HOMILIA PARA
EL DÍA DE PASCUA DE RESURRECCIÓN[1]
Si habéis resucitado
con Cristo,
buscad las cosas de
arriba,
donde está Cristo
sentado a la diestra de Dios.
Aspirad a las cosas
de arriba
y no a las de la
tierra
(Col 3,1-4)
Con solo recordar el
misterio de la gloriosa Resurrección de Jesucristo y pensar como Él resurgió de
las sombras de la muerte, a las cuales se sujetó, a fin de conquistar para
nosotros la verdadera vida y como también nosotros, en Él y por Él, hemos
resucitado de los eternos horrores de la muerte a la que nos había sujetado el
pecado, espontáneamente me surge el
pensamiento que ya predicaba a los fieles el Apóstol de los gentiles y que, a
menudo nos repite en estos días
Ustedes saben que el
pecado ha causado la muerte - El pecado entró en el mundo y por el pecado entró
la muerte -. Y fue una doble muerte, del alma y del cuerpo, y muerte eterna,
irreparable y sin salvación por parte nuestra, dado que a nuestros padres se
les anunció con las misteriosas palabras del Creador: - el día que coman de él,
morirán sin remedio - (Gen 2,17). Pero aquella salvación que el hombre no podía
encontrar por sí mismo, Dios la encontró en su Verbo, que, haciéndose hombre,
se ofreció a satisfacer por el hombre; tal fue el precio que Él pagó sobre el
altar de
No es este el lugar,
ni este el día para hablarles de los bienes superiores que Dios ha preparado en
el cielo para quien lo sirve y lo ama como corresponde; sólo diré que, como
enseñan, con la Iglesia, todos los Teólogos, los que han aprovechado el
beneficio de la redención humana que Cristo obró, al resucitar de la muerte,
sus cuerpos tendrán las cuatro insignes cualidades que se observaron en el
mismo cuerpo resucitado de Jesús. Serán ágiles como Él, que volaba de un lugar
a otro; es más, parecía más veloz que el pensamiento. Tendrán como Él aquella
sutileza misteriosa, por la cual, siendo cuerpo, y verdadero cuerpo palpable,
compuesto de huesos y miembros, como era antes de morir, entraba y salía por
puertas cerradas, aparecía, desaparecía y volvía como quería. Serán refulgentes
y bellísimos de aquella luz, que a Él lo envolvió sobre el Tabor, cuando
apareció como un sol ante los tres afortunados Discípulos y les anticipó una
especie de Paraíso; luz que, quizás vieron más de una vez, todos los discípulos,
después de su Resurrección y especialmente cuando se separó de ellos para irse
al Cielo. Y finalmente estarán llenos de aquella feliz inmortalidad, por la
cual como Cristo, no solamente no estarán sujetos a la muerte, sino que serán
liberados de todos los males que frecuentemente acompañan esta vida mortal y
que la hacen tan mísera e infeliz, que muchos la encuentran más insoportable
que la misma muerte. No solamente estarán exentos de todos los males, de todas
las necesidades, de todos los peligros, de todos los temores (lo que sería para
nosotros una inmensa felicidad), sino que serán ricos y abundarán de todo bien,
de todo gozo, de toda delicia, y serán tales que, no solamente no somos capaces
de expresarlo, ni siquiera de pensarlo (nos asegura San Pablo, que vio en algún
modo, y probó - El ojo no ha visto, el
oído no ha oído, a nadie se le ocurrió pensar lo que Dios ha preparado para los
que lo aman).
Les baste saber (para
no alargarme en cosas que, con todas nuestras palabras, no se pueden expresar),
que nuestro cuerpo, sin dejar de ser cuerpo y verdadero cuerpo, será de tal
modo, purificado y, en cierto modo, espiritualizado, que gustará las delicias
del alma, puesto que el alma gustará y vivirá las delicias mismas de Dios. Por
eso, quizás, el real profeta David, sin distinguir más el alma del cuerpo,
decía a Dios en aquellos sus felices éxtasis, que Dios, un día saciaría a sus
siervos, no en la fuente, ni en el riachuelo, sino en el torrente de sus
delicias. He aquí, por qué los Santos y por qué la Iglesia, al celebrar este
gran día, que entre todas las solemnidades de la Iglesia es la máxima, no sabe
contener el júbilo y la alegría, y hace resonar en el aire los tan festivos y
repetidos ¡Aleluya! En
Esperan vivamente que
pronto serán como Él, ágiles, sutiles, espléndidos e inmortales. No sólo
aspiran, sino que suspiran por el feliz momento de terminar esta vida, para ir
rápidamente con el alma, y luego cuando Dios quiera, también con el cuerpo, a
gozar la eterna vida que Jesús mereció para ellos con su muerte. No cesan, por
tanto, de exclamar con el mismo S. Pablo, ¿quién me liberará de la cárcel de
este cuerpo de muerte, así pronto vuelo hasta aquel Jesús por el que tanto
suspiro?
