La vida de
la Hna. Ma. Crescencia Pérez, se
desenvuelve en el breve arco de tiempo
de 35 años, entre el 17 de agosto de
1897 y el 20 de mayo de 1932, y
en áreas geográficas muy circunscriptas de la Argentina centro-oriental y de
Chile septentrional.
En la primera nación, donde nace de emigrantes
españoles, en san Martín de la Provincia de Buenos Aires, vive hasta marzo de
1928 cuando se tras-lada a Chile, donde, sin volver ya a su patria, después de
una larga y dolo-rosa enfermedad probablemente contraída con anterioridad,
trabajando entre los enfermos del Sanatorio de Mar del Plata, concluye el
propio camino terreno en Vallenar, en la local comunidad de las Hijas de María
Santísima del Huerto, entre las cuales había hecho su ingreso poco menos de
diecisiete años antes.
La suya ha sido, como veremos
más adelante, una vida no rica de
aquellos acontecimientos exteriores que dejan huella en los anales de la así
llamada, historia civil, que, en aquellos mismos años y en los mismos lugares,
han registrado numerosos hechos que eran
la lógica consecuencia de las profundas
transformaciones y laceraciones religiosas, políticas y socia-les que se
estaban consumando en la sociedad. La
Hna. Ma. Crescencia pasó indemne a través de estos hechos, escondida en la observancia de una regla
elegida al acoger la llamada del Señor que la invitaba a consagrarle la propia existencia.
Como tendremos oportunidad
de comprobar, la suya ha sido una vida
de grandísima riqueza interior; una vida que aparece como transfigurada y
literalmente consumada en la donación a Dios y a los prójimos, en particular a
los enfermos. Este era y este es el espíritu de las religiosas gianellinas;
éste ha sido eminentemente el espíritu de la Hna. Ma. Crescencia Pérez.
Nació en San Martín, provincia de Buenos Aires, a la una de la mañana,
del 17 de agosto de 1897 y fue bautizada
con el nombre de María Angélica, el 12 de septiembre del mismo año en la
parroquia de Jesús Amoroso de la misma ciudad .
María Angélica fue la quinta de los once hijos de Agustín
Pérez y de Ema Rodríguez, entrambos emigrados en Argentina de la nativa España
.
Las condiciones financieras de
los padres, así como la de muchísimos otros emigrados en aquellos años particularmente
míseros y dolorosos, eran más que modestas y continuaron, en definitiva, en
esta situación, man-teniéndose siempre en un nivel de vida de decorosa pobreza
.
Agustín era un experto
electricista, y como tal se ganó la vida durante un cierto período , pero
después tuvo que adaptarse a trabajos agrícolas en campos arrendados, ayudado
por Ema, en tanto esto era compatible con sus condiciones de salud minada por
problemas respiratorios y con las
crecientes y siempre mayores incumbencias domésticas.
Aparte esto, la precariedad del
trabajo obligó a la familia a una serie de peregrinaciones - y, antes del
nacimiento de la Sierva de Dios, hasta a una nueva expatriación en el Uruguay -
que se prolongaron en el tiempo prácticamente hasta la víspera de la muerte de
Agustín, acaecida en Pergamino el 7 de septiembre de 1918 .
Pero si esta fue la nada
envidiable situación social y económica de los padres de la Sierva de Dios, los
mismos, especialmente la madre, podían gloriarse de una fe profunda y sólida
que trasmitieron a todos sus hijos como primera y mejor herencia junto con el
ejemplo mismo de su vida , cosa que no dejó de dar sus frutos desde el momento
que, además de la vocación de María Angélica, florecieron también la de Aída y
la de José María, que llegaron a ser respectivamente, religiosa gianellina con
el nombre de Hna. María Sofía y sacerdote .
