la escuela después de la comida, se marchaba a casa y, según los informes que yo tenía, continuaba estudiando por el camino”.

Mañana y tarde hacía Antonio a pie el camino de ida y vuelta entre Cerreta y Castello, llevando consigo una provisión de pan de salvadillo y harina o de puches de harina de castaña. De retorno se entretenía en el bosque para recoger un manojo de leña. Por la noche, pobreza de la familia no le permitía el uso de una lámpara de aceite y seguía estudiando en un rincón del hogar a la incierta luz de la llama.

Conocemos sus primeros maestros y los juicios de éstos sobre la índole y el aprovechamiento del muchacho.[...] En 1846 don Ricci extendió un largo testimonio sobre el antiguo alumno: “El buen jovencito Gianelli se distinguió entre todos en el estudio y la piedad...se mostraba incansable en el estudio, corría encomiablemente por los caminos del verdadero saber. Su extrema dulzura y rectitud de corazón...hacía mis delicias y las de sus condiscípulos, todo los cuales envidiaban la suerte de poder rodearlo”. Sin ser arisco, era “amante apasionado del estudio y del retiro, rehuía a la camaradería con los compañeros y, después de clase, se retiraba solo a los lugares más solitarios para atender con mayor diligencia al estudio y a la piedad. Con felices resultados y celeridad hizo sus estudios en Castello hasta el primer año de retórica y, dado el raro talento de que estaba dotado, superó a todos sus compañeros en el estudio y en el saber, y era primero en ciencia, doctrina y especialmente en la ejemplaridad y en la religión”. Todo el pueblo de Castello lo señalaba con el dedo: “Su tenor de vida en Castello, por el espacio de unos ocho años, fue de hombre sensato, más angélico que humano, impropio de un jovencito, como era él”. [...]

Gianelli no ocultará nunca sus orígenes campesinos. En 1837, al trenzar el elogio de un docto y santo sacerdote con el que compartió el alma y los ideales, nacido también en el arrabal de un municipio de los Apeninos ligures de “padres honrados y virtuosos, sí pero rústicos”, tiene una reflexión que deja traslucir sus vicisitudes personales: “No deja de estar engañado el que se inclina a creer que también lejos de las ciudades, en los campos y entre los montes, no germina y no crece la virtud más robusta, y hasta los ingenios más refinados. Dios es buen padre de todos los hombres, y a todos provee con amorosísimo cuidado, y a aquellos a los que escatima algún don, los quiere compensar con otros equivalentes, y quizá mayores. Su Santo Espíritu, hablando con el lenguaje del Evangelio, sopla donde quiere, sin que sepamos dónde ni cuándo. Sólo por los efectos conocemos, al final, que la naturaleza no podía tanto con sus medios ordinarios, que intervino una fuerza superior, que cooperó el dedo de Dios”.

Los juicios de los primeros testigos de la vida de Gianelli sobre sus raras cualidades de mente y de espíritu se pueden confirmar palabra por palabra, basándonos en los documentos y en los hechos, por lo que respecta al Gianelli de los años sucesivos. Es que toda su vida fluye de una fuente que se convierte en río con un recorrido regular y tranquilo, sin estancamientos o desviaciones. Sus cualidades de fondo, naturales o adquiridas, se consolidarán y se enriquecerán con el correr de los años con un progreso constante y coherente sin cansancios: la inteligencia despierta y receptiva, la voluntad tenaz, la aplicación asidua, la seriedad de los propósitos, la conciencia de las propias aspiraciones. Lo mismo se debe decir de las cualidades de su espíritu. El precoz amor por las cosas de Dios, una llamita encendida por la madre, se convertirá en fuego devorador. La mocedad de Gianelli es también la estación de la siembra de Dios en una “tierra buena” que dará fruto abundante, en la medida evangélica del treinta, del sesenta y del ciento por uno. Del Reino de Dios dijo Jesús: “Es como cuando un hombre siembra  simiente en la tierra; él duerme toda la noche y se levanta por la mañana y la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después  el grano en la espiga. Cuando la cosecha está a punto manda en seguida las hoces, porque ha llegado la siega.” La estación dela siega para Gianelli fue la de la plenitud de un fruto que se llama santidad. Es decir, cuando un alma elegida y “trabajada” en secreto por Dios, de noche y de día, está madura para el gra



[1] GARÓFALO, Salvador; San Antonio María Gianelli; Un gran Obispo para una pequeña diócesis; Ediciones Gianellinas; Buenos Aires; 1990.Capítulo 1.