LA PASIÓN DE CRISTO
¿Quién será capaz de reconfortarme en este día de tristeza? Mirando a mi alrededor, no encuentro más que argumentos amargos y motivos para llorar.
La iglesia, despojada de toda ornamentación sagrada, y sin animarse casi a elevar los ojos al cielo, permanece silenciosa y sumergida en el gran dolor.
Ustedes, que con su presencia, son para mí motivo de alegría, hoy me expresan dolor y melancolía. Todo habla que este es el día en que Cristo murió. Me lo dicen las vestiduras litúrgicas que llevo: el Salvador del mundo está muerto, y ustedes están aquí para escucharme hablar de su Pasión y Muerte.
Pero, para hablarles dignamente, yo querría tener a mi lado, la imagen del Señor Crucificado. Mirar la Cruz, renueva en mí el espectáculo del Calvario: me parece ver al Señor chorreando sangre, pero recordando el amor con que Cristo nos amó, siento retornar la vida, la fuerza y el vigor.
Salve, Cruz santa, única esperanza, en este día de pasión. Haz que crezcamos en la gracia que el Autor de la vida nos ha dado, a través de ti. Cruz santa, precédenos hasta el Calvario, donde deseamos contemplar y llorar la muerte de Cristo, nuestro Redentor.
Entre todas las realidades que observamos sobre el Calvario, predomina sin duda, el gran sufrimiento y el inmenso amor que colman el Corazón de Jesús. Ellos son siempre vivísimos y donde uno sobresale, el otro se muestra grande y generoso.
Pero, para contemplar estos dos sentimientos, no sólo debemos recordar a Jesús en el Getsemaní, porque ellos están ya presentes en Él, desde su Encarnación.
Y si el dejarse a sí mismo en la Eucaristía, fue la prueba más bella de Amor ofrecida a los hombres, el dolor no es menos evidente cuando es traicionado por Judas y por tantos otros que después lo seguirían.
Comencemos mirándolo en el momento en que se despide de la Madre Dolorosa, y se aleja de los discípulos, en el Huerto de los Olivos, vencido por el dolor. Las traiciones, los insultos, los oprobios, los flagelos, las espinas, la cruz, los clavos, la muerte, todo el amarguísimo cáliz se le presentan allí.
El había deseado intensamente esta hora desde siempre, pero ahora su humanidad sufre todo su peso. Comienza, por tanto, a tener miedo y a temblar. Una afanosa tristeza se apodera de Él; comenzó a temblar y a tener miedo. Comenzó a estar triste y dolorido[2]. Y dice: “mi alma está triste hasta la muerte”[3]. Y vuelto al Padre, agrega: ”Padre, si es posible, aleja de mí este cáliz”[4]. Pero el Padre no lo escucha y no responde.
Va a buscar consuelo en los discípulos, poco distantes de Él, pero los encuentra sumergidos en el sueño, incapaces de sostenerlo, y vuelve a refugiarse en la oración al Padre.
Se presentan a su mente imágenes todavía más desilusionantes: ve delante de sí todos los pecados de los hombres. Muchos rechazan su amor, no acogen la salvación, continúan obstinadamente viviendo en el odio, en las traiciones, en la deshonestidad, en los sacrilegios, en las herejías, en la impiedad, en la hostilidad a sus enseñanzas. Jesús ve delante de sí mis pecados, los tuyos, los de cada uno y los de todos nosotros.
Le habría bastado observar esta triste realidad, para hacerlo llegar inmediatamente a la muerte! Y grita: “Padre, aleja, aleja de mí este cáliz”.
Sufrir y morir por quien no querrá acoger la salvación, por quien hará vano tanto amor, es, verdaderamente demasiado!: “Aleja de mí este cáliz!
El Padre no lo escucha, y Él dará la vida también por aquellos que lo rechazarán. Y entonces dice: “Padre, no mi voluntad, sino que tu voluntad se cumpla”!
Pedro, Santiago y Juan, ¿ustedes siguen durmiendo todavía? Vean en qué sufrimiento me encuentro! Despierten, ayúdenme; estén, por lo menos cerca mío si lo logran. Yo me siento morir! Mi alma está triste, a punto de morir. Pero no recibe la más mínima muestra de participación de los apóstoles; ellos continúan durmiendo!
