30º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO 27/10
«¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!»
La parábola del fariseo y el publicano presenta dos actitudes completamente opuestas frente a la salvación que proviene de Dios. El fariseo se presenta ante Dios, confiado en sus buenas obras y seguro de merecer la salvación gracias a su fiel cumplimiento de la ley: «Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias, etc.». La seguridad en sí mismo está expresada en su actitud y su relación con los demás hombres. «De pie, oraba en su interior y decía: ¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano». Se tiene por justo y su relación con Dios es la del que puede exigir: él ha realizado las obras que ordena la ley y Dios le está debiendo la salvación. El publicano, «se mantenía a distancia, no se atrevía a alzar los ojos al cielo y se golpea-ba el pecho diciendo: ¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador!»
La conclusión es que «éste bajó a su casa justificado y aquél no». Bajó justificado no por ser pu-blicano, ni por ser injusto, sino por reconocerse pecador y perdido; él no ostenta su propia justicia ni confía en su esfuerzo personal; confía sólo en la misericordia de Dios e implora de Él la salvación. Reconoce así que la salvación es obra sólo de Dios, que Él la concede como un don gratuito, inalcanzable a las solas fuerzas humanas.
El fariseo, en cambio, volvió a su casa sin ser justificado, no porque ayunara y pagara el diezmo, no porque fuera una persona de bien, sino por creer que gracias a esto es ya justo ante Dios y Dios le debe la salvación que él se ha ganado con su propio esfuerzo. Para éstos Cristo no tiene lugar; ellos creen que se pueden salvar solos. A ellos se refiere Jesús cuando dice: «He venido a llamar no a los justos, sino a los pecadores”.
ORACIÓN PARA DISPONER EL CORAZÓN
Aquí estoy, Señor y Maestro mío.
Soy toda oídos para Ti.
Soy toda escucha y deseo de acoger.
Soy pura indigencia que se acerca al Dador de todo bien.
Soy alma, respiro frágil
que necesita ser alentada y sostenida.
Soy cuerpo, manos que desean ayudar,
voz que desea sanar,
ojos que quieren mirar con ternura,
pies que suplican andar
por el único camino de la compasión y del servicio.
Convierte Tú, Señor, mi súplica y mi deseo
en mi verdad más profunda.
LEEMOS: Lucas 18,9-14
En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos ve-ces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo".
El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador".
Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.
CUANDO LEAS:
Continuamos con el capítulo 18 del evangelio de Lucas: más enseñanzas sobre la oración y, sobre todo, acerca de la vida. Si la semana pasada veíamos, a través de la parábola de la viuda obstinada, que la oración debe ser perseverante, hoy vemos que también ha de ser humilde. Pero, claro, alguien no puede orar humildemente si no es una persona humilde. Por ello, aunque la parábola se refiere al modo de orar soberbio o humilde de dos personajes, en realidad, el pasaje completo se refiere a la humildad como actitud existencial profunda, que afecta a nuestro modo de andar por la vida.
Por eso, los destinatarios de la parábola no son algunos que "cuando iban a orar alardeaban de sus buenas obras y despreciaban a los demás", sino a "algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás". La parábola es sólo un ejemplo de esa actitud altanera.
En la parábola aparece dos personajes contrapuestos: un fariseo y un publicano. El fariseo pertenece a una secta judía caracterizada por el estricto cumplimiento de la ley. Jesús no critica ese cumplimiento. Incluso puede resultar loable que alguien ayune dos veces por se-mana y comparta el diezmo de todo lo que tiene con otras personas. ¿Quién de nosotros da a los pobres el 10% de lo que gana?...
Estamos de acuerdo, por tanto, en que algunas prácticas de los fariseos eran ejemplares y no hay nada que objetar al respecto. Lo que a Jesús le parece reprobable es que el fariseo se creyera mejor que los demás y sintiera desprecio por los que no eran como él.
El publicano, por su parte, pertenecía a un colectivo mal visto en época de Jesús: se conside-raban "colaboracionistas" con el poder invasor romano. Cobraban impuestos y aduanas y, a menudo, caían en ilegalidades para enriquecerse a costa de los demás. Pero Jesús viene a decir en la parábola: "Y tú ¿qué sabes, realmente, de este publicano? Contra toda apariencia, este hombre despiadado puede sentir un profundo arrepentimiento, puede cambiar, puede estar más cerca de Dios que tú".
La parábola concluye de una manera sorprendente: el cumplidor se ha ido del templo como estaba, sin encontrarse con Dios ni experimentar ningún roce de la misericordia divina en su interior, mientras que el pecador ha experimentado un cambio. A éste sí que le ha tocado la bondad de Dios.
Y una segunda conclusión: el que se enaltece es humillado y el que se humilla es enaltecido. Un mensaje que ya encontrábamos en el Magnificat de María, al comienzo del Evangelio, y que será una constante en el mensaje de Jesús.
A estas conclusiones explícitas, presentes en el pasaje de hoy, yo añadiría otra: no compa-rarnos con nadie, no juzgar, no despreciar. Realmente nunca conocemos el interior del otro.
CUANDO MEDITES
• ¿Dónde me sitúo, en esta parábola? ¿Me veo reflejado en el fariseo o en el publicano?
• A nadie le gusta reconocerse en el fariseo. Está claro que todo buen cristiano ni pre-sume de sus obras ni desprecia a los demás.
• Y yo... creo que soy medianamente buen cristiano... Pero, ¿nunca me descubro juz-gando a los demás para mal...?
• Medita este cuento que recoge Anthony de Mello en "El canto del pájaro":
“De camino hacia su monasterio, dos monjes budistas se encontraron con una bellísima mujer a la orilla de un río. Al igual que ellos, quería ella cruzar el río, pero éste bajaba demasiado crecido. De modo que uno de los monjes se la echó a la espalda y la pasó a la otra orilla.
El otro monje estaba absolutamente escandalizado y por espacio de dos horas estuvo censurando su negligencia en la observancia de la Santa Regla: ¿Había olvidado que era un monje? ¿Cómo se había atrevido a tocar a una mujer y a transportarla al otro lado del río? ¿Qué diría la gente? ¿No había desacreditado la Santa Religión? El acusado escuchó pacientemente el interminable sermón. Y al final estalló: "Hermano, yo he dejado a aquella mujer en el río. ¿Eres tú quien la lleva ahora?".
CUANDO ORES Da gracias a Dios por la salvación que sólo Él nos regala, y pídele que te enseñe a vivir y a orar en la humildad.
Señor Jesús, hoy me invitas nuevamente a revisar mi actitud orante. Si mi oración no trans-forma mi vida ¿cómo será esta oración? ¿No será muy parecida a la del fariseo? Tal vez si, tal vez, no apunto mi corazón a tu corazón con constancia y firmeza.
Dame corazón de publicano; corazón de mendigo, pues mendigo soy, pero muchas veces no lo reconozco. Ayúdame Señor a bajarme, para poder identificarme contigo, y permitir que seas tú el que obres en mí, el que actúes y sea tu gracia el reflejo diario de tu quehacer en mí. Quiero entregarte todos mis pecados y miserias cada día, es lo único que puedo ofrecerte. Todo lo demás me lo das tú y a ti pertenece. Tú eres pura gratuidad y misericordia para con todos nosotros.
María es modelo de humildad ante el Señor. Ella, mejor que nadie, nos ha mostrado la realidad de un corazón abierto ante Dios; un corazón humilde, pobre y sabio.
TERMINEMOS ORANDO CON EL MAGNIFICAT.
Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora todas las generaciones me llamarán dichosa,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
El hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia,
como lo había prometido a nuestros padres
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.