Ahora comprenden
quizás, porque el Santo Apóstol decía a los fieles, que si habían resucitado
con Cristo, no debían pensar más en las cosas del mundo, sino sólo pensar en
gustar las del cielo. A San Pablo le parecía que un cristiano, respecto a los
infieles, era un hombre ya resucitado, es decir, resucitado con el Bautismo a
nueva vida, si bien no todavía a la inmortal, a la cual estaban destinados y de
la cual tenía una garantía en Jesucristo resucitado y ya glorioso y triunfante
a la derecha del Padre, a la cual nos llama y nos invita y que, casi
extendiéndonos la mano, parece decirnos: ¿Por qué tardan tanto? ¿Por qué no vienen
donde está Cristo sentado a la derecha de Dios? Le parecía que un cristiano,
que todavía busca, anhela, suspira y se deleita con las cosas de este mundo, no
está todavía resucitado de las tinieblas de la muerte que en nosotros infundió
el pecado, y por el cual, olvidada la verdadera vida, se dedica a buscar su
felicidad en los bienes sensibles de este valle de llanto, que es lugar de
muerte. Le parecía que un hombre así no fuese todavía totalmente cristiano; y
por eso les decía y nos dice a nosotros: Si es verdad que han resucitado con
Cristo, o sea, si son verdaderos cristianos, háganlo ver con la gran prueba de
no buscar, ni gustar más las cosas del mundo, sino solamente las del cielo. -
Si han resucitado con Cristo, aspiren a las cosas de arriba y no a las de la
tierra -.
Escuchen como él,
para explicar mejor su concepto y para persuadirnos, nos dice que un verdadero
cristiano está como muerto al mundo y su vida no debe figurar más entre los
mundanos. Su vida debe ser tan semejante a la de Cristo, que parezca una misma
cosa con Él y con Él totalmente escondida en Dios. – Pues ustedes han muerto, y
su vida está ahora escondida con Cristo, en Dios -. Casi como decir que
nosotros debemos vivir en el mundo como si ya no fuésemos del mundo, como si
estuviésemos solo para pasar y correr veloces, como quien aspira a salir
rápidamente de esta tierra cruel, para alcanzar cuanto antes la patria
celestial. Somos peregrinos, gritaba en otro lugar, somos peregrinos y estamos
todavía lejos de nuestro buen Dios por el cual suspiramos.
Yo sé bien, mis
hermanos, que estos deseos, estos suspiros, estos arrebatos amorosos, este perfecto
desprendimiento de toda cosa de aquí abajo y este continuo anhelar el cielo y a
Dios, no es de todos, sino sólo de ciertas almas privilegiadas que, dadas a la
carrera de la perfección cristiana, ya no piensan más que en conseguirla. Sé
que una tal carrera es digna de todos, pero no todos están obligados a
conseguirla para ser salvados. Pero sé también, y ustedes no lo deben ignorar y
por eso lo predico con el mismo Apóstol y doctor de los gentiles, que todo buen
cristiano debe tener siempre presente en el espíritu que ha sido creado por
Dios, a semejanza de Dios y para ser eternamente de Dios; que si el infernal
insidiador, a través del pecado, lo había separado de Dios y condenado a la
perdición eterna, el Unigénito Hijo de Dios, Jesucristo, ha venido a salvarlo,
lo ha redimido con su propia sangre, lo ha restablecido en la gracia divina y
por tanto, al antiguo derecho de la herencia paterna, que es el Paraíso; que en
Jesucristo, y especialmente en su Resurrección, tenemos la prueba más cierta de
ir a gozar un día con Él, no solamente con el alma, sino infaliblemente también
con el cuerpo, que ciertamente no será igual a Él en la gloria, pero será de
alguna manera semejante a Él; que, en consecuencia, es indigno de tanta
predestinación y de tanta gloria, aquel que la olvida y, entregado a los bienes, a los placeres, a las
vanidades de la vida presente, no piensa, no estudia, no anhela y no se ocupa
cuanto sabe y cuanto puede para conseguir la eternidad; y que, por eso, la
exhortación apostólica, que en estos días nos hace sentir la Iglesia, no es
solamente para los perfectos, ni sólo para aquellos que aspiran a la perfección
o deben aspirar a ella, como somos nosotros sacerdotes, sino que es para todos
los que, mediante el Bautismo y los otros divinos Sacramentos, han resucitado
con Cristo, que es lo mismo que decir, son cristianos: todos ellos no deben
estar más apegados a la tierra, sino al Cielo; no deben afanarse más por
hacerse ricos, por hacerse grandes, para darse a la buena vida, para hacerse aplaudir,
sino que deben estudiar, afanarse y sacrificarse para no perder el Paraíso,
donde ya reina su Cristo, que los invita y espera para vivir y reinar
eternamente felices con Él.