Vuelve a orar al Padre y se le presentan nuevos motivos de mayor tristeza. (Así lo piensan los santos). Se presenta a sus ojos la inmensa multitud de aquellos que, no obstante la salvación ofrecida por Él, se condenarán. Bastaría una gota de su sangre, pero para ellos será inútil todo su sufrimiento, todo su amor, todo el cúmulo de gracia derramada!
Tantos que habrán aceptado su salvación, que se habrán lavado en su bautismo, que habiendo sido cristianos, llegarán a ser traidores de su mismo don de amor: la Eucaristía; y se condenarán: “Jesús cae con el rostro en tierra”[5] El sufrimiento sobrepasa toda medida! Es demasiado sufrir y morir por los hombres y no poder salvarlos! “Que se aparte de mí este cáliz! El Padre continúa callando, y el Hijo entonces grita: “si esto no es posible, que se cumpla, Padre, tu voluntad”[6].
La presión del sufrimiento se hace más atroz y sobre sus miembros temblorosos, corre el sudor de la sangre preciosa, que empapa los vestidos, riega la tierra: “Lleno de angustia oraba más intensamente y comenzó a sudar como gotas de sangre que corrían hasta el suelo”[7].
Ustedes, miserables, que quieren continuar viviendo en el pecado, he aquí cuánto le costaron a Cristo! Es su amor infinito por ustedes lo que lo atormenta de este modo. El amor que no le permite decir basta. Sepan que nada puede darle alivio si no es su conversión.
Y el ángel desciende para consolarlo, mostrándole todos aquellos que habrían aceptado su salvación.
¿Cómo nos situamos nosotros delante de Cristo? Si nos arrepentimos de nuestros pecados y caminamos hacia Él, seremos su más grande alegría, de otro modo, seremos el motivo de aquel sufrimiento.
Imaginémoslo por tierra, con la sangre que cae a gotas, y con el ángel, busquemos levantarlo, admitiendo nuestro pecado y proponiendo querer convertirnos. Obrando diversamente seremos peores que Judas, que se acerca para señalarlo a los soldados. Llega con aire de amigo, tiende las manos al Maestro y lo besa. Cristo no lo rechaza, lo abraza, lo besa como queriendo decirle que su maldad no puede ir más allá de la misericordia que Jesús todavía le ofrece.
En este discípulo inicuo, veámonos nosotros mismos, veamos a aquellos cristianos que en el bautismo se revistieron de Cristo, y después de haberlo seguido, después de haberse nutrido en la mesa de la Eucaristía, después de haberse robustecido con los infinitos dones de gracia, y de los mismos sacramentos, lo traicionan por sí mismos, por estupideces, por elegir otra cosa. Y aún como enemigos, se acercan a Él en la Eucaristía, para traicionarlo y ultrajarlo más todavía.
Observemos como los soldados, reconociéndolo por el beso de Judas, se abalanzan sobre Él, se apresuran a encadenarlo.
Ciertamente es insuperable el Amor de Cristo! Una sola de sus palabras los tira por tierra, demostrándoles que no es la fuerza lo que lo ata: Sólo el Amor, la voluntad de consumar nuestra salvación lo ata, lo arrastra, lo conduce.
Y todavía es el amor el que habla: ¡Yo soy el que buscan! Y si Pedro empuña la espada y le corta la oreja a uno de ellos, Jesús lo sana y amonesta al discípulo.
Tiende las manos y el cuello a las cadenas, recibe los salivazos, las cachetadas, los bastonazos, los puntapiés, inclina la cabeza, calla y camina. En Cristo es el Amor el que manda, el Amor es el que lo conduce.
Pasa de Anás a Caifás, del tribunal de Pilatos a la corte de Herodes, de una plaza a otra, de un territorio a otro. Es castigado como insolente, tratado como blasfemo. Es acusado por falsos testigos y vestido como trastornado, es golpeado, destrozado y despreciado.