Las oraciones en común,
particularmente la recitación cotidiana del Rosario , eran consideradas de
fundamental importancia para la fe y la unidad de la familia, como asimismo la
asistencia a la Misa Dominical, frecuentemente
nada fácil, por las adversas condiciones atmosféricas y por la distancia
a que se encontraba la Iglesia
María Angélica, en la vida
familiar, era el encanto de los suyos por la ternura y delicadeza con que
procuraba adivinar los deseos de todos y por las atenciones que tenía con cada
uno. Sus caricias filiales disipaban las preocupaciones del papá y, como
hija mayor, aunque había varios varones antes que ella, ayudaba a la
mamá en el gobierno de la casa y en las tareas domésticas.
Cuando volvía del colegio, en
lugar de jugar o descansar, como hacían otras niñas, María Angélica trataba de
ayudar a todos. Su papá, a veces, la reprendía dulcemente temiendo que tanto
trabajo extra le hiciera daño. Ella, con toda humildad, contestaba: ‘¿no ves
que lo puedo hacer’?.
Ya desde pequeña - recuerdan
padres y hermanos - tenía una personalidad privilegiada. Llena de bondad, muy responsable y servicial.
Tolerante, paciente, alegre, humilde, obediente. Solían decir que su pa-labra se imponía por
la bondad y convicción con que la expresaba.
Estaba muy ligada a su mamá, de quien, de algún modo, fue brazo derecho
en las tareas de la casa” .
Mientras tanto María Angélica había comenzado a frecuentar la escuela,
primeramente en un colegio del estado y luego, presumiblemente a partir de 1907
y como interna junto con su hermana Aída, en el Instituto que en Pergamino
tenían y tienen todavía las Hijas de María Santísima del Huerto .
Terminada la escuela primaria María Angélica permaneció en el Instituto
para aprender costura y bordado y conseguir el diploma de maestra de labores,
que de hecho consiguió, con el máximo de los votos y la calificación de
“sobresaliente con mención” el 13 de diciembre de 1914
En este mismo período recibió la primera comunión y en septiembre de 1910 fue confirmada.
Habitualmente retornaba en familia con ocasión de las vacaciones,
mientras los suyos, en particular la madre, iban a visitarla por lo menos dos
veces al mes y además los vínculos
familiares a los que la Sierva de Dios siempre se tuvo de un modo ejemplar
estaban también reavivado por una
correspondencia epistolar , lamentablemente perdida.
Todos los que la conocieron durante aquellos años de formación, han conservado
de ella un vivísimo recuerdo de “persona muy simpática, amable y cariñosa” que
“se distinguía por su compañerismo realmente ejemplar” y que “impregnaba una
serena alegría y sin ruido” . “Muy dócil con las Hermanas y muy obediente
siempre dispesta a ayudar a todos” . “Le gustaba jugar, ayudar en la cocina,
hacer bordados”
Encontramos también recordado su sentido de responsabilidad que movía a las Hermanas, que por otra parte
ya la señalaban como modelo a confiarle varios encargos e incumbencias:
“Concretamente ella ayudaba en la atención de las chicas internas, en la higiene,
el cuidado de ellas, la enseñanza del catecismo y de las oraciones” . “Como
el Hogar era sumamente pobre, no se
podía costear los gastos de una celadora para atender a las pupilas, por eso,
mientras las Hermanas hacían sus oraciones de regla y asistían a la Santa Misa,
una de las niñas mayores debía atender a las de-más. La designada, no lograba
entenderse con ellas, las acusaba a
la Madre superiora y perdían el premio
prometido por su buen comportamiento. Decidieron presentarse ante la Madre
superiora y plantearle el problema, pidiéndole que cambiaran a la alumna
indicada para atenderlas. Pusieron en su lugar a la que luego fue la Hna.
Crescencia.
Desde entonces todo cambió. La dulzura, la bondad y comprensión de la
Hermana, (cuando aún era alumna del Hogar) lograron que todas se portaran
correctamente y nadie perdió el premio merecido por su comportamiento” “Y era sacristana y arreglaba la
capilla” del Instituto. Incumbencias y
encargos que María Angélica siempre desempeñaba con dulzura, con amabilidad.