Si han resucitado con
Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de
Dios. Aspiren a las cosas de arriba y no a las de la tierra -.
¿Qué más diré
entonces, mis queridos hijos, qué más diré a todos aquellos que tanto se
pierden en torno a los negocios y a los intereses mundanos, que ya no piensan más
en el Paraíso, como si no fuese para ellos? ¿Qué diré a aquellos que tanto se
dan a las ambiciones, al orgullo, a la vanidad y al empeño de figurar en el
mundo, como si en el mundo debiesen estar para siempre y no fueran peregrinos
en marcha hacia la eternidad? ¿Qué diré a los que, olvidados de Dios y del alma
y reducidos a la condición de animales, ya no piensan más que en alimentar sus
brutales apetitos y, muy lejos de suspirar por el Reino de Cristo, parecen
abominar o despreciar a Cristo y su Reino? ¿Qué diré a aquellos desagradecidos,
ingratos con Dios que, a preferencia de tantos otros pueblos, los ha hecho
nacer en el seno de su amada Iglesia, y ellos, enemigos de
Yo no puedo decirlo,
mis hermanos, yo no puedo decirlo. Es más, debo decir con gran amargura, que de
cristianos sólo tienen el nombre y el carácter bautismal para su mayor
confusión; que muy lejos de estar resucitados en Cristo, lo han traicionado
mucho peor que Judas y peor que todos los judíos, lo han crucificado; que
precisamente con su nombre de cristiano y la vida anticristiana y libertina,
continúan, por su parte, atormentándolo, destrozándolo, crucificándolo y
dándole muerte.
¡Desgraciados! Él ha
hecho todo, ha soportado todo y nada ha ahorrado para salvarlos; ellos parecen
vencer en todo y despreciar todo, es más, no se ahorran nada en su perdición.
¿Qué queda por hacer con estas almas desgraciadas y pervertidas? Ninguna otra cosa, mis queridos, más que
rezar, pero rezar vivamente por ellos e invitarlos a regresar. Hermanos pecadores,
vuelvan a Dios, entréguense a Dios; pero sólo a Dios y entonces verán cuánto
será más dulce y placentero darse a Dios y cuán amargo y desagradable el
haberse separado de Él y haberlo abandonado. Vuelvan a Dios, pero no tarden,
que es demasiado peligroso el retardo y demasiada bella la ocasión que tienen
para hacerlo en estos días de observancia pascual, para que no la posterguen.
¿Cuándo lo harán si no lo hacen ahora? Vuelvan a Dios, pero pronto, rápido y
sin retardarlo.
Pero, para no
profanar gravemente el santo júbilo de este día, yo me dirijo ahora a ustedes,
almas afortunadas que, mediante la divina gracia, habiendo resucitado con
Cristo a nueva vida, ya no tienen el corazón atado a los bienes mezquinos de
esta tierra, sino que suspiran por los del Cielo, donde Jesús ya vive
glorificado. Ustedes estáis ciertamente todavía en la tierra y aún ligados a
tantas necesidades de esta vida, pero saben que son peregrinos; ustedes arrastran
con pena las cadenas que los tienen amarrados todavía a esta miserable
esclavitud pero esperan impacientes el momento de verse liberados.
¡Afortunados, ustedes!
Continúen
desprendiéndose del peligroso mundo, sigan despreciando estos miserables
objetos que no son más que tierra y van a terminar todos en el fango y estudien
siempre como entender mejor, como apreciar mejor y gustar los bienes del cielo,
que duran siempre, que hacen feliz para siempre a quien los posee; los bienes
del cielo que Jesús les ha adquirido con
Sigan viviendo de la
vida de Jesucristo, que es precisamente la verdadera vida y no teman porque
pronto llegará el día, en el que ustedes también serán parte de su Gloria; y
el mundo, que los despreciaba, como lo
despreció un día también a Él, atónito, envilecido, confuso, deberá, a pesar de
todo, aplaudir sus triunfos.
Tú, Jesús mío,
triunfador de la muerte y del pecado, que no tuviste dificultad en sacrificarte
por nosotros en