Pedro lo niega por temor; los otros discípulos huyen lejos. Él continúa siendo burlado, ultrajado, no sólo por los soldados, sino también por el pueblo, por los escribas, por los fariseos, por los jefes, por los sacerdotes. ¡Qué cosas no soportó Cristo aquella noche y el día siguiente!
Él aparece como el gran malhechor del mundo, mientras compiten entre ellos para ver quién es capaz de provocarle mayor sufrimiento!
Él calla como cordero manso y se deja conducir porque así lo quiere su Amor.
Pilatos, reconociéndolo inocente, hace un mínimo intento para salvarlo. Bastaría que Jesús lo quisiera para liberarse, pero el Amor lo hace callar, lo conduce!
Aquel pueblo predilecto, su pueblo, al que había colmado de tantos favores, y que sólo unos días antes lo había aclamado, ahora está contra Él, y prefiere a Barrabás! Sea liberado Barrabás, muera Cristo!
Cuánta violencia debió hacer a su corazón para no fulminarlos con los rayos de su justicia, cuando gritaron: “que sea crucificado. Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!”[8]
Reprimió el grito de la justicia y lo dirigió sobre sí mismo. Aquel pueblo todavía no encuentra paz Qué dolor para Cristo!
Qué ingratos son aquellos que con sus pecados gritan: Viva barrabas y muera Jesús! No se dan cuenta que vendrá el momento de la justicia divina.
Los gritos intimidaron a Pilatos que, para aplacar su furor, entrega a la flagelación al inocente Jesús.
Juez inicuo, la tuya es una política infernal, ¿quién te enseñó una semejante justicia, condenado a aquel que tú mismo declaras inocente? Los soldados se abalanzan sobre Jesús, como si fuese una bestia feroz, lo despojan de sus vestidos, lo atan a la columna y con flagelos de cuero con puntas de acero, compiten entre ellos para ver quien lo golpea más.
Sólo ver la actitud implorante del que sufre, tendría que haber bastado para enternecer los corazones más duros y obstinados, pero los verdugos, se vuelven cada vez más feroces.
Jesús es presa de un gran temblor, su piel se llena de moretones, se lastima, deja brotar la sangre que riega el suelo, mancha sus manos, jirones de carne saltan por el aire. Se rompen las venas, se ven los huesos, pero para Él no hay ninguna piedad. Si desisten en el castigo, es solamente para que llegue vivo a la pena mayor, al tormento supremo de la cruz!
Después de tan cruel flagelación, lo envuelven en el manto rojo, tejen una corona de espinas y a golpe de bastones y guantes de hierro, se la incrustan en la cabeza.
Se suma dolor a dolor, hacen de Él un rey de burla, y continúan pegándole y escupiendo sobre Él. Si no hacen cosas peores es solamente porque no lo saben hacer o porque Pilatos se lo quita de las manos.
Jesús está reducido a un estado tal que verdaderamente daría pena, incluso a una bestia, y a este punto, Pilatos piensa que logrará aplacar a la muchedumbre, lo presenta diciendo: “He aquí al hombre!
A pesar de que Jesús está reducido a este estado, conserva todavía una mirada de amigo para Pilatos, para todos. Pero el pueblo grita: quítalo, quítalo! Que sea crucificado! No lo queremos ver más delante de nuestros ojos.
¿Eres tú el pueblo elegido, el pueblo escogido por Dios? ¿Esta es la fidelidad a la ley y a los profetas? ¿No recuerdas sus milagros, su predicación? ¡Tú matas a tu Salvador! Tú lo buscarás y no lo encontrarás!
Pero nosotros debemos mirarnos a nosotros mismos, con nuestros pecados, porque es con el pecado con que continuamos ultrajándolo!
Nuestro permanecer en el mal es su desnudez, son los vestidos de trastornado que lo cubren, son los flagelos, las espinas, los salivazos que le provocan ofensas.
Somos nosotros que con nuestros pecados, seguimos gritando: que sea crucificado, que sea crucificado!
A nosotros nos lo presenta, no Pilatos, sino la Iglesia, el Padre: He aquí su Rey, nuestro Salvador! Convenzámonos que si continuamos amando el pecado, nosotros seguimos gritando: ¡que sea crucificado!
