Encontraron al Niño y postrándose le adoraron
Además
de los pastores, otros personajes decisivos completan en estos días la escena
de Belén. Se trata de los Magos. Los Evangelios no dice que fueran Reyes, pero
la tradición ha supuesto –con cierta lógica– que debían ser tales cuando llegan
a Jerusalén preguntando por el Rey de los judíos y cuando, además, son
recibidos por la máxima autoridad del lugar: el rey Herodes. Por otro lado, sus
regalos son los propios de un rey.
Tampoco
dice S. Mateo cuántos eran: “Unos Magos venidos de Oriente” (de ahí sus ropajes
persas). Esos Magos podían ser dos, cuatro, seis... Pero como fueron tres sus
regalos (oro, incienso y mirra), la tradición ha deducido que ese debía ser el
número de los que se reunieron en Belén. Lo que sí mencionan las Escrituras es
su profesión: eran magos, es decir, estudiosos de las estrellas y de sus
movimientos en el Cielo; y precisamente de ese oficio se valdrá Dios para
atraerlos –mediante una estrella– hasta el lugar exacto donde se encontraba
Jesús.
¡Que
gran misterio el de la Epifanía! Yacía Jesús en un pesebre y sin embargo, como
Dios que era, guiaba a los magos que venían desde el oriente. Se escondía en un
establo y se manifestaba a los Reyes.
En
esa carne mortal, en ese niño humilde, adoraron al Verbo de Dios: en su
infancia a la Sabiduría; en su debilidad a la Fortaleza; en sus pañales al Rey
de Reyes; y en su realidad de hombre, al Señor de la Gloria.
Con
sus dones los Reyes Magos predicaron a Dios a quien ofrecieron incienso, al Rey
merecedor del símbolo por excelencia de la realeza, el oro, y al hombre al que
un día habría que ungir con mirra.
Del
mismo modo, presurosos y dóciles, llevémosle nosotros la voluntad de servirlo y
de amarlo ante todo, mientras dirigimos al Padre la siguiente oración
"Señor, mira
bondadoso los dones de tu Iglesia
que no te ofrece ya
oro, incienso y mirra,
sino lo que por
estos mismos dones se proclama,
se inmola y se
recibe: Jesucristo, Nuestro Señor"