Encontramos además recordada su profunda piedad y su vida de oración ,
definidos “elementos descollantes de su personalidad” su caridad y su humildad que veremos mejor tratando específicamente de
las virtudes .
María
Angélica nace, el 17 de agosto de 1897,
en San Martín del Gran Buenos Aires.
La familia Pérez,
española de origen, fue la típica familia de inmigrantes que vivió
alternativamente, como verdadera
aventura comprometida, las dos
formas que la inmigración asumió en Argentina: urbana y rural. En el área
urbana, expuesta a los problemas del trabajo y de la vivienda que la urbanización lleva consigo, y en el área
rural, después de la década del 80, la inmigración vio muy limitada la
posibilidad de acceder a la posesión de la tierra.
Instalada primero en Montevideo,
según la afirmación de Agustín, la
familia Pérez, volvió a la Argentina en el año 1902 y se radicó en el Gran Buenos Aires, en la ciudad de San
Martín. De allí pasó a la Capital Federal
alquilando
una vivienda en la calle Tucumán, y en 1905 se fueron tierras adentro en la
Provincia, para radicarse en Pergamino, cuando los proble-mas de salud de la madre Ema así lo
exigieron. Este punto lo refiere Agustín:
“El médico
dijo a mi finado padre un día: si no saca a esta señora de aquí, va a durar muy
poco; va a tener que llevarla al campo”.
En aquellos campos de Pergamino
y de la vecindad, la familia Pérez, fue una de las tantas familias de chacareros arrendatarios y como tal llevó
una vida bastante azarosa, pasando de aparcería en aparcería. Una familia que
al cultivar los valores cristianos transformó las dificultades y las cruces en
camino de purificación y de creatividad.
Esta situación la describe José María:
“Desde el punto de vista social y económico
debieron asumir serias y por momentos graves dificultades, desde los orígenes
de su vida matrimonial y familiar, dado que los momentos eran difíciles. Ellos
venían desde el extranjero, de España, y a pesar de contar mi padre con una
profesión que le hubiera redituado muy favorablemente, ya que él era técnico
electricista y trabajó en la CADE(Compañía Alemana de Electricidad), sin
embargo debió dirigirse al campo, ocupándose en tareas rurales, en las cuales
no era experto, a raíz de la enfermedad de mi madre”.
En la vida de la Sierva de Dios
el hogar fue una pieza clave para la siembra y el cultivo de su fe, de su vocación y de su estatura
espiritual. Una familia numerosa y de muy pocos recursos económicos, pero rica
de fe y de cordialidad. Escuchamos lo que a este respecto dice José María, el
último de los hijos varones:
“Éramos siete hermanos, cuatro
varones y tres mujeres, y al ambien-te familiar era básicamente lleno de
fraternidad, de cordialidad entre nosotros y con nuestros padres. De modo que
en este clima de pobreza material pero de alegría interior, se desarrollaron
los primeros años de las Sierva de Dios, la Hna. Ma. Crescencia”.
Y el sobrino, Padre Carlos A.
Pérez, afirma:
“Don Agustín y doña Ema tuvieron
once hijos. El ambiente familiar estaba constituido por los padres y un total
de siete hijos, ya que hubo otros cuatro que fallecieron... De los siete que
quedaron, cuatro eran varones y en este orden de edades: Emilio, Antonio,
Agustín y José María, y las tres hermanas fueron: María Angélica, Aída y María
Luisa”.
Merece un recuerdo especial la
figura de esta mujer fuerte en su debilidad, que supo plasmar el alma de sus
hijos e infundirles la fe y el amor a la oración. Le damos la palabra a
Agustín:
“...
gracias a la madre nosotros somos lo que somos. Si no fuera así no seríamos
nada. A los dos, también a nuestro padre y no solamente a ella. Pero sobre todo
a ella... El rosario de la noche no lo olvidaba nunca; lo rezábamos juntos
todas las noches en familia”.