Nosotros somos aún más responsables, y mientras el pueblo hebreo respondía que no tenía poder para crucificarlo, nosotros, con nuestro pecado, asumimos este poder.
Maldito pecado! Cuán indignos nos haces de nuestro Jesús. Infeliz aquel que se deja guiar más por el mundo y por el respeto humano, que por su fe!
Pilatos, aun habiendo reconocido la inocencia de Jesús, lo hizo flagelar por temor de perder el favor del César, y lo condena a muerte y a la cruz. Con el pecado, el hombre elige y prefiere el juicio del mundo al de Dios, repitiendo la misma condena de Pilatos, los mismos gestos de los verdugos, y la condena a la Cruz.
Jesús, al ver la cruz, recobra nuevas fuerzas porque es el objeto sobre el cual debe destruir el pecado; la abraza y se encamina hacia el Calvario, y sabe que aquel es el lugar de su triunfo.
Perdona al pueblo que lo insulta, a los soldados que lo golpean, estrecha la Cruz salvadora. Por los sufrimientos padecidos, por los dolores que siente en sus miembros, casi no puede mantenerse en pié, pero desea llegar hasta el final, llevando la Cruz, la arrastra con grandísimo, con intenso Amor…
Pero su fuerza física va decayendo, y Él cae bajo el pesado madero, y es obligado a levantarse a los golpes y a puntapiés de los soldados. Vuelve caer otras veces y se debe levantar siempre repitiéndose la barbarie de los soldados.
Ángeles santos, por qué no vienen en su ayuda? Pero Él tiene sobre sí todos los pecados del mundo, el se hizo pecado delante del Padre. ¿Qué hacen ustedes Apóstoles? Judas se suicida. Pedro reniega tres veces y después llora su infidelidad; los otros se dispersan.
María, se abre paso entre la gente. Ella sí está en condiciones de encontrarlo y seguirlo. Están las piadosas mujeres, que lloran y lo siguen hasta el Calvario, pero Jesús les dice: “no lloren por mí, lloren más bien por ustedes y sus hijos”. La Verónica se anima y le limpia el rostro lleno de sangre. Jesús agradece el gesto. He aquí el Cirineo: fue obligado a llevar la Cruz de Jesús.
Cristo llevó la Cruz; nosotros huimos de ella, no obstante que de ella nos viene la salvación. No sólo mantenemos lejos de nosotros todo tipo de penitencias, sino que rechazamos también aquellas cruces que el cielo nos manda; no somos capaces de llevarlas por amor a Jesús, las soportamos casi a la fuerza.
Jesús llega con dificultad al Calvario, allí ya están preparados con la cruz, los clavos, los martillo, y los otros instrumentos. Los otros dos condenados ya están crucificados y levantados en alto; ahora es su momento, como malhechor debe morir.
Fe santa, sostenme para que yo sea capaz de contemplar este angustioso espectáculo. Cuántos hombres, como lobos rapaces, se lanzan sobre Él, manso cordero. Quien le arranca los vestidos pegados a sus llagas, por la sangre coagulada, provocando el derramarse de más sangre, quien le traspasa los pies con los clavos y quien las manos para asegurarlo a la cruz; quien tira los brazos y los pies, quien asume el trabajo de levantarlo sobre la cruz. ¿Qué dolor podría ser más atroz?
Quien tiene corazón no puede resistir semejante desgarramiento. Y sin embargo, son tantos los que continúan levantando voces de insultos, de blasfemias y maldiciones, hasta desafiarlo:”baja ahora de la Cruz y creeremos en ti”[9]
Hombres inicuos, ¿no entienden todavía que libremente y por su propia voluntad llegó hasta allí? ¿No comprenden que si Él no lo hubiera querido, nada podrían haber hecho todas las legiones del mundo?, ¿no comprenden que con un solo acto de su voluntad, el mundo podría volver a la nada?
El sol se oscurece, la tierra tiembla, la naturaleza se cubre de tinieblas, en el aire resuenan los truenos, el mundo parece estremecerse, el velo del templo se parte en dos; las piedras se rompen, los muertos resucitan. Jerusalén se estremece y comienza a caer.
Pero Jesús sigue siendo “Amor para el hombre”, habla al Padre: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”[10]. Perdona todos los pecados del mundo y de todos los tiempos, ellos no comprenden el gran mal que se hacen!
Heme aquí blanco de la justicia. Soy yo el que pago por ellos! Soy yo pecado por ellos. Me abandono a Ti, Padre. Ninguno debe morir porque yo muero por todos.
Ten plena confianza, tú, ladrón arrepentido; Él tomará sobre sí tus culpas y con Él entrarás en el Reino del Padre.
Madre querida, tú no tendrás ya a tu Hijo sobre la tierra, pero tendrás otro en Juan: Ahí tienes a tu Hijo. En él están todos los hombres, todos mis fieles, protégelos como tus hijos. Juan: recibe en mi lugar a la Madre, es lo que me queda para donarte, junto a la salvación para la cual vine a la tierra.
Mi sed no se apaga con el vinagre, sino con su salvación. Esto deseo, esto quiero, esta es la sed que me devora: todo está donado, todo está consumado!
Padre, recibe mi vida, a ti te la confío: “en tus manos encomiendo mi espíritu”[11]. Te confío todos los pecadores. Este es mi deseo, que vengan a Ti. Tiembla nuevamente la tierra y las tinieblas la envuelven. Cristo muere!
Carísimos, considerando la Pasión de Cristo, es necesario rendirse a Él o renunciar a la fe. No es posible meditar cuanto ha sufrido, hasta qué punto nos ha amado y continuar ofendiéndolo o continuar en nuestro pecado,
No describí la Pasión de Cristo a los infieles, a los incrédulos, sino a los cristianos, a los católicos. ¿Cómo se puede encontrar entre nosotros un pecador no convertido?
El Evangelio nos dice que algunos entre los presentes, vieron como Jesús estaba muerto sobre la Cruz, los dolores a los que estuvo sometido, los signos del cielo y de la tierra, y lo confesaron Hijo de Dios; “toda la gente que habían acudido, después de ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho”[12] El oficial romano, viendo lo sucedido alababa a Dios diciendo: “verdaderamente este era el Hijo de Dios”[13]
José, Nicodemo, tienen prisa para quitar de la Cruz el cuerpo de Jesús y depositarlo en el sepulcro, después de haberlo cubierto con preciosos aromas.
Nosotros, cristianos, que con nuestros pecados fuimos la causa de tal muerte, ¿continuaremos haciéndole la guerra e insultándolo? Esto es lo que sigue haciendo el pecado: “con sus pecados crucifican de nuevo al Hijo de Dios”[14] Piénsalo con frecuencia, cristiano, tú tienes la posibilidad de hacer inútil el sufrimiento de Cristo. Pidamos perdón a Cristo, pidamos bendiciones para nosotros y para el mundo.
Déjense vencer por Cristo y felices ustedes si verdaderamente es así. Si permanecen en el pecado, aquella sangre cae sobre ustedes, pero ciertamente no como bendición y salvación. Arrepintámonos y pidamos perdón y misericordia.
Salvador del Mundo Crucificado, nosotros confesamos que fue nuestro pecado el que te clavó en la cruz, pero acuérdate que quisiste morir porque nos amabas, para darnos la vida. Ten piedad de nosotros y danos tu paz y que tu bendición, como signo de perdón, descienda sobre nosotros, confirme nuestro propósito de re-abrazar tu Cruz, instrumento de salvación, de meditar con frecuencia tu Pasión, para morir con tu nombre en nuestros la
[1] GIANELLI, Antonio, Prediche sul Vangelo, Vol. II, pp.49-58 (traducción Hna.Ma.de la Paz Rausch)
[2] Mc 14,25; Mt 26,37.
[3] Mc 14,25; Mt 26,37.
[4] Mt 26,39
[5] Mc, 23-24
[6] Mt 26,39
[7] Lc 22,44
[8] Mt 27,25
[9] Mt 27,40
[10] Lc 23,34
[11] Lc 23,46
[12] Lc 23,48
[13] Mt 27,54
[14] Hebr 6,6