María Angélica
(tal era su nombre de pila) fue la
quinta de un total de 11 hijos (de los cuales cuatro murieron a temprana edad
Recibió el agua del bautismo en
la iglesia parroquial de Jesús Amoroso, de la localidad de San Martín, el 12 de
septiembre del mismo año. Sus padres,
profundamente cristianos, fueron realmente los iniciadores de la fe en sus
hijos, a quienes, como mejor herencia, dejaron el testimonio de una vida
cristiana ejemplar. Como expresión de
aquellas vivencias, tres de sus hijos se consagraron al servicio de Dios. María
Angélica y su hermana Aída, fueron
religiosas del Instituto de las FMH; José María, el menor, sacerdote. La oración familiar, sobre todo el rezo del
rosario en honor de la Virgen María,
realizada en común, fue el elemento básico para la fe y unidad de la
familia. En este ambiente creció María
Angélica, poniendo su confianza en Dios Padre, providente y autor de todo bien
y fue madurando su vocación.
Junto con ella catorce jóvenes
candidatas presentaron solicitud para vestir el santo hábito e ingresar en el
noviciado del Instituto de las Hijas de María Santísima del Huerto, entre ellas
María Angélica Pérez. "Con gran alegría de su corazón, pudo vestir el
santo hábito el 21 de septiembre de 1916, cambiando su nombre por el de María
Crescencia, según costumbre de la época.
La Sierva de Dios emitió los
primeros votos el 7 de setiembre de 1918:
”ocasión en que coincidía la muerte de su
padre y por lo tanto el alma de la Sierva de Dios fue afligida con mucho dolor
en esa oportunidad; no pudo participar en su profesión simple ninguno de los
miembros de su familia a raíz de la muerte de su papá”.
A lo largo de su vida la Hermana
M. Crescencia Pérez vivió plenamente y en toda su amplitud el único, aunque
bifacético carisma del Instituto y lo
fue haciendo realidad en la medida de sus posibilidades y según le iba siendo
indicado por la obediencia.
Al comienzo fue educadora. Tomó
a su cargo la catequesis de las niñas pequeñas y la enseñanza de labores y
manualidades en el Colegio que la Congregación tiene en la calle Rincón e
Independencia, de Buenos Aires. Allí vivió como humilde maestra sus
experiencias iniciales de religiosa profesa.
La devoción al
Sagrado Corazón de Jesús fue una nota distintiva de la piedad de la Sierva de Dios. Sobre todo difundió con mucho
empeño la práctica de los primeros viernes de cada mes. Demostraba su devoción al divino Corazón viviendo, sobre
todo, estas dos virtudes: la mansedumbre y la humildad. Con la devoción al
Sagrado Corazón entraba su fervor eucarístico tantas veces comprobado a través
de toda su vida.
También fue
muy propia suya la devoción a María bajo el título del Huerto, como era lógico,
perteneciendo a un Instituto que lleva su nombre. A entrambas devociones se agrega la del santo
fundador Antonio María Gianelli, canonizado por Pío XII el 21 de octubre
de 1951.
Con estas
devociones la Hermana María Crescencia cerrará luego los ojos a este mundo,
dialogando con el divino Corazón de Jesús, recibiendo la bendición de la
Santísima Virgen María y viendo al Niño Dios como desprendiéndose de los brazos
de su Madre para allegarse a ella; y al santo Fundador haciéndole compañía en
repetidos encuentros.
Después de la profesión
religiosa, la Hermana Ma. Crescencia permaneció un tiempo en la Casa Provincial
de Buenos Aires, trabajando en el Colegio anexo. Después pasó al colegio de la calle Rincón. Debió de ser en los comienzos de 1919.
“Fue el año
de la muerte de su hermana menor, María Luisa, quien había iniciado la vida
religiosa como postulante de las Hermanas Adoratrices españolas, de Manuel
Ocampo.. Firme y entera, enseñó labores y formó a las niñas para la primera
comunión.
En 1924, la Sierva de Dios fue admitida a la
emisión de los Votos Perpetuos que la ligarían fuerte y dulcemente a su divino
esposo Jesús. Previa aprobación favorable de la solicitud hecha por la joven
religiosa, por parte del Consejo Provincial, su entrega definitiva al
Señor la realizó el 12 de enero, en la
casa Provincial de Villa Devoto, Buenos Aires,
según consta en un documento firmado de su puño y letra y que dice lo
siguiente:
En la etapa
siguiente, la vida religiosa de la Hna.
Ma. Crescencia se proyectó a la asistencialidad. Bajo la obediencia se
transformó en una angelical enfermera. A fines de 1924 la Hermana María Crescencia
fue destinada a integrar la comunidad del Solarium de Mar del Plata. Estuvo
allí hasta que, en marzo de 1928, pasó a Chile por disposición de la madre
provincial en busca de aires mejores para su quebrantada salud. Allí cumplió
tareas de atención a niñas con tuberculosis ósea.
El viaje a Chile fue, quizá, el sacrificio más costoso
impuesto a la Hermana María Crescencia; sacrificio que le resultó, a la postre,
relativamente beneficioso, al prolongarle la vida por algunos años más; pero
que no le evitó el dolor de la separación; el tener que abandonar a sus seres
queridos le costó no poco sufrimiento. Mostró en esta oportunidad, su temple
diamantino, y recibió del divino Orfebre los últimos toques preparatorios a la
eterna gloria.
Tenía
grabado en el espíritu, ya desde el noviciado, lo que el Fundador de la
Congregación solía repetir en sus cartas y en sus sermones y que luego ella,
repetirá con distintas expresiones, en más de una de las cartas a su madre y
hermanos: “La santidad consiste en hacer
la voluntad de Dios” y la explicación que ella parece haber tenido siempre en
su corazón: “Y aquel a quien el hacerla le cuesta mayor violencia, mayor
abnegación y mortificación de si mismo, tiene más mérito” (Sermones manuscritos del Antonio Gianelli)
Físicamente débil, la temporada de Mar del Plata culmina con la
seguridad de su contagio: en ella fue tuberculosis pulmonar. Entonces sus
superiores se preocupan por hallar un lugar más favorable para su salud.
Antes de partir para Chile, se
le dio la posibilidad de volver a Pergamino al que nunca había regresado
después de su ingreso en la vida religiosa.
Aunque oscuramente comprendió
que estaba ya en su ocaso, enfrentó sin reclamar nada la última prueba y como
la razón de su vivir y actuar fue un total
abandono a la voluntad de Dios, vio a la luz de la fe este acontecimiento,
valorándolo como era y en su sentido más profundo. El total despojo exigía la
entrega total. El Padre Carlos Pérez, en su testimonio, ilustra de este manera
la respuesta de la Hermana Crescencia:
“Asumió con
mucha paz y con mucha serenidad esta nueva misión que se le encomendaba, pero
también con mucho dolor. Sufrió mucho el tener que dejar su patria...”
En la última etapa de su vida,
la Hermana María Crescencia llevó hasta el fin su vivencia de la migración.
Hija de inmigrantes, formada en medio del proceso migratorio, incluso en su
vida de religiosa, se le pidió como prueba final que ella también emigrase.
Acompañada por la Madre
Provincial partió para Chile en 1928. En Vallenar de Chile pasó la Sierva de
Dios los últimos cuatro años de su vida, con algunas intervalos en Quillota y
Freirina, en busca de lo humanamente imposible: la reposición de su organismo
irremediablemente quebrantado. Murió santamente en Vallenar (Chile) el 20 de
Mayo de 1932.
Pidamos a la Beata Hna.Ma.Crescencia que interceda ante Dios, por
nuestras familias y nos obtenga la armonía, la unidad y la paz que tanto
necesitamos. Ella que amó tanto a su familia, no dejará de escucharnos.